QUINCE

8 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)

El Reina Kraken pasó los Arcos del puerto de Hulburg una hora después de medianoche. Sus remos la impulsaban con entusiasmo mientras embestían las olas orladas de espuma y la lluvia arremolinada por el viento. Tras él venían el Audaz, el Wyvern y el Lobo de Mar… En total, casi quinientos corsarios de la Luna Negra sedientos de sangre y ansiosos de violar y saquear. Se veían pocas luces en la ciudad, apenas un puñado de candiles en las calles y algún que otro farol a la puerta de las tabernas o de un astillero. Sergen Hulmaster puso la mano como visera para protegerse del viento y de la lluvia mientras miraba ansioso hacia la costa. Si hubiera llegado a Hulburg algún aviso del ataque de la Luna Negra, lo lógico sería que hubiese filas de guardias del Escudo y de mercenarios de las compañías mercantiles, e incluso las ridículas compañías de milicianos de la Lanza estarían esperando en los muelles para repeler el ataque. Sin embargo, las calles que daban al mar parecían abandonadas.

Sergen sonrió para sus adentros.

—Tenías razón, padre —dijo—. Creo que los hemos sorprendido.

Teniendo en cuenta la misteriosa ausencia del Tiburón de la Luna, se había pasado los cuarenta y cinco minutos de veloz carrera desde la ruinas de Seawave tratando de acallar sus funestas dudas sobre el éxito de la empresa. Aquello le había parecido un mal presagio para empezar la noche, y le había insistido a su padre para que esperasen, pero Kamoth estaba impaciente por lanzar el asalto, preocupado por la perspectiva de que el tiempo empeorara haciendo imposible atacar en el momento oportuno y permitiendo que descubrieran a la flota.

El capitán supremo sonrió ferozmente, desafiando al destino.

—¡Por supuesto que tenía razón! —dijo—. Tú no tienes agallas para estos embates, Sergen. La precaución y la previsión están muy bien, pero a veces hay que echar la suerte al viento y ver lo que nos trae.

Kamoth extendió los brazos, para permitir que los marineros que lo atendían terminaran de atar su armadura escarlata. Estaba hecha a modo de un largo jubón formado por escamas de pez, con adornos que imitaban aletas en las articulaciones y un yelmo que llevaba grabada la forma de una serpiente marina con largos colmillos y dejaba la cara al descubierto.

Sergen miró su propia armadura, una ligera cota de malla debajo de una resistente capa de cuero.

—Espero que no echemos de menos la ayuda del Tiburón de la Luna. Otros setenta hombres contribuirían a fortalecer mi confianza.

Kamoth alzó hacia el cielo uno mano cubierta por el guantelete.

—Es posible, pero el viento y el tiempo nos favorecen demasiado como para esperar a ese rezagado de Narsk, muchacho. Una rápida carrera desde el punto de encuentro, una noche oscura para impedir cualquier intento de organizar la defensa de la ciudad, y una huida veloz cuando sea el momento. ¡El Príncipe de los Demonios beberá hasta hartarse esta noche!

Sergen asintió, pero sin responder. Hacía tiempo, Kamoth lo había consagrado al servicio del señor de los demonios, Demogorgon, pero él, en su exilio, jamás había visto las ventajas de postrarse ante altares manchados de sangre. Le bastaba con dejar que su padre glorificara a Demogorgon como se le antojase mientras no esperara lo mismo de él.

—¿Alguna señal del Dragón Marino? —les preguntó a los vigías.

—No, lord Sergen.

Superado por cuatro a uno, el Dragón Marino no habría durado mucho en un enfrentamiento con la flota de la Luna Negra, pero Sergen sabía que no debía menospreciar a su hermanastra, Kara, ni a su medio primo, Geran. Ya lo había hecho unos meses atrás y le había costado el trono de Hulburg, la amistad de los mulmasteritas y fortuna y poder considerables, y a punto había estado de costarle la vida. Con su único barco de guerra, se las habían arreglado para causarle más problemas de los que habría sido dado imaginar en cualquier mundo razonable.

—Pero si no está aquí, ¿dónde está entonces? —se preguntó en voz alta, y otra vez empezó a preocuparse.

—Probablemente tratando de encontrar nuestro rastro en las aguas de los confines occidentales —respondió Kamoth.

El capitán supremo acabó de ponerse la armadura y comprobó su idoneidad dándose varios golpes en los hombros y en el pecho. A continuación, se aproximó a la borda y miró a los demás navíos que entraban en el puerto en pos del Reina Kraken.

—¡Da la señal! —le dijo al marinero que estaba allí de pie.

El sujeto alzó por encima de la barandilla de popa un farol ojo de buey que tenía un cristal teñido de rojo. Abrió y cerró el portillo tres veces. Desde las toldillas de los otros barcos recibieron una señal idéntica a modo de respuesta. La flota se dividió al dirigirse cada barco al punto de atraque que se le había asignado.

—Maldito sea el Tiburón de la Luna y maldito sea ese necio de Narsk —musitó Kamoth—. Espero, por su bien, no tener motivo para pensar que más me habría valido esperar al quinto barco.

—Es posible que lo haya demorado el tiempo, capitán supremo —dijo el segundo de a bordo del Reina Kraken—. Tal vez esté apenas una hora por detrás de nosotros.

—¡Más le valdrá, o la próxima vez que lo vea, juro que lo ataré al palo mayor con sus propias tripas y lo dejaré a merced de las gaviotas! —Kamoth volvió al timón y echó una mirada hacia adelante por encima de los remeros—. ¡Despacio a estribor ahora, timonel! Ahí. ¡Vía! Bien… Bien… ¡Que paren los remos! ¡Recoged remos!

El Reina Kraken se deslizó hacia adelante llevado por el impulso, costeando próximo a los muelles de la ciudad. El muelle abandonado de los Veruna era el objetivo de Kamoth, y el viejo pirata guió a su barco con mano experta. A Sergen le pareció demasiado rápido, y subrepticiamente se afirmó en la borda, pero entonces grupos de marineros saltaron a la escollera con cuerdas de amarre, controlando a la gran galera con el pesado crujir de los cabos tensos y de los pilotes de madera. Todo el muelle se sacudió cuando el Reina Kraken se detuvo por fin.

—¡Bien hecho! —gritó Kamoth—. ¡Ahora, adelante! ¡Ya podéis tomar la ciudad!

Con un coro desenfrenado de juramentos, risotadas y gritos de batalla, la tripulación del Reina Kraken saltó por la borda y corrió hacia el interior de la ciudad. El propio Kamoth sonrió una vez a Sergen y siguió a sus hombres con un cruel alfanje reluciente en la mano.

Sergen reunió a Kerth y al resto de sus guardaespaldas mágicamente vinculados y se dirigió con mayor resolución hacia las calles de la ciudad. No veía ninguna necesidad de asesinar, saquear ni violar a nadie; era un hombre muy rico, y podía conseguir todas las mujeres que quisiera. La tarea que le habían asignado esa noche era detectar cualquier resistencia y dirigir a los corsarios de la Luna Negra a puntos conflictivos. Si su padre quería liderar desde el frente y dar a sus hombres ejemplo de conducta sanguinaria, era cuestión suya. Sergen quería asegurarse de que el ataque tuviera sobre Hulburg los efectos que él deseaba, ni más ni menos.

Resonaron los primeros gritos en la noche, seguidos del entrechocar de aceros. La ciudad dormida se llenó de llamadas de alarma. No era exactamente el regreso triunfal a Hulburg que Sergen había soñado para sí durante los largos meses de exilio en Melvaunt, pero no pudo reprimir una sonrisa de depredador. Era, tal vez, el enemigo más peligroso de los Hulmaster, el hombre que había estado más cerca de desbancar al harmach en los últimos cien años, y al menos por esa noche deambulaba por las calles con total impunidad. Pensó que a Geran y Kara les daría un ataque si llegaran a saber que estaba allí observando el saqueo del puerto. El olor a humo le llenó las fosas nasales y el feroz resplandor del fuego empezó a verse en los callejones y en las tortuosas calles.

—Esto podría ser incluso mejor de lo que pretendía —dijo.

—No para los hulburgueses —respondió su guardaespaldas Kerth con una mueca feroz.

—Es el coste que debo pagar para destronar al harmach, Kerth. Los hulburgueses se lo buscaron cuando Geran y Kara arruinaron mis planes.

Sergen estudió el espectáculo un momento más y después volvió a la base de la escollera donde estaba amarrado el Reina Kraken. Docenas de corsarios esperaban allí ansiosamente, vitoreando encantados cuando se incendiaba otro edificio y gritando para alentar a aquellos de sus compañeros a los que veían. Uno de cada cinco hombres de los cuatro barcos había recibido órdenes de reunirse en ese punto para formar una poderosa reserva por si los hulburgueses conseguían organizar alguna defensa inesperadamente férrea de su ciudad o decidían tomar venganza contra los barcos piratas. Por supuesto, aquello había sido una contribución de Sergen al plan de ataque de Kamoth. Ninguno de los marineros a quienes se había asignado esa obligación estaba contento con ella, ya que querían quedar liberados para tomar parte en el saqueo. Sin embargo, a Sergen lo complacía ver que la mayoría de los hombres prometidos realmente habían acudido a realizar su trabajo.

—¿No podemos echar una mirada en esos almacenes de allí? —preguntó uno de los corsarios de la reserva, señalando al otro lado de la calle—. No estaremos lejos, lord Sergen.

—¿Y qué diría el capitán supremo si requiriera vuestra ayuda y hubierais ido por ahí a llenaros los bolsillos? —respondió Sergen—. Creo que yo en vuestro lugar recordaría mis órdenes. Si todo sale bien, os relevarán en una hora y os llegará el turno de disfrutar de la ciudad.

El pirata pareció decepcionado, pero no siguió discutiendo. Sergen decidió echar una mirada por los alrededores para ver si había algo en que pudiera poner a trabajar a la reserva, y condujo a su pequeño grupo de guardaespaldas por la calle de la Bahía, buscando alguna señal de posibles problemas. Las bandas de piratas corrían de un edificio a otro, algunos con los brazos ya cargados con los beneficios del botín. Primero buscó en el almacén de los Marstel y comprobó con alivio que los corsarios de la Luna Negra lo habían dejado intacto, como debía ser. Después se dirigió una manzana más adentro y caminó hacia el este por la calle de la Carreta, donde otros piratas hacían su trabajo. Con una mueca pensó que no favorecería sus planes que arrasaran la ciudad. Quería que algo quedara en pie, después de todo.

Un poco más adelante, el ruido de las armas era más intenso, mucho más intenso. Sergen frunció el entrecejo y corrió hacia allí para echar un vistazo. Llegó a la intersección de la calle de la Carreta y la calle Mayor, el corazón del distrito comercial de la ciudad, y vio allí una sólida falange de la mismísima Guardia del Escudo del harmach. Una pequeña compañía de unos treinta o cuarenta soldados hulburgueses se iba abriendo camino calle abajo, empujando a los piratas hacia el puerto. Sergen hizo un gesto de contrariedad ante la muestra de precoz resistencia. La compañía de guardias estaba interfiriendo sus planes largamente acariciados de humillar a Hulburg, y eso no le gustaba nada. Había que derrotarla, y cuanto antes mejor.

—¡Malditos sean! —dijo con rabia—. ¿De dónde han salido?

—Supongo que es sólo casualidad —respondió Kerth. Se puso por delante de Sergen y observó con nerviosismo a los soldados, que se aproximaban—. Parece que no todos los soldados del harmach estaban dormidos esta noche. Son demasiados para nosotros, lord Sergen. Será mejor que nos movamos.

—De acuerdo —dijo Sergen.

Con expresión reconcentrada se recordó que ningún enfrentamiento armado salía exactamente como se había planeado. Era de esperar que algunos de los defensores de la ciudad organizaran una breve resistencia; por fortuna, la Luna Negra estaba preparada para ellos.

—Volveremos atrás, hacia los muelles, y recurriremos a la reserva para repeler a ésos.

Dieron la vuelta y retrocedieron por la calle de la Carreta hasta la intersección con la del Tablón, y allí también encontraron lucha. Una gran masa de hulburgueses, la mayoría vestidos a la carrera con viejas cotas de malla o chalecos de cuero, defendían la calle del Tablón contra los piratas, y también avanzaban hacia el puerto. Era otra muestra más del tipo de resistencia que Sergen había confiado vencer con la sorpresa inicial del ataque de la Luna Negra, y tomó nota para mandar también allí más piratas; pero una oscura sospecha se abría camino dentro de él.

—No me gusta el aspecto de esto —le dijo a Kerth—. ¡Vamos!

Volvió atrás por el callejón que había al sur de la calle de la Carreta, y a la carrera se dirigió hacia el oeste para evitar a la compañía de la Hermandad de la Lanza. En la plazoleta que había junto al edificio del Consejo, se encontró con un vigoroso destacamento de mercenarios de la Doble Luna y de la Casa Sokol que montaban guardia, y maldijo con rabia. Había demasiados soldados y mercenarios listos para combatir en las calles de la población. Unos pocos eran previsibles, pero al parecer había compañías de hulburgueses y mercenarios por toda la ciudad.

—¡Por la mano negra de Bane, nos estaban esperando! ¡Sabían que veníamos! —gruñó.

—¿Crees que es una trampa, milord? —preguntó Kerth.

—No tengo ni idea, pero nos enfrentamos a una batalla.

Sergen se volvió hacia el puerto y esa vez salió corriendo. Al pasar, gritaba a las bandas de piratas que lo siguieran; algunos obedecían, y otros no le hacían el menor caso, pero no tenía tiempo para discutir. Salió a la calle de la Bahía y volvió corriendo junto a los corsarios que esperaban en el muelle donde estaba amarrado el Reina Kraken. Rápidamente envió a la mitad de ellos por la calle del Tablón para dispersar a la milicia, y despachó mensajeros para reunir a las bandas dispersas de corsarios. Era necesario reunir a las fuerzas de la Luna Negra o se enfrentarían divididas en grupos de cuatro o cinco a los defensores de la ciudad. Después envió a otro hombre a tocar la campana del Reina Kraken como señal de un repliegue general: tres campanadas, una pausa y otras tres, repetida varias veces. Los piratas empezaron a volver hacia los barcos.

Reluciente en su armadura de escaleras color escarlata, Kamoth apareció a la carrera desde un callejón, seguido por una docena de sus matones. Se dirigió, airado, hacia Sergen.

—¿Has ordenado que tocaran la campana del barco? —le reprochó—. ¡Si no llevamos ni media hora aquí! ¿Qué sucede?

—¡Hay compañías de hulburgueses taponando las calles que llevan al puerto! —le dijo Sergen a su padre—. Quieren atraparnos aquí junto a los muelles. ¡Nos estaban esperando!

—Entonces, ¿por qué no nos han esperado en el puerto? ¿Por qué no está aquí el Dragón Marino? —Kamoth hizo una mueca furiosa mientras sopesaba la situación—. ¿No me dijiste que tu aliado en la ciudad nos advertiría en el caso de que el harmach se enterara de nuestro plan?

Sergen se paró un momento a pensar en eso.

—Sí, eso dije —admitió.

Rhovann estaba bien introducido en el Consejo del Harmach. De haber estado enterado el harmach del inminente ataque, el mago elfo se lo habría hecho saber. Lo cierto era que habían tomado medidas para una eventualidad como ésa.

—Deben de haberlos advertido poco antes de que hayamos llegado —concluyó—. No han tenido tiempo para reunir el Consejo del Harmach ni para planear una defensa más contundente, y mi aliado no ha tenido ocasión de ponerse en contacto conmigo. Es una defensa improvisada.

Kamoth se volvió hacia Sergen con una sonrisa asesina.

—Entonces, no tiene importancia que les hayan avisado. Los guardias del harmach estarán dispersos por toda la ciudad tratando de cogemos junto al puerto. Los aplastaremos calle por calle y al amanecer la ciudad será nuestra. ¿Dónde están?

—He visto destacamentos en la calle Mayor, y en las del Tablón y el Pez. Acabo de enviar a cincuenta corsarios por la calle del Tablón para dispersar a la Hermandad de la Lanza allí reunida. Imagino que también los habrá bloqueando el Puente Bajo.

—Bien. Tú te quedas aquí y reúnes a todos los piratas que acudan a tu llamada. Yo me llevaré a los que tienes ahora y saldré al encuentro de la Guardia del Escudo.

Kamoth se acercó más y asió a Sergen por un hombro, clavándole sus dedos cubiertos de acero en la carne mientras bajaba el tono de la voz. Sergen trató de desasirse con un gesto de dolor.

—No vuelvas a tocar esa maldita campana a menos que veas en el puerto la flota de Hillsfar, muchacho. No quiero tener que dejar lo que estoy haciendo cada vez que te asustes.

Sergen hizo una mueca, pero no protestó. Si tenía que proteger a Kamoth de su propia temeridad lo haría, por más furioso que se pusiera. Observó mientras el capitán supremo reunía a los corsarios y salía a la carrera hacia el centro de la ciudad. Mientras tanto, los piratas iban llegando en cuentagotas al muelle. Furioso por la insinuación de cobardía de su padre, se paseaba arriba y abajo por el muelle, tratando de dominar su ira.

—Lord Sergen, alguien pregunta por ti… Un elfo. —Un marinero del Reina Kraken estaba allí con la gorra en la mano.

—¿Rhovann? —murmuró Sergen.

Se preguntó qué querría de él el mago. No habían hecho planes para encontrarse durante el ataque; claro estaba que Sergen tampoco sabía con certeza si acompañaría o no a la Luna Negra en su ataque contra Hulburg.

—Tráelo aquí —le dijo al mensajero.

Esperó en la escollera, escuchando los ruidos de lucha que llegaban de todas las calles de Hulburg. Se veían media docena de incendios considerables dispersos por toda la ciudad. Si la noche no hubiera sido tan húmeda, se habría perdido todo al oeste del Winterspear. Tal como habían resultado las cosas, creía que los habitantes conseguirían salvar la mayor parte de la ciudad. Entonces, apareció Rhovann Disarnnyl en medio de la lluvia y el humo, vestido con una capa larga con capucha. Detrás de él había una figura enorme del tamaño de un ogro, cubierta con un sayal marrón también con capucha. Las manos de la criatura eran pálidas, casi cerúleas. Llevaba a dos cautivas con las manos atadas: una niña de cabello oscuro que no tendría más de diez años, y una mujer con el mismo color de pelo y vestida de azul a quien Sergen reconoció como Mirya Erstenwold.

Se dio cuenta de que la niña debía de ser su hija. ¿Qué haría Rhovann con Mirya como prisionera? Sin duda, tenía valor como prisionera, pero ignoraba que el mago elfo conociese siquiera su existencia.

—Buenas noches, lord Sergen —dijo Rhovann. Le dirigió una sonrisa forzada—. Veo que has traído a tus amigos contigo.

—Lord Disarnnyl —respondió Sergen—. Me sorprende verte por aquí. Suponía que estarías a buena distancia de Hulburg. Después de todo, no hay seguridad en las calles.

—Bastion, este corpulento amigo que ves aquí, me evita muchos problemas —respondió Rhovann.

Sergen alzó la vista hacia la enorme figura encapuchada y atisbó una cara pálida debajo de la capucha. Unos ojos sin brillo, sin vida, le devolvieron la mirada. Se dio cuenta de que era un ingenio o un golem de algún tipo, probablemente fruto de la magia de Rhovann. El mago elfo le indicó a su enorme guardián que dejara a sus prisioneras en el suelo.

—Tengo un problema…, dos problemas en realidad, de los que espero que te hagas cargo —añadió.

—Ya veo.

Las dos Erstenwold parecían estar inconscientes, aunque los párpados de Mirya se movían y en su cara había un rictus de preocupación. Las dos estaban amordazadas.

—¿Qué quieres que haga con ellas exactamente?

—Mirya tuvo la mala idea de espiarme durante una conversación confidencial. La pequeña tuvo la mala suerte de estar en casa cuando Bastion y yo fuimos a por su madre. Ambas han visto demasiado como para permanecer en Hulburg. Puesto que sin duda la Luna Negra se llevará a algunas personas por la mañana, pensé que podrías sumarlas a vuestro botín.

—Como sabes, hay una alternativa mucho más simple.

—Por supuesto, pero yo no soy un vulgar asesino. Estas dos no son mis enemigas y para mí serán inofensivas en cuanto os las llevéis de Hulburg. —Rhovann echó una mirada a las Erstenwold inconscientes que ahora estaban echadas una junto a la otra en la madera del muelle, resbaladiza por la lluvia—. Además, son muy caras a Geran Hulmaster. Puede resultar muy útil mantenerlas con vida mientras él esté en libertad.

Sergen frunció los labios. No tenía ningún interés en cargar con un par de cautivas, y no era tan escrupuloso como al parecer lo era Rhovann sobre esas cuestiones, pero su aliado elfo tenía razón sobre su potencial utilidad. Aunque sólo fuera vendiéndolas como esclavas en las tierras del Mar Interior podría dar un tinte más cruel a la venganza contra su enemigo que matarlas sin más. Vivas eran mucho más útiles contra Geran de lo que podían serlo muertas.

—Tienes razón —le reconoció a Rhovann—. Puede llegar el día en que tenga que tender una trampa, y estas dos podrían ser un buen cebo. Si haces el favor, dile a tu corpulento amigo que las recoja y seguidme.

Rhovann hizo un gesto, y Bastion, silenciosamente, volvió a levantar a Mirya y a su hija. La criatura siguió a Sergen y a Rhovann al muelle donde estaba amarrado el Reina Kraken y se las entregó a la tripulación corsaria cuando Rhovann le indicó que lo hiciera.

—Encerradlas en mi camarote por el momento —les dijo Sergen a los piratas. Habría muchos otros cautivos en la bodega del barco, y no sabía exactamente qué hacer con las Erstenwold.

—¿Alguna otra cosa? —le preguntó a Rhovann.

—No, debo volver a mis habitaciones y recuperar mi disfraz. —Rhovann hizo un gesto despectivo—. Te informaré de las decisiones del harmach en cuanto pueda. Espero saber algo mañana por la noche.

—Muy bien —respondió Sergen—. Yo…

Desde la cubierta, a sus espaldas, llegó un grito:

—¡Un barco está entrando en el puerto!

El grito del vigía hizo que Sergen y Rhovann se volvieran.

—¿El Dragón Marino o el Tiburón de la Luna? —se preguntó Sergen en voz alta.

Subió a la toldilla del Reina Kraken y miró hacia el mar. Rhovann lo seguía a pocos pasos. A la escasa luz que proyectaban los incendios de la ciudad pudieron distinguir el casco largo y bajo, color escarlata, de una galera menor que entraba en el puerto, batiendo los remos vigorosamente.

—¡Es el Tiburón de la Luna! —gritó el vigía.

—Ya era hora —comentó Sergen.

Le importaba poco que la incursión acabara en éxito o en fracaso, pero era muy importante preservar la fuerza de la Luna Negra, con independencia de lo que sucediera allí esa noche.

Quizá Narsk llegaba con retraso, pero sus marineros podían inclinar la balanza a su favor en la batalla que se estaba desarrollando en los muelles de Hulburg. Como decían, «más vale tarde que nunca».

—Bien, con una hora de retraso, pero no cabe duda de que Narsk y sus hombres nos vendrán bien ahora.

El Tiburón de la Luna avanzaba hacia los muelles a velocidad de combate, esforzándose en los remos, como si estuviera ansioso de unirse a la refriega.

—Sin duda, está recuperando el tiempo perdido —señaló Rhovann—. Al parecer lo tenemos todo controlado aquí, y debo volver a mi lugar antes de que me echen de menos. Asegúrate de moderar a tus hombres. No queremos que arrasen la ciudad.

—Lo haré —murmuró Sergen sin apartar la vista del barco que se acercaba.

Narsk no se molestaba en virar a su izquierda para dirigirse al muelle vacío junto a los astilleros Sokol. Entraba en línea recta hacia la escollera central, donde estaban amarrados el Lobo de Mar y el Audaz. Sergen frunció el entrecejo y miró con más intensidad. La confiada sonrisa que lucía un instante antes se esfumó y dio un respingo al ver el barco de guerra que se aproximaba. Con un movimiento irregular habían alzado los remos y habían empezado a recogerlos.

—No puede ser —dijo Sergen—. ¡Narsk se ha vuelto loco!

Rhovann se detuvo al llegar a la escala y se volvió a mirarlo.

—¿Qué sucede?

Sergen estiró el brazo y señaló:

—No se pone a la par del Audaz. ¡Va a embestirlo!