VEINTE

12 de Marpenoth, el Año del Intemporal (1479 CV)

La grava húmeda rascó el casco del bote al tocar fondo a un tiro de arco de donde estaba el silencioso Tiburón de la Luna. Geran se metió en el agua hasta las rodillas y avanzó hacia la orilla espada en mano en medio de la lluvia fría y pertinaz. Las murallas y los templos en ruinas, cubiertos por la pátina gris del tiempo, se cernían sobre el grupo que había desembarcado, aferrados al borde del empinado risco que marcaba el lado occidental de la bahía de Sulasspryn. El puerto propiamente dicho estaba a varios cientos de metros hacia el este, donde los restos de una escollera de piedra protegían los viejos muelles de la ciudad de las tormentas del Mar de la Luna. A este lado del puerto, una pasarela conducía hasta el antiguo puesto de aduanas atravesando un arenal de treinta metros de ancho que había al pie del promontorio. Era el único lugar de la bahía de Sulasspryn lo bastante plano como para que un barco del tamaño del Tiburón de la Luna pudiera sacar su proa del agua, y además estaba bien oculto a los barcos que pasaban por el mar, si bien no eran muchos los que tenían motivos para navegar por esa costa tan desolada.

—Parece ser que tu suposición era correcta —le dijo Sarth.

El tiflin señaló el campamento montado no lejos de la galera varada. Allí había apilados varios troncos frescos a los que habían despojado parcialmente de su corteza. La proa del barco estaba apoyada encima de otros dos troncos colocados a modo de rodillos debajo de la quilla, y una simple estructura de madera que lo mantenía en el sitio.

—Murkelmor debe haber decidido que no podía seguir navegando sin reparar los daños del casco.

—Entonces, habría sido más prudente encontrar una cala un poco antes —dijo Geran.

Se recordó que entre la tripulación del Tiburón de la Luna no habría muchos con motivos para evitar Sulasspryn. Al fin y al cabo, ninguno de ellos era de Hulburg ni de las tierras circundantes, pero también era de suponer que cualesquiera ruinas de aspecto amenazador merecían cierto respeto. Era de todos conocido que en cualquier castillo o ciudad largo tiempo abandonados podía acechar todo tipo de maldiciones, espectros y monstruos hambrientos, aunque pocos piratas estuvieran familiarizados con los peligros específicos de esas ruinas.

—No hay muchos árboles a lo largo de la costa, pero da la impresión de que hay buena madera —señaló Hamil—, o tal vez Murkelmor contaba con que la reputación del lugar los pondría a salvo de persecuciones y decidió amarrar aquí por ese mismo motivo.

—Se lo preguntaremos cuando lo veamos —dijo Geran, aunque empezaba a sospechar que no iba a ser así.

Le costaba creer que los piratas del Tiburón de la Luna hubieran estado dispuestos a encallar bajo las tétricas ruinas de Sulasspryn aunque fuera por unas horas, y mucho menos durante los días de trabajo que serían necesarios para efectuar una reparación seria. Esperó a que sus hombres de armas arrastraran los botes a la costa y les indicó que lo siguieran.

—Vamos, muchachos. Manteneos juntos y con los ojos y los oídos bien abiertos. Hay que suponer que es una trampa hasta que estemos seguros de que no lo es.

Marcharon hacia la galera pirata haciendo crujir la arena bajo las botas. Al acercarse vieron que la tripulación había montado una especie de carpintería sobre la playa para cortar y dar forma a la tablas nuevas para el barco. Todo estaba como si se hubieran marchado de allí sin más. Había sierras, hachas y herramientas de todo tipo esparcidas por el lugar. Los guardias del Escudo y los mercenarios que iban con Geran se guardaban lo que pensaban, pero él notó que habían duplicado la vigilancia, observando los promontorios de la derecha sin perder de vista las sombras de las puertas y las ventanas de arriba.

¿Dónde están? —le preguntó Hamil a Geran mentalmente—. ¿Se habrán escapado hacia las ruinas al ver aparecer al Dragón Marino en la bahía? No puedo creer que Murkelmor nos haya dejado su barco sin pelear por él.

—No lo sé —murmuró Geran como respuesta.

Rodeó la proa del barco con precaución, por si sus antiguos compañeros los esperaban para tenderles una emboscada tras el casco del barco, y entonces encontró la primera señal de los tripulantes. El cadáver estaba tirado a la orilla del agua, boca abajo sobre las pequeñas olas que lamían el negro casco. Su espalda era una masa sanguinolenta, desgarrada en grandes surcos; varios cangrejos pequeños y pálidos salieron del cadáver cuando Geran se acercó.

—Creo que es Khefen —dijo Hamil en voz baja, haciendo una mueca—. Pobre bastardo.

Geran miró en derredor, y luego se puso en cuclillas junto al cuerpo para estudiarlo de cerca.

—Creo que lleva un par de días muerto. Las heridas presentan mucho desgarro. No son de acero, sino de garras o garfios. Yo diría que alguna bestia lo derribó al suelo desde atrás y le arrancó la piel a tiras. Kara podría decirnos más si estuviera aquí.

—Fuera lo que fuese, lo mató y lo dejó aquí —dijo Hamil—. La mayor parte de los animales se lo habrían llevado a rastras o se lo habrían comido.

—Aquí hay otro, señor —llamó uno de los guardias del Escudo. Estaba junto a uno de los troncos que estaban siendo utilizados en la reparación del barco.

—Y media docena aquí, entre las zarzas, señor —dijo un momento después otro guardia que buscaba entre los arbustos al pie del promontorio.

—Nada de esto es ya asunto nuestro —dijo Sarth en voz baja—. Busquemos la brújula y larguémonos.

—Tienes razón.

Cuanto más se quedasen, más probabilidades había de que lo que había atacado a los tripulantes del Tiburón de la Luna también cayera sobre ellos. Y si bien a Geran le habría gustado llevarse a cualquier pirata superviviente que apareciese y se quisiera marchar, no se sentía obligado a buscarlos, no cuando las vidas de Mirya y Selsha podían estar colgando de un hilo en alguna isla remota del cielo.

—Reunid los cuerpos que encontréis sin aventuraros demasiado lejos y enterradlos en el pozo del aserrador —les dijo a los soldados que andaban buscando por los alrededores—. ¡Pero tened las armas a mano!

Los corsarios habían preparado una simple escala de cuerda con peldaños de madera desde la cubierta de la galera hasta la playa. Geran se cogió de ella y trepó a la cubierta principal, seguido por Hamil y Sarth. Vio otros dos hombres muertos en cubierta, los dos junto a la puerta que llevaba al camarote del capitán, que estaba abierto.

—Deben de haber tratado de fortificarse dentro —dijo Hamil—. Puede ser que haya supervivientes en la bodega.

—Lo comprobaremos en un momento —dijo Geran.

Sin perder de vista la oscura entrada del camarote, subió los pocos peldaños hasta la toldilla. Una pesada lona cubría el soporte que Murkelmor había construido para la brújula. Valiéndose de su espada, cortó las cuerdas que sujetaban la tela y la retiró.

La brújula estelar seguía allí.

Geran dio un hondo suspiro de alivio y miró de cerca la esfera oscura. Bajo la escasa luz del día nublado, parecía poco más que una bola redonda y lisa de cristal negro, aunque cuanto más la miraba más distinguía las profundidades ocultas, en las cuales titilaban pequeños puntos de luz como estrellas en el cielo nocturno.

—Aquí está —dijo en voz alta.

—Bien —agregó Hamil—. Hazte con ella y vayámonos de este lugar. No me gusta.

—De acuerdo —dijo Geran.

Sacó una pequeña bolsa que llevaba en su cinturón, y él y Hamil separaron el círculo de plata que la rodeaba del soporte de madera que había construido Murkelmor, y después de envolverla en una manta de lana colocaron la esfera cuidadosamente en la bolsa. Geran no sabía hasta qué punto sería frágil, pero sin duda no quería correr el riesgo de que se rompiera cuando había vidas que dependían de ella. Una vez hecho eso, abandonaron la toldilla. En un rápido examen bajo la cubierta encontraron otra media docena de tripulantes muertos entre los dos; la escena era de extrema violencia. Había salpicaduras de sangre en los ojos de buey, y por toda la cubierta inferior se veían muebles patas arriba o hechos astillas.

—Puedes llamarme cobarde, pero no estoy seguro de querer quedarme el tiempo necesario para darles a éstos un entierro decente —dijo Hamil—. ¿Qué ha sucedido aquí?

—Vamos —respondió Geran—. Veamos si podemos apurar las cosas y volver al Dragón Marino.

Regresaron a la playa. Geran envió a varios de los soldados a recoger los cadáveres del barco, se colgó al hombro la bolsa con la brújula y echó una mano en la desagradable tarea de enterrar a los muertos del barco pirata, o al menos a los que estaban por allí. Según sus cuentas, todavía quedaban unos treinta o más desaparecidos. Con suerte, Murkelmor y los demás habrían huido a la ciudad; de lo contrario, Geran suponía que la mayoría estarían muertos en las ruinas de encima del puerto.

Por fin, después de media hora de duro trabajo bajo la insistente lluvia, los piratas muertos quedaron enterrados en el pozo de aserrador del campamento. Varios de los guardias del Escudo empezaron a tirar paladas de arena húmeda y tierra sobre los cuerpos. Geran recorrió el arenal con la vista para asegurarse de que no se les hubiera pasado nada por alto. Sin duda, no quería dejarse olvidado nada en el Tiburón de la Luna y tener que volver a buscarlo después.

Desde las alturas que dominaban la playa se oyó un grito áspero y estridente.

Los soldados dejaron lo que estaban haciendo y alzaron la vista. Varios arqueros colocaron flechas en sus arcos, y otros hombres prepararon sus escudos y sus armas.

—¿Qué ha sido eso? —se preguntó Hamil en voz baja.

Geran no se molestó en hacer conjeturas. Por un momento, estudió las alturas con aprensión. Pasó un largo rato y no sucedió nada más. Estaba a punto de bajar la guardia y ordenar a los soldados que acabasen su trabajo cuando resonaron varios gritos más del mismo tipo entre el rítmico golpeteo de la lluvia. Una piedra pequeña cayó a la playa desde arriba, rebotando en el promontorio varias veces. Las voces ásperas volvieron a sonar; eran gruñidos ininteligibles. Se dio cuenta de que las criaturas de arriba, fueran lo que fuesen, estaban hablando unas con otras. Miró a Sarth para comprobar si el mago tenía alguna idea de lo que podía haber allí, pero Sarth se limitó a menear la cabeza.

—Vayamos a los botes —dijo Geran a los que tenía alrededor—. Lentamente. No os separéis y llevad siempre las armas preparadas.

Empezaron a retroceder hacia los botes a través de la grava húmeda… y entonces las criaturas atacaron. Con una repentina y atronadora mezcla de batir de alas y gritos ensordecedores, docenas de aladas criaturas salieron de sus escondites en las ruinas y se lanzaron sobre los hombres de la playa. Eran entre negras y grises, con garras gigantescas, colas zigzagueantes y cabezas astadas. De las grandes bocas asomaban unos colmillos afilados. Otras más empezaron a sobrevolar la bahía, encaminándose hacia el Dragón Marino, anclado a algo menos de un kilómetro de la orilla.

—¡Gárgolas! —gritó Hamil, y alzando su arco corto disparó una flecha contra el monstruo que tenía más próximo.

A pesar de la fuerza que llevaba, la flecha golpeó a la criatura cerca del centro del pecho, pero apenas penetró unos centímetros en la carne pétrea de la gárgola. Con un chillido de dolor, la criatura se arrancó la flecha de la herida. Más flechas salieron volando de los guardias del Escudo que llevaban arcos, pero pocas hicieron daño. Hamil maldijo.

—¡A los ojos o la garganta! —gritó a continuación—. ¡Apuntad a los ojos o a la garganta!

Sarth pronunció palabras de poder arcano y derribó a un par de monstruos con un crepitante relámpago azul. Entonces, las gárgolas se lanzaron sobre el grupo de la playa en una oleada de hirientes garras y colmillos. De la refriega surgían gritos de terror y graznidos inhumanos de ira o de dolor. Las garras de los monstruos eran capaces de atravesar la malla de acero y las espadas rebotaban en sus duros pellejos, pero una punta bien dirigida podía enderezar su carne. Al mismo tiempo que los guardias del Escudo caían bajo sus sangrientas garras, las gárgolas ensartadas en el acero hulburgués chillaban y se debatían desesperadamente.

¡Cuillen mhariel! —gruñó Geran, invocando la protección de su velo de acero argénteo.

Una niebla plateada se arremolinó en torno a su cuerpo, haciendo resbalar las garras que trataban de alcanzarlo. Entonces invocó otro conjuro para hacer llamear su espada y se lanzó de lleno a la refriega. El acero relumbraba con furia arcana mientras daba tajos y puntazos a los monstruos alados que tenía alrededor, dejando heridas largas y chamuscadas en la piel de las gárgolas.

—¡Protegeos las espaldas los unos a los otros! ¡Podemos ahuyentarlas!

Fuera de su alcance, una gárgola se dejó caer detrás de un soldado, le clavó las garras en los hombros y se llevó a su presa, que gritaba y se debatía por los aires. Un arquero la alcanzó en el ala y la derribó a tierra, pero él mismo fue arrebatado del suelo un instante después por otro de los monstruos. Más gárgolas apresaron y se llevaron a otros soldados hacia lo alto separándolos de la contienda. Las criaturas graznaban y silbaban con siniestro júbilo cuando conseguían hacerse con una presa.

¡Narva saizhal! —bramó Sarth.

El tiflin se volvió y lanzó una letal andanada de dardos helados a las gárgolas que trataban de alcanzarlo por la espalda. Geran saltó para derribar a otro de los monstruos que se lanzaba sobre la espalda del tiflin. A pesar de su carne pétrea, las gárgolas eran sensibles a los conjuros del mago y a la magia de la espada de Geran. Además, tal como había dicho Hamil, eran vulnerables a disparos bien dirigidos. El mago de la espada atisbó a una gárgola que se desplomaba como una marioneta con las cuerdas cortadas. Una de las flechas de Hamil había penetrado un palmo en uno de sus ojos.

Por un momento, Geran creyó que conseguirían repeler el primer asalto sin grandes bajas…, y entonces un rayo delgado de luz grisácea salió disparado desde lo alto y alcanzó a un soldado en el pecho. El hombre gruñó una vez, retrocedió un paso y cayó al suelo con la mirada vacía fija en lo alto. Más rayos atravesaron a los combatientes, rayos corrosivos que dejaban a los hombres sin sentido y a merced de los ataques de las gárgolas. Geran miró hacia arriba y vio a una criatura grande, de cuerpo redondo, flotando a unos diez metros por detrás de las gárgolas. Tenía un solo ojo fijo en la batalla que se desarrollaba abajo, y numerosos tentáculos con ojos menores que miraban en todas direcciones. Los mortíferos rayos salían de esos ojos pequeños y herían al grupo del Dragón Marino que había desembarcado mientras combatía contra las gárgolas.

—Un contemplador —dijo con voz ronca.

Por si las gárgolas no eran problema suficiente, ahora aparecían los contempladores, que eran terribles adversarios. En poco tiempo, el monstruo podría destruir a todo el grupo sin ayuda. Se volvió y lanzó una advertencia a sus soldados:

—¡Arqueros, cosed a flechazos a esa cosa!

La mayoría de los guardias del Escudo estaban ocupados combatiendo contra las gárgolas, pero un par de ellos tenían todavía los arcos en la mano. Valientemente dispararon contra el monstruo de los muchos ojos. Sarth volvió su atención al contemplador lanzó una andanada de fuego esmeralda que se pegó a la piel de la criatura y bisbiseó como un ácido. El contemplador rugió, rabioso, y dirigió toda la furia de sus rayos oculares contra el tiflin, que, a pesar de levantar un rápido escudo mágico, se tambaleó bajo el asalto mágico.

Geran rebuscó en su mente el símbolo arcano de un conjuro que casi nunca usaba. Lo retuvo en la punta de la lengua mientras hacía pases mágicos con la punta de su espada y liberaba la magia con una sola palabra:

¡Haethellyn!

Su espada adquirió un extraño brillo azulado mientras él saltaba para colocarse delante de Sarth y parar los rayos oculares del contemplador con su espada. Desvió un rayo color carmesí sobre una gárgola cercana, que aulló y se incendió, y a continuación, capturó un pálido rayo amarillo. Éste lo envió de vuelta hacia el contemplador; alcanzó al monstruo en su propio ojo central provocando una lluvia de chispas.

El monstruo flotante gimió y apartó su ojo de la batalla, pero uno de sus ojos menores encontró a Geran y lanzó contra él un crepitante rayo azul antes de que pudiera desviarlo. El rayo mágico asió a Geran como la mano de un titán invisible y lo tiró a la playa sembrada de guijarros con una fuerza capaz de romperle los huesos. Sintió que se le quebraba la muñeca izquierda bajo el peso del cuerpo y un dolor ardiente le recorrió todo el brazo. Dio varias vueltas rodando por el suelo hasta parar, mareado y desorientado. Lentamente, se incorporó apoyándose en la mano buena e intentó recoger su espada, que estaba en el suelo, cerca de él.

De repente, algo lo golpeó en la espalda, duramente, y lo lanzó otra vez al suelo, dejándolo de nuevo aturdido. Acto seguido, se vio alzado por los aires. Hubo a su alrededor un atronador batir de alas mientras unas garras lo asían con fuerza por los hombros. Sólo el potente conjuro defensivo de su magia de la espada impidió que se le hundieran profundamente en la carne. En medio del dolor, el batir de alas, los balanceos y descensos mareantes, Geran se dio cuenta de que una gárgola lo tenía sujeto y trataba de llevárselo volando. La playa ya estaba a unos buenos seis metros por debajo, y el monstruo que lo tenía cautivo movía las alas con todas sus fuerzas tratando de remontar el vuelo.

—¡Geran! —gritó Hamil.

El halfling corrió tras el mago de la espada e hizo una pausa para apuntar cuidadosamente con su arco, pero otra gárgola le estropeó el tiro al chocar contra él y derribarlo al suelo tras resultar herida por uno de los guardias del Escudo. Sarth atacó al contemplador con una andanada ceguecedora de conjuros letales y feroces descargas, con lo que consiguió mantenerlo a raya.

Geran se debatía entre las garras de la gárgola.

—¡Suéltame! —gruñó.

Era un gran peso para el monstruo, que se hundió y cayó en picado al retorcerse él para liberarse. El monstruo graznó a modo de protesta.

—¡Mío! —dijo con voz ronca—. ¡Mi presa! ¡Matar! ¡Mío!

El mago de la espada consiguió desasirse de una garra que sólo lo había enganchado por su chaqueta de cuero. La gárgola estuvo a punto de dejarlo caer. Geran echó una mirada por debajo de los pies que colgaban sobre el vacío y se dio cuenta de que una caída desde esa altura significaba romperse los huesos, cuando no la muerte. De hecho, si la gárgola quería matarlo, la forma más fácil era soltarlo. A pesar del dolor lacerante de la garra en su hombro, Geran alzó la mano derecha y se agarró a un tobillo de la criatura con todas sus fuerzas, decidido a seguir aferrado a la criatura hasta que la altura a la que volaban le permitiera sobrevivir a la caída sin lesiones terribles.

La gárgola emitió un silbido, dispuesta a atacarlo en pleno vuelo. Las garras le arañaban el pecho y le rascaban los brazos, y a punto estuvieron de eviscerarlo, pero sus protecciones mágicas se mantenían, amortiguando el ataque. De repente, un movimiento súbito de la garra de la gárgola arrancó la bolsa que Geran llevaba colgada al hombro y rompió las cintas que la sujetaban. La bolsa de cuero que contenía la brújula estelar cayó al suelo, desapareciendo entre la espesa maleza que había invadido una casa sin tejado. Geran gimió de miedo y frustración, colgado como estaba por una mano y moviendo infructuosamente el brazo izquierdo, herido, para defenderse del monstruo rabioso.

Entonces, se le soltó la mano al mismo tiempo que las garras de la gárgola se desenganchaban de su chaqueta.

Durante un momento angustioso se sintió caer hacia la tierra, de espaldas, agitando brazos y piernas en el aire. De pronto se topó con las delgadas ramas de un pequeño cedro que crecía junto a las ruinas de un antiguo templo. Las ramas lo golpeaban de una manera salvaje, haciéndolo girar hacia un lado y hacia otro, y se iban partiendo mientras él seguía cayendo. Chocó contra el suelo con la fuerza suficiente como para verlo todo negro y quedarse sin respiración.

—¡La brújula! —pensó—. ¡He perdido la brújula!

Gruñendo y tratando de recobrar el aliento consiguió a duras penas ponerse de pie y salió tambaleándose de debajo del cedro. Se encontró cerca del frente de lo que había sido en otro tiempo un imponente edificio de piedra y cuya fachada había quedado reducida a poco más que montones de escombros diseminados por una calle cubierta de densa vegetación. Le molestaba la espalda y tenía una rodilla tan dolorida que casi no podía apoyar sobre esa pierna el peso del cuerpo, sin embargo, había tenido suerte: el vuelo de la gárgola lo había traído hasta el edificio que coronaba el promontorio, de modo que en lugar de caer sobre la playa desde decenas de metros, lo había hecho desde una altura de seis o siete metros y por entre las ramas de un árbol.

—Sí, mucha suerte —susurró—. Un poco más de suerte y no me habría arrastrado la gárgola.

—¡Presa! ¡Matar!

La gárgola se posó encima de una columna rota a poca distancia de Geran, con los ojos rojos de rabia. Otras dos sobrevolaban en círculos el lugar, aparentemente atraídas por la lucha. El monstruo movió las garras y lanzó a Geran un silbido furioso. Su espada había quedado tirada en la playa. La brújula estaba perdida en el laberinto de ruinas que lo rodeaban, eso si no se había hecho añicos al caer. Casi no podía mantenerse de pie y tenía por lo menos un hueso roto, si no más. Geran mostró los dientes en una mueca feroz. Lo más probable era que le quedaran unos momentos de vida, y eso lo llenaba de furia y frustración. Si moría allí, Mirya y su hija probablemente no conseguirían escapar jamás de los designios de los piratas de la Luna Negra. Si eso era todo lo que podía ofrecerle el destino, estaba decidido a morir de pie, luchando.

Sosteniendo la mirada de la gárgola configuró en su mente una sola palabra arcana.

¡Cuilledyrr! —musitó.

La gárgola se lanzó contra él con las garras por delante. Geran se mantuvo en su sitio todo el tiempo que pudo antes de hacerse a un lado para esquivarla. Consiguió evitar las mortíferas garras, pero la rodilla herida se le dobló y cayó entre los escombros y la hierba dura de la calle. La gárgola lanzó un gruñido sibilante y se lanzó otra vez al ataque con intención de acabar con él. Entonces, el ruido del acero al golpear contra la piedra atravesó el aire. Geran extendió la mano derecha y su espada de acero elfo voló hacia ella con la empuñadura hacia abajo, invocada por su palabra mágica. Con un movimiento fluido, Geran hundió la punta de acero en el negro corazón de la gárgola. La criatura lanzó un graznido horrible, y el peso de su cuerpo lo derribó otra vez a tierra.

Luchó hasta liberarse del peso muerto del monstruo y al mirar hacia arriba vio cómo las gárgolas que habían estado sobrevolando el lugar se lanzaban en picado hacia él. No tenía fuerzas para luchar contra otro de los monstruos, y mucho menos con dos al mismo tiempo. Desesperado, miró arriba y abajo de la calle, buscando un refugio, alguna posición que pudiera defender. Todo lo que vio fue el oscuro portal de un palacio ruinoso al otro lado. No había forma de que pudiera llegar allí antes que las gárgolas, pero al menos le quedaba una carta que jugar. Mientras los dos monstruos descendían sobre él, Geran fijó la mirada en la oscuridad que había detrás de la arcada de piedra y reunió la fuerza necesaria para su conjuro de teletransportación. En un abrir y cerrar de ojos dejó de estar a gatas en la calle empapada por la lluvia y se encontró de rodillas entre los escombros que había dentro del palacio, mirando hacia el lugar donde antes se encontraba. Las gárgolas graznaron, frustradas, aleteando y buscando a su presa.

Geran se quedó quieto, casi sin atreverse a respirar. Si las gárgolas miraban hacia el portal desde una distancia adecuada, seguramente lo verían…, pero las criaturas iban y venían por la calle, hasta quedar fuera de su vista. Oyó el movimiento de sus alas y sus graznidos mientras se alejaban.

Con un suspiro aliviado, se puso de pie. El interior del palacio estaba oscuro y cegado por la vegetación; casi no veía nada dentro. Se arriesgó a avanzar hasta un par de pasos del portal, no fuera que las gárgolas volvieran…, y entonces las tablas del piso se hundieron bajo uno de sus pies. Golpeó contra el suelo y todo cedió; cayó al sótano que había debajo entre una cascada de escombros y polvo. Por segunda vez en cuestión de minutos, Geran se encontró otra vez cayendo. Llegó al fondo, se golpeó la cabeza contra algo y se sumió en un vértigo tenebroso.