DOCE

5 de Marpenoth, Año del Intemporal (1479 CV)

El aire frío y húmedo de la noche se arremolinaba en torno a Rhovann Disarnnyl mientras sobrevolaba los tejados de las miserables Escorias de Hulburg. Seguía manteniendo el aspecto de Lastannor, el mago turmishano que asesoraba a lord Maroth Marstel, y mientras surcaba como una flecha el oscuro cielo, su sayal marrón con capucha flotaba tras de sí. Era una ironía, pero había dedicado tanto tiempo y esfuerzo a cultivar la situación de Lastannor en esa miserable ciudad humana que no podía permitir que lo vieran yendo desde la villa de Marstel hasta el lugar al que se dirigía. Por eso había recurrido a un conjuro de vuelo para salir, sin que lo viera nadie, a ras del suelo, de sus habitaciones en la casa de Maroth Marstel y su intención era volver de la misma manera.

Había poca gente por ahí a esas horas, y estaba casi seguro de que nadie repararía en una forma silenciosa y oscura en el aire, sobre todo teniendo en cuenta que las escasas y mortecinas luces amarillas de las calles impedían ver si algo se movía en lo alto. Rhovann anduvo de un lado para otro por encima de las Escorias durante un momento para asegurarse de ir bien encaminado, y luego descendió hacia el edificio que buscaba. Sin el menor ruido se dejó caer desde el cielo nocturno hacia el callejón oscuro que había detrás de la destartalada posada y taberna que estaba buscando. Miró en derredor atentamente, consciente de que los ladrones y bandidos solían esconderse en sitios como ése para asaltar a los clientes borrachos que salían de las tabernas.

Por ahora, parecía que no había nadie más que él en el callejón. Como una bofetada lo asaltó el olor a basura y a letrinas, e hizo un gesto de asco. Los humanos —como mínimo, los pobres— eran una raza mugrienta, al menos para la vida a la que él estaba acostumbrado. Los elfos jamás habrían permitido semejante cosa en una de sus ciudades. No era la primera vez que maldecía la mala fortuna que había unido su destino a humanos zafios, groseros y malolientes, en lugar de compartir el de los cultivados Tel’Quessir a los que pertenecía. Habría sido mejor construir una torre solitaria en algún lugar remoto y desierto, y vivir recluido, que aceptar ese exilio permanente entre las ciudades grandes y pequeñas de la especie humana. En cuanto se produjera la caída de Geran Hulmaster, tal vez podría elegir el rumbo de su vida.

Con un suspiro se abrió camino por el callejón, giró a la izquierda y llegó a la puerta principal de la posada. Sobre la puerta colgaba un viejo y desvencijado cartel de madera en el que apenas se veían tres coronas de oro encima de unas espadas cruzadas. Rhovann miró a un lado y a otro de la calle antes de entrar. La taberna estaba junto al vestíbulo, y a través de las pesadas vigas de madera de la arcada de entrada pudo ver a docenas de humanos ocupados en beber, hasta perder el sentido, los peores brebajes que se puedan imaginar. Algunos alzaron la vista cuando entró, pero él iba bien oculto bajo su voluminosa capa. Sólo se veía un borde ensombrecido de piel oscura y áspera por debajo de la capucha, junto con una hirsuta barba gris con el corte cuadrado y falto de estilo de Turmish.

Rhovann paró con un toque de la mano a una de las mozas que pasaba rápidamente realizando un servicio.

—Un amigo me espera —dijo en voz baja—. Tiene que ser en un reservado. ¿Dónde está?

La moza alzó la mirada hacia él, y el miedo ensombreció su cara. Rápidamente se llevó un dedo a la frente y apartó la vista.

—Por aquí, si haces el favor, milord —dijo.

Lo condujo a través de la taberna a un pequeño comedor que había detrás de la sala común; llamó e indicó a Rhovann que entrara en la habitación. Dentro, sentado a un extremo de la mesa, esperaba un humano pálido, con una sombra de barba grisamarillenta debajo de la boca. Iba vestido como un jornalero.

—Aquí está tu invitado, milord —dijo la muchacha.

—Excelente —repuso el hombre pálido—. Tráenos una jarra de tu mejor vino, querida. Cuidado, que no sea de ese brebaje que soléis servir. Somos caballeros de buen gusto.

—Como desees, milord. —Y la chica partió con una inclinación de cabeza.

Rhovann entró en la habitación y cerró la puerta.

—¿No podríamos haber encontrado una taberna más desastrosa para nuestro encuentro, Valdarsel?

—Sé que no es gran cosa, pero aquí me conocen —replicó el hombre pálido con una sonrisa forzada—. Me parece que el propietario tiene el aspecto de servir al Sol Negro. Inspirado por su ejemplo, o puede ser que sólo por el miedo de perder su empleo, su gente hace con prontitud el trabajo de Cyric. Entienden mis exigencias y ponen cuidado en satisfacerlas. Y hablando de mis exigencias…

Rhovann buscó bajo su sayal y sacó una pequeña bolsa de cuero que tintineó suavemente. La puso sobre la mesa y la deslizó hacia el sacerdote de Cyric, que la sopesó y luego aflojó la cinta que la cerraba para espiar el interior. El mago estaba totalmente seguro de que Valdarsel ya recibía dinero de algún otro poder con intereses en Hulburg, pero estaba dispuesto a hacer como que no sabía nada si el cyricista lo consideraba oportuno. Además, ¿qué le importaba a él el dinero de Marstel?

—Es la suma habitual —le dijo Rhovann—. Cuéntala si quieres.

—Lo haré después —respondió Valdarsel, que volvió a atar las cintas de la bolsa y la deslizó en un bolsillo, debajo de su túnica—. Gracias, buen mago. Esto debería bastarme para reclutar y armar a otros cincuenta Puños Cenicientos, aunque probablemente necesitaré traer algunos de las ciudades vecinas. Por supuesto, me aseguraré de que los Puños Cenicientos no causen dificultades a la Casa Marstel.

—Por supuesto, aunque puede ser que llegue el momento en que te indique que organices las cosas para que algún daño selectivo recaiga sobre bienes de Marstel. No sería lógico que las propiedades de mi señor quedaran totalmente al margen de los desmanes de tu chusma. Eso podría despertar sospechas.

—Una sabia medida —comentó el cyricista—. Hazme saber cuándo y dónde quieres que den el golpe los Puños Cenicientos.

Se oyó a alguien llamar a la puerta que tenía a sus espaldas. La moza la abrió con cuidado y entró con una bandeja en la que había una jarra de vino, dos copas, una hogaza de pan negro y un buen trozo de queso. Lo dispuso todo en la mesa entre los dos hombres, sirvió vino en las dos copas y con una reverencia se retiró. Rhovann esperó que la puerta se cerrara antes de continuar.

—Traigo noticias que te van a interesar —dijo—. Alrededor de la medianoche de pasado mañana, la Hermandad de la Luna Negra atacará Hulburg. Tengo entendido que será una incursión importante, la más grande incursión pirata en el Mar de la Luna desde hace cien años: cinco barcos llenos de corsarios. Espero que causen muchos daños a los vecindarios próximos al puerto.

Valdarsel se lo quedó mirando un momento antes de recostarse en su silla con su copa de vino.

—¡Vaya! —murmuró—, ¿es que tus poderes mágicos te han revelado que este peligro se cernía sobre la ciudad?

Rhovann sonrió.

—Si quieres considerarlo así…

—¿Y por qué motivo me adviertes a mí del ataque?

—Después de una incursión devastadora, habrá furia y recriminaciones. La incapacidad del harmach para defender Hulburg de los ataques de los piratas del Mar de la Luna quedará al descubierto. Quiero que los Puños Cenicientos armen mucho jaleo a continuación, Valdarsel. Que haya disturbios en las calles y que se pida la cabeza del harmach Grigor.

Rhovann alzó su copa y dio un sorbo al vino. Oyó los pasos apresurados de la moza en la sala común, unos pasos ligeros sobre las tablas del piso, mientras que alguien empezaba a tocar un laúd con escasa fortuna.

—Cuando queden demostradas la incompetencia y la debilidad del gobierno de la Casa Hulmaster, el Consejo Mercantil no tendrá más remedio que despojar al harmach de su poder. Los Puños Cenicientos apoyarán con entusiasmo esta medida, por supuesto. En caso de que el harmach ofrezca resistencia, el poder combinado del Consejo Mercantil y de los Puños Cenicientos lo obligará a marcharse.

Valdarsel asintió para sí mismo, con los ojos fijos en los acontecimientos descritos por Rhovann.

—Es fácil ver lo que lord Marstel puede sacar de todo esto —dijo—, pero me parece a mí que los pobres y honestos extranjeros de las Escorias y de las fundiciones cambiarán un amo por otro. Los Puños Cenicientos pueden estar de acuerdo con la idea de desbancar a un gobierno incompetente, pero a continuación se volverán contra tu Consejo. Necesito algo más para satisfacer a la chusma.

Rhovann se encogió de hombros.

—Sin duda, quedarán algunos leales a los Hulmaster entre la población una vez desaparecido el harmach, especialmente entre los que se dicen nativos de Hulburg y poseen la mayor parte de las tierras de por aquí. Cuando se descubra que esas personas están conspirando para derrocar al Consejo y restablecer el gobierno del harmach, el Consejo puede tomar medidas muy severas contra ellos y confiscarles sus propiedades. Recompensa a los ciudadanos leales al Consejo con la tierra y los bienes de los hulburgueses, y creo que verás que los Puños Cenicientos se convertirán en entusiastas partidarios del nuevo régimen.

—No hará falta mucho para que los hulburgueses de fortuna sean culpados de resistencia a la autoridad del Consejo, ¿verdad?

—Es probable que se establezca una especie de procedimiento —replicó Rhovann.

—¡Ah, por supuesto! —Valdarsel sonrió como un lobo—. Se dice que los magos son sutiles y peligrosos, Lastannor. En tu caso, me parece que se quedan cortos. Un plan como el que propones enternece el corazón del Príncipe Negro, puedes estar seguro.

Rhovann inclinó la cabeza para agradecer lo que el cyricista había pretendido que fuera un cumplido. Era posible que el Consejo Mercantil por sí solo pudiera expulsar al harmach tras la incursión de la Luna Negra, pero tenía que asegurarse de que los Puños Cenicientos no interfiriesen. A decir verdad, no le importaba en lo más mínimo lo que le esperase a la ciudad ni a la chusma andrajosa de Valdarsel cuando se hubieran desembarazado de los Hulmaster. Esperaba sacudirse el polvo de Hulburg de las botas y jamás mirar atrás. Dejar la ciudad para que la hicieran pedazos entre todos —un idiota como Maroth Marstel, una víbora como Valdarsel y las bandas desesperadas de forasteros que merodeaban por los distritos más pobres— era un pequeño regalo más que le dejaría a Geran Hulmaster.

Volvió a prestar atención al sacerdote de Cyric.

—La incursión pirata depende del factor sorpresa. Si optas por sacar a tus Puños Cenicientos de su camino o prepararlos para que ataquen durante la situación de caos, asegúrate de reservarte los motivos.

El mago hubiera deseado no tener que confiar en Valdarsel, pero si no lo advertía sobre el inminente ataque, era muy probable que el cyricista acabara empleando a su ralea para algún fin antiproductivo. Sólo quedaba esperar que la recompensa resultase lo bastante tentadora para el sacerdote.

Valdarsel dio un resoplido.

—No soy tonto. —Bebió otro sorbo de su copa y luego asintió para sí mismo—. Creo que lo mejor será no decirle nada a mi gente. Podría aprovechar su auténtica indignación en los días siguientes. De hecho, casi prefiero que los piratas hagan algún daño en las Escorias y en el cabo Oriental. Unos cuantos secuestros o muertes no vendrían mal para calentar los ánimos.

—Considero que ésa es la opción más segura. Tú y yo somos los únicos en Hulburg que sabemos lo que pasará dentro de dos noches. Prefiero que siga siendo así. —Rhovann volvió a beber de su copa. El vino era exactamente lo que podía esperarse de un lugar como Las Tres Coronas. Se puso de pie—. Volveremos a hablar pronto.

Tenía la mano en el picaporte y se disponía a salir cuando oyó un golpe al otro lado de la pared donde estaba sentado Valdarsel.

—¡Eh, tú! —gritó claramente una voz al otro lado—. ¿Qué estás haciendo ahí? —Se oyó una respuesta amortiguada, otro par de golpes y nuevamente la misma voz—. ¡Vuelve aquí!

Rhovann se volvió hacia Valdarsel con repentina furia.

—¿Has hecho que alguien me espiara? —inquirió.

Valdarsel hizo caso omiso de sus palabras. Se puso también él de pie y miró la pared. El edificio de Las Tres Coronas era una construcción muy endeble y las paredes interiores eran poco más que una serie de tablones unidos por una burda capa de yeso. Valdarsel apartó airadamente varias sillas apoyadas contra la pared y quedó al descubierto un agujero del tamaño de una moneda en el yeso, un poco por encima del suelo.

—No he sido yo —dijo bruscamente—. Al parecer había un ratón en la pared.

Rhovann abrió de golpe la puerta y salió a grandes zancadas por la sala común, pero lo único que descubrió fue que la habitación que buscaba daba al comedor desde un corredor diferente. Emitió un gruñido y salió rápidamente en la otra dirección por el vestíbulo que unía la taberna con la posada, giró a la derecha y encontró un pasillo paralelo a la taberna. Un sirviente larguirucho, adolescente, estaba de pie frente a la puerta abierta de la despensa, con una pequeña barrica en los brazos. Rhovann lo hizo a un lado para mirar dentro de la despensa. Entre los barriles y barricas apilados vio el brillo de la luz que llegaba del comedor que estaba al otro lado, donde habían practicado un pequeño agujero. Incluso había una manta en el suelo.

Se volvió hacia el sirviente que seguía allí de pie.

—¿Quién estaba ahí dentro? ¿Adónde ha ido? ¡Habla, muchacho!

El joven lo miró con la boca abierta, hasta que pudo articular una respuesta.

—Era…, era una mujer, señor. Tenía el pelo negro y una capa azul. Abrí la puerta para sacar esta barrica y la encontré ahí, en el suelo, mirando a través de ese agujero. Ella ss…, se puso de pie y salió corriendo.

—¿Por dónde?

El chico señaló el pasillo que tenía detrás.

—Hay una puerta que da a ese callejón de atrás. La oí salir por ahí.

Rhovann corrió hasta el final del pasillo y salió al callejón oscuro que había detrás de la posada. Miró a la izquierda, después a la derecha, pero no vio ni rastro de su presa. Un momento después, Valdarsel apareció detrás de él.

—¿Ningún rastro de nuestro ratón? —preguntó.

Rhovann meneó la cabeza.

—No, se ha ido. El chico dijo que era una mujer de pelo negro con una capa azul.

Valdarsel se encogió de hombros.

—Podría ser cualquiera. ¡Maldita sea! ¡A las profundidades de Nessus con ella!

—Nadie me ha seguido hasta aquí ni sabía que fuera a venir —dijo Rhovann. Miró al cyricista—. Nuestro ratón te estaba espiando a ti, no a mí. Es posible que la gente de Las Tres Coronas haya llegado a saber de ti más de lo que quisieras.

—Vaya, puedes fiarte de mí; voy a interrogarlos con todo rigor. —El sacerdote aporreó el suelo con el pie y caminó en un pequeño círculo, tratando de recuperar la compostura—. Me pregunto cuánto habrá conseguido oír.

—Considera que lo ha oído todo hasta que tengamos motivos para creer lo contrario.

—Entonces, tenemos que encontrarla. Esta noche. —Valdarsel respiró hondo y miró a Rhovann—. ¿Conoces alguna técnica de adivinación que pueda ayudarnos?

—No, conjuro no, pero tal vez pueda hacer otra cosa.

Rhovann volvió adentro con el sacerdote pisándole los talones y entró en la despensa. El sirviente se había marchado; al parecer, había vuelto a la taberna con la barrica lo más pronto posible. Rhovann se arrodilló al lado de donde había estado la espía y pronunció las palabras de un conjuro luminoso para alumbrar la escena. Allí estaba la manta, una vieja manta de montar por lo que pudo ver, una pequeña vela en un soporte de hojalata y unos restos de pan y queso. Fuera quien fuese, había esperado un rato la llegada de Valdarsel. En ese momento, algo relumbró al darle la luz. Se agachó y recogió un fino cabello negro de la manta.

—¿Has encontrado algo? —preguntó Valdarsel.

Rhovann le mostró el cabello.

—Tal vez sea suficiente. Debo volver a mis habitaciones y hacer algunos preparativos.

—Entonces, ve deprisa. Debemos cazar a ese ratón antes de que hable. —El sacerdote sonrió con crueldad—. Mientras pruebas con tu magia averiguaré lo que pueda de los sirvientes de la casa. Alguien además del chico tenía que saber que estaba aquí.

—Muy bien —dijo Rhovann.

Salió a toda prisa al callejón y pronunció las palabras del conjuro de vuelo. Un instante después sobrevolaba los tejados dejando atrás el oscuro callejón que había detrás de Las Tres Coronas. Esa vez no tuvo que estudiar bien su lugar de destino; pudo ver las luces de la mansión de Marstel desde el momento mismo en que se elevó sobre los tejados de las Escorias. Con toda la velocidad que le permitía el conjuro, corrió de vuelta a la casa de lord Marstel, situada por encima de la ciudad, en la parte más rica del cabo Oriental.

No tuvo problemas para evitar a los guardias que vigilaban la entrada, ya que aterrizó en un jardín poco frecuentado que había detrás de la mansión. Rhovann se había apropiado del ala norte de la mansión de Marstel desde hacía meses, prohibiendo la entrada allí de los demás residentes. Eso le permitía tener una biblioteca, un laboratorio y un lugar para sus estudios arcanos, y también le facilitaba el entrar o salir de la propiedad sin que repararan en él. Sabía que habría sido más prudente tener sus aposentos pegados a las habitaciones de Maroth Marstel, pero detestaba a aquel viejo y necesitaba una excusa para mantenerse a cierta distancia de él cuando podía. En lugar de eso se aseguró de que los sirvientes y los guardias de Marstel jamás se apartaran de él y le avisaran en cuanto hiciera algo que se suponía que no debía hacer.

El elfo se dirigió a sus habitaciones y subió de inmediato a su estudio. Esa habitación la mantenía cerrada con un conjuro que desactivó con una palabra y un gesto. En el centro de la estancia había un gran diagrama mágico, de plata martilleada, incrustado en el suelo de piedra pulida. En estanterías y mesas de trabajo a lo largo de las paredes había una gran variedad de reactivos y materiales arcanos. Cuando entró, una figura imponente ataviada con una enorme capa negra avanzó hacia la luz: una criatura pálida, de la estatura de un ogro, con piel pastosa y ojos negros sin brillo. Alargó hacia él una manaza.

—Soy yo, Bastion —dijo Rhovann con aire ausente. El golem se detuvo de inmediato, dejando caer el brazo a lo largo del cuerpo—. ¿Ha tratado alguien de entrar desde que salí?

La criatura negó con la cabeza en un gesto lento y obstinado.

—Bien —musitó Rhovann.

Miró en derredor y encontró lo que estaba buscando: un botellón grande, de grueso cristal, lleno de líquido negro. Dentro flotaba una pequeña criatura deforme del tamaño aproximado de un gato. Llevó el botellón al centro de una de sus mesas de trabajo y usó un pequeño cincel para romper el viejo y quebradizo sello de cera que sujetaba el tapón al cuello del botellón. Bastion permaneció a su lado, mirándolo con sus ojos oscuros y sin vida mientras trabajaba. Un olor rancio y salobre asaltó las fosas nasales de Rhovann en cuanto retiró el tapón.

Mantuvo la mano izquierda encima del botellón y usó un cuchillo pequeño y afilado para hacerse un corte en la punta de un dedo. Dejó caer una sola gota de sangre en el líquido oscuro en el que flotaba la criatura. Al principio no sucedió nada, pero luego la cosa que había dentro empezó a moverse con lentitud. Sus extremidades se estremecieron levemente y abrió unos ojos como cuentas.

—Vamos, pequeño —le dijo Rhovann—. Te necesito esta noche.

La criatura —un homúnculo, le llamaban— salió torpemente de la botella y se deslizó hasta la mesa derramando un poco de salazón oscura. Desplegó un par de alas parecidas a las de un murciélago y las agitó lentamente para secarse. Sus movimientos se iban haciendo más vigorosos, más confiados a cada minuto que pasaba. Rhovann se permitió una sonrisa de satisfacción. Crear un homúnculo era una tarea tediosa y desagradable, pero ahora iba a sacar provecho a su previsión de muchos meses atrás. Cogió el cabello que había encontrado en el puesto de la espía en Las Tres Coronas y se lo dio a la criatura.

—Busca a la mujer a la que pertenece este cabello —dijo—. No dejes que te vean. Luego, vuelve y dime quién es y dónde se la puede encontrar. Si no consigues encontrarla antes del amanecer, vuelve y dímelo.

—Ss… sí, am… mo —dijo el homúnculo con una vocecita acezante.

Rhovann fue hasta la ventana de la habitación, la abrió y empujó con fuerza las pesadas contraventanas.

—Ahora ve —le dijo al homúnculo.

La criatura saltó de la mesa al vano de la ventana, probó las alas y se lanzó a la oscura noche. Al principio, volaba torpemente, pero luego lo fue haciendo con más vigor y equilibrio. Cuando por fin aleteó y se perdió de vista, lo hacía tan bien como cualquier ave grande y pesada. El mago se curó la herida del dedo, y luego se dispuso a esperar. Como no podía hacer mucho más hasta que el homúnculo regresara, le indicó a Bastion que se retirara, y se sentó con las piernas cruzadas en un diván bajo que había contra una pared. El elfo se permitió caer en ese medio olvido, ensoñación que reemplazaba al sueño entre los elfos. Su mente empezó a divagar mientras pasaba el tiempo.

Poco más de una hora después oyó un repentino aleteo y como si rascaran la ventana. Se levantó y dejó entrar al homúnculo. La pequeña criatura saltó del vano de la ventana a la mesa.

—Bueno, veamos lo que has averiguado —le dijo Rhovann.

El homúnculo no podía entenderlo, por supuesto, pero sabía lo que debía hacer. Se acurrucó y se quedó quieto. El mago elfo le apoyó la mano sobre la cabeza y entonó las palabras del conjuro que habría de revelarle lo que había descubierto su espía. Cerró los ojos, que era lo mejor que podía hacer para centrarse en las imágenes de los recuerdos de la criatura. Vio su vuelo veloz por encima de los tejados de Hulburg. Se detuvo con frecuencia, aferrándose a los aleros de las casas o buscando por encima de los tejados de madera, olfateando y buscando en el aire el rastro de la mujer. Al principio, daba la impresión de que iba sin rumbo, unos cientos de metros hacia un lado, otros cientos de metros hacia el otro, pero pronto sus movimientos se hicieron más decididos, mejor orientados. Se dirigió al lado este del río Winterspear y luego, al lado norte de la ciudad, no lejos del pie del castillo de Griffonwatch, por encima de un puñado de viandantes y borrachos que se movían tambaleándose por las calles a pesar de lo avanzado de la hora. El homúnculo describía un amplio círculo para evitar el encuentro con cualquier persona. En una ocasión, Rhovann vio a un guardia del Escudo de las murallas del castillo que alzaba la vista con una expresión de extrañeza en la cara, pero al parecer nadie más reparó en el monstruillo alado. No tardó en posarse en la cerca de una pequeña granja rodeada de una huerta de manzanos y se acercó más, arrastrándose sobre sus alas y sus pies. Con los ojos de la mente, Rhovann vio al homúnculo trepar por el lado de una ventana y espiar dentro.

La mujer que buscaba estaba sentada a la mesa de su cocina, con el entrecejo fruncido mientras se preparaba una taza de té. La capa azul colgaba de una percha junto a la puerta. Rhovann sonrió con frialdad y alzó la mano de la cabeza del homúnculo. Sabía dónde estaba.

—¿Cuál es su nombre? —le preguntó a la criatura.

—Mirya —dijo la criatura, jadeante.

No estaba dotada de una inteligencia propia, pero a veces era capaz de averiguar cosas sobre la gente a la que espiaba, cosas que no necesariamente observaba u oía. Ésa era la naturaleza de su magia.

El nombre le sonó familiar a Rhovann.

—¿Mirya Erstenwold? ¿Es Mirya Erstenwold?

—S… sí —respondió el homúnculo.

—¿Y por qué habría de espiarme Mirya Erstenwold? —se preguntó en voz alta.

La criatura se limitó a alzar la vista sin responder. Simplemente no le entendía. El elfo sabía que era amiga de Geran Hulmaster, pero siempre había creído que se trataba de una simple tendera. Hasta donde él sabía, Lastannor no le había dado motivos para meterse en sus asuntos… Claro estaba que él no era la única persona presente en Las Tres Coronas. Seguramente estaba allí para espiar a Valdarsel, no a él. Fuera como fuese, tenía que suponer que sabía cosas de las que no debería estar enterada. Quizá no hubiera oído mucho en el tiempo que había pasado espiándolos…, después de todo se había ido directa a casa en lugar de pasar antes por Griffonwatch, pero no podía arriesgarse a que sí lo hubiera oído todo.

Parecía que iba a tener que hacer un recado más esa noche. Encontró un trozo de pergamino, escribió rápidamente una nota y se la entregó al homúnculo.

—Llévasela a Valdarsel. Estaba en la posada de Las Tres Coronas hace un rato, puede ser que todavía esté allí. No te dejes ver por nadie que no sea él si puedes evitarlo. Vuelve al amanecer si no consigues encontrarlo.

—S… sí am… mo —respondió la criatura, que cogió la nota con su pequeña garra y salió volando una vez más.

Rhovann se la quedó mirando durante un momento y, a continuación, se puso el sayal con la capucha.

—Vamos, Bastion —le dijo a su golem—. Debemos hacerle una visita a Mirya Erstenwold.