8 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)
Faltaba todavía una hora para el amanecer cuando Geran se puso en marcha desde los distritos del puerto hacia el castillo de Griffonwatch. Considerablemente cansado por las dos noches pasadas sin dormir y por el frío de su baño en el puerto, que se le había metido en los huesos, había dejado a los defensores de Hulburg la tarea de capturar a los últimos piratas de la Luna Negra que se habían quedado en tierra. El mago de la espada se resignó a un largo y frío paseo por el caos en que se habían convertido las calles, y tomó el empinado y empedrado camino de la calle del Tablón. Tenía pensado hablar con el harmach antes de dejarse caer en la cama.
Pasó por el local de los Erstenwold y observó que la tienda parecía casi intacta, aunque tenía varias ventanas rotas y una mancha negra a lo largo de una pared demostraba que algún pirata había intentado incendiarla. Mirya no estaba allí, lo cual no fue una sorpresa, ya que su casa estaba en el lado interior de Hulburg. Teniendo en cuenta que el ataque de los piratas se había producido a una hora muy tardía, seguramente ella ya no estaría en los alrededores del distrito del puerto. Subió los escalones de la tienda y espió por las ventanas oscurecidas para asegurarse de que no había nada fuera de sitio.
—¿Eh, en qué andas?
Varios hulburgueses con las variopintas armas de la Hermandad de la Lanza observaban desconfiados a Geran desde la calle. Los milicianos se aproximaron apuntándolo con sus lanzas, encabezados por un fornido joven de barba castaña.
—¡Largo de aquí! —le gritó a Geran.
Brun dio un paso adelante y estudió a Geran con expresión desconfiada antes de dar muestras de haberlo reconocido. Rápidamente apuntó su lanza hacia el cielo.
—Perdóname, lord Geran. No te he reconocido con esa ropa. Pareces uno de esos bandidos del mar a los que hemos estado persiguiendo toda la noche.
—No es culpa tuya, Brun. He pasado los diez últimos días infiltrado entre los piratas. —Geran bajó a la calle—. Me alegra comprobar que estás bien. Por lo que he podido ver, la Hermandad de la Lanza ha estado en lo más duro de la refriega.
El joven destilador de cerveza sonrió tensamente.
—Vaya, hemos tenido nuestra cuota en el combate. Nos hemos asegurado de que muchos de esos piratas que han bajado de sus barcos no volvieran jamás a ellos, pero ahora que nos hemos ocupado de la cuestión, los triplemente malditos Puños Cenicientos están tratando de armar jaleo. Se está combatiendo en las Escorias y en las partes más pobres del cabo Oriental. Hacia allí nos encaminábamos para echar una mano. —Miró por encima del hombro de Geran el cartel de Abastecimientos Erstenwold y, de repente, se calló. Su expresión se ensombreció y miró al suelo.
—¿Qué pasa? —preguntó Geran—. ¿De qué se trata, Brun?
—Es la señora Erstenwold, lord Geran —dijo el hombre—. No te habrás enterado si has estado fuera, pero ha desaparecido.
—¿Desaparecido?
Una mano fría oprimió el corazón de Geran. ¿Mirya desaparecida? Si no estaba en Hulburg no podía haber ido a ninguna parte por su propia voluntad. Su cansancio se desvaneció por la repentina alarma.
—¿Qué ha pasado? ¡Dímelo!
—Fue hace dos noches. Uno de sus vecinos oyó jaleo en su casa y encontró el lugar patas arriba. La puerta había sido arrancada de los goznes, los muebles volcados y todo eso. Nadie ha vuelto a verlas ni a ella ni a su pequeña desde entonces. —Brun se llevó la mano a la frente—. Todos los hombres que se dicen leales a Hulburg las han estado buscando.
Geran dio un paso atrás, como si alguien le hubiera dado un mazazo. ¿Alguien había atacado la casa de Mirya? Empezó a preguntarse por qué, pero interrumpió ese curso de pensamiento. Realmente, no importaba. Había estado ausente de Hulburg, no había podido protegerlas. Probablemente ésa fuera la razón; lo único que importaba ahora era saber dónde estaban y si podía hacer algo por ellas o no. La idea de que pudieran hacerles algún daño a Mirya o a su hija lo espantaba.
—¿Quién? ¿Quién lo hizo? —preguntó.
Brun y sus hombres intercambiaron miradas.
—Nadie lo sabe, lord Geran —dijo el destilador de cerveza—. El propio harmach ha tomado cartas en el asunto.
—¿Lord Geran? —añadió uno de los hombres que estaban con Brun—. Puede ser que haya oído algo nuevo sobre esto. Mi primo sirve en la compañía Tresterfin. Me ha dicho que había visto algo peculiar durante el combate en los muelles de esta noche: un tipo grande, tal vez un ogro, iba por la calle Mayor cargando con un par de personas hacia el puerto, como si fuera de compras. Junto a él iba un hombre delgado, con un sayal marrón. Mi primo sólo los ha visto desde lejos, pero me ha dicho que habría jurado que la persona que llevaba el tipo corpulento era Mirya Erstenwold, e iba sujeta como una prisionera. —El miliciano se encogió torpemente de hombros—. Todos tenemos a la señora Erstenwold en la cabeza, supongo. A lo mejor ha visto algo que no era lo que pensaba, pero he creído que deberías saberlo.
¿Un ogro y un hombre con un sayal? Geran no le encontraba sentido. Tampoco lo tenía que él mismo fuera a recorrer los muelles; si Brun tenía razón, los Escudos de la Luna ya debían de haber puesto patas arriba la ciudad, y era posible que la historia que había contado el miliciano no fuera nada. Sin embargo, sabía quién podría ayudar.
—Gracias, Brun —dijo.
Luego, volvió a subir los escalones de la tienda y se introdujo en el edificio en sombras abriendo la puerta a través del cristal roto.
Un momento después, encontró lo que estaba buscando y volvió a la calle con un chal blanco, muy usado, en la mano. Brun lo miró como si dudara de su cordura, pero Geran le mostró el chal.
—Podría servir —dijo—. Si alguien pregunta por mí, dile que estaré en Griffonwatch en cuanto pueda.
—Sí, lord Geran —respondió Brun.
Geran le dio las gracias con una inclinación de cabeza y salió corriendo calle abajo. Creía saber dónde estaba Mirya, pero tenía que asegurarse. Se abrió camino por varias calles de la ciudad, pasando junto a grupos de milicianos y soldados que buscaban a cualquier pirata que pudiera esconderse en la ciudad, y fue a casa de Sarth, en las escarpadas laderas que dan al mar en el cabo Oriental. El tiflin vivía en una casa modesta, adosada a una pequeña torre redonda reconstruida de las ruinas de un antiguo puesto de vigía. Sarth era un hombre con habilidades en Hulburg y podía permitirse vivir bien.
Geran encontró una pesada campana junto a la puerta delantera y llamó con prisa.
—¡Sarth! —llamó—. ¡Necesito tu ayuda! —Volvió a tocar la campana.
La puerta se abrió y apareció un halfling gordinflón de mediana edad, con una calva incipiente, que sostenía un pequeño candil en una mano: el sirviente de Sarth, que alzó la vista hacia él y parpadeó, somnoliento.
—¡Ah, lord Geran!, me temo que el maestro Sarth se ha retirado a dormir —dijo—. ¿Puedes volver por la mañana?
—Me temo que no puedo esperar —respondió Geran—. Despiértalo, por favor, yo me hago responsable.
El sirviente suspiró.
—Bien, pues. Por favor, espera en el vestíbulo. El maestro Sarth bajará enseguida.
Se retiró al interior oscuro de la casa. Geran entró y cerró la puerta. La casa de Sarth estaba amueblada con el estilo sencillo y tosco que preferían la mayor parte de los hulburgueses, aunque en la decoración había algunos finos tapices turmishanos. Geran se paseaba ansioso por las losas del vestíbulo, tratando de dominar el miedo que le agarrotaba el estómago.
Sarth y su sirviente aparecieron en lo alto de la escalera. El tiflin se ató el cinturón de la bata y bajó.
—¿Qué pasa Geran? ¿Algo va mal?
—Mirya Erstenwold y su hija han desaparecido. Me temo que se las haya llevado la Luna Negra. ¿Puedes encontrarla?
El hechicero hizo una mueca.
—Lo siento, amigo mío. Por supuesto que haré todo lo que pueda. ¿Tienes algo suyo?
Geran le alargó el chal que había cogido en la tienda de Mirya.
—Toma.
Sarth lo agarró y asintió.
—Esto debería servir. Ven, vamos a mi estudio.
Se dirigió a la habitación redonda formada por la antigua torre anexa a la casa. Geran se sorprendió al verla tan despejada ya que, según su experiencia, la mayoría de los laboratorios y salas de conjuros de los magos estaban siempre revueltos. Claro estaba que Sarth no llevaba el tiempo suficiente en Hulburg como para haber acumulado los chismes, recuerdos y curiosidades que los magos suelen reunir a lo largo de toda su vida. En los últimos meses, el tiflin había respondido siempre con un encogimiento de hombros cuando Geran le preguntaba si pensaba quedarse o no; sospechaba que Sarth todavía tenía esperanzas de recuperar el tomo mágico llamado Infiernadex de manos del rey lich Esperus, y dedicaba todo su tiempo libre a investigar sobre su paradero.
—Espero que me perdones por haberte despertado —dijo Geran.
Sarth suspiró.
—Me he pasado los últimos días sin poder dormir a bordo de ese maldito barco. Creo que he conseguido conciliar el sueño media hora antes de que me hayas despertado, pero me alegro de que lo hayas hecho. El tiempo puede ser esencial.
Se encamino hacia un estante lleno de libros, examinó los tomos allí reunidos y eligió uno que llevó a un atril colocado en medio de la habitación. En el suelo, alrededor del atril, había pintado un círculo de intricadas runas y sigilos, y Sarth tuvo cuidado de no pisarlo. Abrió el libro, lo hojeó y encontró el conjuro que buscaba.
—Aquí está. Esto debería servir. Quédate por ahí, por favor, y estate quieto. Debo concentrarme.
Geran hizo lo que le había dicho. Había aprendido un poco sobre los rituales mágicos durante sus estudios en Myth Drannor, pero Sarth lo superaba en muchas cosas. Con un movimiento ondulante de la mano, el hechicero encendió varias velas en torno al círculo de runas y un pequeño fuego debajo de un cuenco de bronce sobre una mesilla que había junto al atril. En el cuenco echó pizcas de varios polvos extraños y empezó a entonar las palabras escritas en su libro ritual. Geran sintió el cosquilleo del poder arcano que se reunía alrededor del espacio delimitado por las velas. Sarth continuó con su magia y se inclinó sobre el cuenco para inhalar profundamente el humo fragante que salía de él.
Las llamas de las velas parpadearon y se extinguieron; el hechicero se acercó el chal de Mirya a la nariz y cerró los ojos. Permaneció así un rato, luego exhaló y los abrió.
—Está viva —dijo. Señaló hacia una pared de la habitación cuya estrecha ventana daba al sur, hacia el Mar de la Luna—. Está a unos treinta kilómetros en esa dirección y se va alejando mientras hablamos.
—El Reina Kraken —dijo Geran con un gruñido.
El único barco pirata además del navío insignia que había escapado del puerto había sido el Tiburón de la Luna, y en ningún momento había tocado tierra. Dio un puñetazo contra la pared.
—¡Maldita sea! ¿Cómo ha podido ser capturada? ¡Su casa no está nada cerca del puerto!
—¿Qué vas a hacer? —le preguntó Sarth.
—Ir tras ella —dijo Geran sin vacilar—. Reuniré la tripulación que pueda para el Dragón Marino y me haré a la mar antes de una hora, si es posible. Tengo que alcanzar a Kamoth antes de que vuelva a desaparecer.
—Entiendo tu prisa, pero teniendo en cuenta el daño que os han hecho esta noche los enemigos del harmach, ¿no sois más necesarios aquí tú y los tripulantes del Dragón Marino?
Geran dudó. Comprendía la pregunta de Sarth: ¿sería ya demasiado tarde para socorrer a Mirya y a su hija? Y aunque no lo fuera, no podía dejar de oír el ruido distante de la lucha y de oler el humo que llegaba de la ciudad. El Dragón Marino y sus hombres armados representaban casi una cuarta parte, o tal vez un tercio, de las fuerzas del harmach. Por más que Hulburg hubiera repelido el ataque de la Luna Negra, todavía quedaba por resolver la cuestión de los Puños Cenicientos. ¿Cómo reaccionarían al ataque pirata? Tal vez sería más prudente demorar la marcha uno o dos días para evaluar los disturbios en la ciudad y asegurarse de que Hulburg no corriera peligro antes de salir a navegar. Sin embargo, cada hora que pasaba mejoraba las oportunidades de Kamoth y Sergen de escapar, y esta vez llevándose a Mirya y a Selsha como cautivas. No era difícil imaginar el destino que podrían correr las Erstenwold en manos de los piratas.
¿Demorar la marcha y correr el riesgo de perderlas para siempre? La sola idea lo ponía furioso. ¿O salir de inmediato confiando en que ni él ni el resto de la tripulación del Dragón Marino harían falta para sofocar las revueltas en Hulburg? Geran cerró los ojos y tomó su decisión.
—Si hay alguna oportunidad, por pequeña que sea, de salvar a Mirya y a su hija de la Luna Negra, tengo que intentarlo, sean cuales sean las consecuencias de hacerme a la mar enseguida.
—Que así sea —asintió Sarth—. Mientras Sergen tenga a Mirya a bordo, podría repetir mi adivinación y calcular la dirección y la distancia con el Reina Kraken. Conozco bien a Mirya, y al capitán supremo no le será fácil ocultármela.
—Gracias, Sarth.
El tiflin miró a través de la puerta hacia el interior de su casa: empezaba ya a echar de menos la comodidad de su cama.
—En cuanto me vista me presentaré en el Dragón Marino —dijo con un suspiro.
—Bien, te veré a bordo.
Geran dio un apretón en el brazo al hechicero como muestra de su gratitud y salió a toda prisa hacia la oscuridad de la noche.
Tuvieron que pasar más de tres horas antes de que el Dragón Marino pudiera hacerse a la mar otra vez. Geran no podía marcharse sin hacer por lo menos una breve visita a Griffonwatch… Tenía que obtener la bendición del harmach para volver a sacar el barco del puerto y, lo más importante, debía contarles a su tío Grigor y a Kara la historia de su permanencia a bordo del Tiburón de la Luna y lo que había averiguado sobre Kamoth, Sergen y la Hermandad de la Luna Negra. Kara despachó mensajeros de la Guardia del Escudo a fin de reunir a la tripulación y ordenar que se preparara el barco para zarpar mientras Geran los ponía al día de sus descubrimientos. El barco hulburgués se reaprovisionó rápidamente y los tripulantes regresaron tras breves visitas a sus casas para poner todo en condiciones lo antes posible.
Hacía apenas una hora que había amanecido cuando el Dragón Marino soltó amarras y salió limpiamente del puerto. Kara decidió quedarse para evaluar los daños inferidos a las defensas de Hulburg y ocuparse de los piratas supervivientes, pero Sarth y Hamil se unieron a Geran y la mayor parte de los hombres de armas permanecieron en el navío, incluidos el segundo de a bordo Worthel, Andurth Galehand, Larken y el resto de los oficiales. Los soldados y los marineros del barco sólo habían sufrido un puñado de bajas en el abordaje del Wyvern, de modo que la tripulación estaba prácticamente completa.
Geran se paseaba ansioso por la toldilla, observando mientras Galehand pilotaba el barco hasta dejar atrás los Arcos. Según sus cálculos, el Reina Kraken les llevaba una ventaja de cinco horas. De las cenizas de los edificios incendiados todavía se elevaban columnas de humo hacia el cielo de la mañana. La lluvia y el viento de la noche anterior habían amainado un poco, aunque el cielo permanecía encapotado y había un ligero viento del oeste.
—En cuanto dejemos atrás el cabo Keldon, iza toda la vela que puedas y pon rumbo sur-sudoeste —le dijo al oficial de derrota—. Los piratas están a unos cuarenta y cinco kilómetros al sur de nosotros. Voy a suponer que van a virar al oeste, hacia el río Lis, de modo que vamos a ver si podemos tomar un atajo para interceptarlos.
—¿Y si en lugar de eso se refugian en Mulmaster? —preguntó Andurth.
—No creo que Kamoth se arriesgue a quedar atrapado en el estrecho puerto de Mulmaster. Sabe que el Dragón Marino no tardará en salir en su persecución. Si va hacia el este, corre el riesgo de ser atrapado en el Galennar, con el viento a nuestro favor. —Geran sacudió la cabeza—. Además, tengo la sensación de que dispone de algún lugar donde ocultarse cerca de las Garras de Umberlee. —Recordó la sorprendente rapidez con que había aparecido el Reina Kraken cuando él navegaba con Narsk y acudieron al encuentro con el jefe de la Luna Negra.
Mantuvieron su rumbo sur-sudoeste casi todo el día sin avistar al barco insignia de los piratas. Al atardecer, Sarth se recluyó en el camarote del capitán para repetir su adivinación, e informó de que el Reina Kraken estaba efectivamente al oeste, a no más de treinta kilómetros de ellos.
Geran volvió a apostar por una carrera hacia el norte y vuelta para conseguir la mejor velocidad posible hacia el oeste con el viento, y mantuvo la persecución toda la noche y la mañana que siguió. Poco después del mediodía del día siguiente a su partida, se oyó el grito desde la cofa del vigía:
—¡Barco a la vista! ¡Dos puntos a babor de la proa, casco abajo!
Geran corrió al castillo de proa y miró por encima de la borda. A duras penas pudo distinguir el extremo de la velas delante de ellos. Hamil se unió a él, trepando por los flechastes del mastelero de velacho para tener mejor perspectiva. El halfling tenía una vista muy aguda, pero después de escudriñar atentamente un buen rato se encogió de hombros.
—No estoy seguro de que sea Kamoth —dijo.
—Coincide con la posición que sería de esperar si Kamoth fuera hacia las Garras, pero tendremos que acortar la distancia para estar seguros. —Geran estudió las lejanas velas un instante y tomó una decisión—. Voy a suponer que es el Reina Kraken e iré tras él. Ahora que lo tengo a la vista no quiero volver a perderlo.
La tarde parecía arrastrarse mientras ellos iban acortando lentamente la distancia que los separaba del otro barco. Geran se contenía de pasearse por cubierta y de dar cualquier otra muestra de ansiedad ante la tripulación, pero tenía que emplear en ello toda su fuerza de voluntad. Andurth llevaba el barco mucho mejor de lo que podría haberlo hecho él, y estaban consiguiendo la mejor velocidad posible. Él se limitó a acodarse en la borda, cerca del timón, y pronunciar silenciosamente plegarias a todas las deidades de la misericordia y la suerte que le venían a la cabeza, confiando en que Mirya y su hija simplemente fueran retenidas en el barco sin ser sometidas a ningún tormento. La mera idea de que Mirya fuera herida o muerta por Kamoth y sus asesinos le helaba el corazón. No sabía qué sentía por ella.
Sinceramente, no tenía derecho a su amor, y no se le ocurría ninguna manera de poder ganársela de nuevo, no después de los años que se habían interpuesto entre ellos y de lo mal que se lo había hecho pasar, pero estaba dispuesto a llegar al fin del mundo y a dar su vida por devolverla a casa sana y salva.
—Sergen sabe lo que vale, Geran —le dijo Hamil en voz baja.
Geran volvió en sí y miró a su amigo.
—¿Qué?
—Mirya. Veo que estás mortalmente preocupado por ella. Sergen tiene que reconocer su valor como rehén. Sería un tonto si le hiciera daño sin tratar de usarla contra ti. No le sucederá nada mientras crea que puede serle útil. —Hamil se estiró para ponerle una mano sobre el hombre—. Sergen está totalmente podrido, pero no es tonto.
—Te entiendo —respondió Geran—, pero eso no significa que Sergen vaya a tratarla bien ni a protegerla de Kamoth. Tal vez no dependa de él.
—Esperemos lo mejor, Geran. No tiene sentido ponerse a pensar en las alternativas.
Geran dio un resoplido.
—¿Y desde cuándo eres tú tan optimista?
—No dejes que nadie más lo sepa. Tengo una fama de cínico que mantener. —Hamil ladeó la cabeza para mirar al barco que tenían delante y se permitió una sonrisita—. Creo que es el Reina Kraken. Ahora se pueden distinguir el casco negro y el dorado de la popa.
Geran miró con más atención y decidió que Hamil tenía razón. Estaban persiguiendo al Reina Kraken más o menos directamente hacia poniente, ciñéndose al viento todo lo que podían, pero estaba claro que iban acortando distancias. El gran barco pirata no era ni tan ágil ni tan rápido como el Tiburón de la Luna, y el Dragón Marino tenía una notoria ventaja sobre su presa.
—Me viene a la cabeza un dicho del Mar de las Estrellas Caídas: una persecución dura es una persecución larga. Pero podemos ganarle la carrera, y pienso que lo haremos en un par de horas.
—Se nos echa encima la tarde —le advirtió Hamil—. Podríamos quedamos sin luz antes de cazar a Kamoth.
—¿Ves? Ahí está el aguafiestas al que estoy acostumbrado.
Por supuesto que a él también se le había ocurrido, pero el cielo estaba despejado y las primeras horas de la noche estarían iluminadas por una media luna. Pensaba que podrían seguir teniendo el otro barco a la vista siempre y cuando estuvieran a tres o cuatro kilómetros de él. Si no podían darle alcance antes de que se pusiera el sol, confiaba en poder hacerlo a primera hora de la noche.
La distancia se fue estrechando constantemente a lo largo de la tarde, hasta que el crepúsculo encontró al Dragón Marino a poco más de un kilómetro y medio de su presa. Era evidente que el que tenían a la vista era el barco de Kamoth; al frente, en el horizonte, asomaban del agua los aguzados pináculos de las Garras de Umberlee. El barco pirata tendría que intentar pronto alguna maniobra para despistar al Dragón Marino si no quería enfrentarse a un combate.
Geran se tomó un cuarto de hora para meterse en su camarote, comer unos bocados y colgarse a la cintura su acero elfo. Le sentó bien la espada en la mano después del alfanje pesado y mal equilibrado que había tenido que usar a bordo del Tiburón de la Luna. Acto seguido subió corriendo a la toldilla. El Reina Kraken mantenía el rumbo directamente hacia las pétreas columnas, como si fueran un refugio en el que el barco hulburgués no se atrevería a entrar.
A Geran aquello no le gustaba nada. Kamoth tramaba algo, estaba seguro. Le hubiera gustado tener a Tao Zhe a su lado; no era probable que el cocinero pudiera adivinar las intenciones de Kamoth, pero debía conocer esas aguas mejor que él. No obstante, Tao Zhe se había quedado en Hulburg, ya que Hamil le había ofrecido al viejo shou un puesto en la Vela Roja antes de hacerse a la mar.
—Sigue persiguiendo al Reina Kraken, pero atento adónde nos conduce —le dijo a Galehand—. Pasa la voz de que se preparen para combatir.
—Sí, señor —respondió Galehand.
El enano transmitió con su voz ronca las órdenes en cubierta, y los marineros y hombres de armas del Dragón Marino se dispusieron a ocupar sus puestos de combate. Los hombres de la Guardia del Escudo y los mercenarios que iban a bordo se colocaron sus armaduras, descubrieron la catapulta de proa y montaron las ballestas en los soportes que había sobre la borda.
El Reina Kraken seguía su carrera, apenas fuera del alcance de las ballestas, pero las Garras de Umberlee se cernían allá adelante. El barco pirata pasó temerariamente entre dos promontorios sin reducir la velocidad y se dirigió al estrecho paso que había entre dos de las grandes columnas pétreas.
—Se está metiendo por un estrecho canal, señor —advirtió Andurth.
—Síguelo —ordenó Geran—. Si hay agua suficiente para que pase la quilla del Reina Kraken, también la hay para nosotros.
—Vale, señor —dijo el oficial de derrota. Hizo una mueca, pero no dijo nada más y se puso de pie junto al timonel.
El Dragón Marino se lanzó entre las dos enormes columnas, a apenas doscientos metros detrás del Reina Kraken. Bajo la pálida luz de la luna que asomaba ya, Geran pudo ver figuras oscuras en la toldilla del barco enemigo, probablemente Kamoth, Sergen y los oficiales de la nave. Esbozó una amarga sonrisa. Casi habían atravesado las Garras, y al otro lado no había nada más que mar abierto, ningún lugar donde pudiera ocultarse un barco pirata y nada que les permitiera demorar lo inevitable.
Estaba a punto de ordenar a sus arqueros y ballesteros que probasen el alcance cuando el Reina Kraken empezó a elevarse del agua.
—¿Qué demonios…? —murmuró Andurth junto a él.
Entre los soldados reunidos en cubierta se oyeron gritos de alarma y de consternación. Bajo la luz de la luna, el casco negro y las velas rojas del barco pirata parecieron rodearse de un resplandor plateado. Del casco brotaron aletas o velas luminosas que parecían las alas transparentes de una enorme libélula. La galera pirata se elevaba cada vez más sobre las aguas, hasta que apenas rozaba ya las crestas de las olas. Y entonces, sorprendentemente, se levantó hacia el cielo. Se ladeó suavemente a babor, dando la impresión de que iba a escorarse por efecto de una fuerte brisa, y Geran vio cómo el timón cambiaba de dirección en el aire. El barco corsario dio la vuelta, pasando unos cientos de metros al sur del Dragón Marino y a la altura suficiente como para sobrevolar la más alta de las Garras, y afirmó su rumbo poniendo proa hacia la luna en el cielo sudoriental.
—Vaya, eso sí que no me lo esperaba —murmuró Hamil, atónito—. Supongo que ahora sabemos cómo aparecía y desaparecía el Reina Kraken.
Geran se quedó mirando el barco volador mientras subía cada vez más deprisa y se alejaba del agua. Por debajo de su negro casco, la luz de la luna bailaba formando un camino plateado sobre el mar oscuro. Él y el resto de los tripulantes reunidos en la toldilla estaban tan asombrados que el vigía de proa tuvo que gritar tres veces para llamarles la atención.
—¡Roca a proa! ¡Virad el barco! ¡Virad el barco!
Andurth arrancó la vista del espectáculo del barco pirata que se alejaba y volvió a mirar hacia adelante. Con una maldición sobresaltada, el oficial de derrota saltó encima del timón y viró abruptamente a la derecha. El Dragón Marino dio una fuerte sacudida, y al encarar el viento las velas se agitaron ruidosamente, pero el barco sorteó el desigual promontorio en que había estado a punto de estrellarlo el Reina Kraken. El casco crujió al rozar por un pavoroso instante una roca sumergida, pero estaba a profundidad y distancia suficientes a babor para permitirle chocar con ella y apartarse en lugar de abrir una vía en el casco. No obstante, el impacto hizo caer a la tripulación al suelo y que se soltaran los estays y las jarcias. Entonces Andurth dio un viraje en sentido contrario, aprovechando el impulso que le quedaba al barco para recapturar el viento mientras la roca asesina pasaba por debajo del costado de babor.
—Ese bastardo de negro corazón lo hizo a propósito —musitó el enano—. Trató de conducirnos directamente a lo más escabroso, y ocultó esa roca con su propio casco hasta el último momento.
El mago de la espada lanzó un suspiro de alivio y dio un apretón al enano en el hombro.
—Bien hecho, maese Andurth. Podría haber sido un desastre. —Echó una última mirada al Reina Kraken que seguía su marcha ascendente por el cielo nocturno—. Sácanos de las inmediaciones de las Garras y pon rumbo sudeste. Al parecer es hacia allí a donde se dirige el Reina Kraken.
—¿Y exactamente cómo te propones seguirlo? —preguntó Hamil—. A la velocidad que lleva, no creo que continuemos teniéndolo a la vista mucho tiempo.
—No lo sé —respondió Geran.
Mirya y Selsha iban a bordo de ese barco. Pasara lo que pasase, escapara Kamoth a donde escapase, iba a seguirlo. Se resistía a abandonarlas a la suerte que Sergen y su padre les tuvieran reservada.
—Encontraré una manera. Tengo que hacerlo.