11 de Eleint, Año del Intemporal (1479 CV)
Casi catorce años después, y a treinta kilómetros de Hulburg, Geran Hulmaster cabalgaba por una zona elevada del camino costero y descubrió a unos piratas que estaban saqueando un barco mercante de la Casa Sokol.
Hizo un alto y se quedó mirando a los dos barcos que descansaban cerca de la playa de aquella cala sin nombre antes de recuperarse de la sorpresa. A continuación, espoleó la montura y abandonó la ruta de las cimas para refugiarse detrás de un afloramiento rocoso. Por fortuna para él, el sol se estaba poniendo a sus espaldas, de modo que cualquiera que mirase ladera arriba desde la playa quedaría deslumbrado por el brillo del crepúsculo.
Geran palmeó a su caballo en el cuello y le susurró palabras tranquilizadoras. Era un hombre alto, esbelto, de poco más de treinta años, y vestía una capa larga, castigada por la intemperie, sobre una chaqueta de cuero, bombachos de lana verde oscuro y botas de cuero de caña alta. A la cadera llevaba una larga espada elfa con empuñadura en forma de rosa. El camino se pegaba a la ladera de la colina desde la que se dominaba la cala sin acercarse demasiado a la playa, pero no había manera de seguir adelante sin que lo vieran.
—¿Retroceder y dar un rodeo? —se preguntó en voz alta—. ¿O esperar hasta que oscurezca y seguir por el camino?
Decidió que, en la medida de lo posible, prefería seguir cabalgando. No tenía por qué haber peligro, a menos que los piratas enviaran a algún grupo en busca de provisiones, pero lo mirara como lo mirase, cabalgaría cuando hubiera desaparecido por completo la luz y acamparía ya tarde y sin encender fuego. Hizo un gesto de disgusto. La presencia de aquel barco corsario a apenas treinta kilómetros de su casa no era una buena señal. La piratería había hecho estragos ese año, y a cada mes que pasaba era peor. Los barcos de Hulburg eran perseguidos por todo el Mar de la Luna. Aquél era un cargamento más que jamás llegaría a los almacenes de Hulburg. Eso sería un gran golpe para los Sokol y también para las arcas del harmach.
Desmontó y ató las riendas del caballo al tocón de un pino seco que crecía entre los peñascos. Ya que tenía que esperar a que se hiciera de noche, por lo menos podría tratar de averiguar algo útil sobre los barcos corsarios que aparecían en los umbrales de Hulburg. Bajó por la pendiente buscando un punto de vista más propicio y por fin se acomodó bajo las ramas de una mata de tojo esculpida por el viento, a unos cincuenta metros por encima de la playa, y se dedicó a estudiar la escena más minuciosamente.
La mayor parte de los piratas eran humanos, con algunos representantes de otras razas: uno o dos enanos, algunos goblins e incluso un ogro, por lo que pudo ver. Tenían la carga del barco de los Sokol esparcida por toda la playa y separaban lo que valía la pena llevarse de lo que iban a dejar. Geran no podía ver a nadie de la tripulación del mercante, pero eso no lo sorprendió. Lo más probable era que los piratas los hubieran matado tras capturar el barco y hubieran arrojado los cadáveres por la borda.
Se mordió el labio inferior con actitud pensativa. De haber podido habría hecho algo, pero por el momento no era nada que le incumbiera. Eso no era más que un accidente del destino que por casualidad lo había sorprendido cerca. Había dedicado los días anteriores a hacer una visita a su madre, que residía en un convento selunita de Thentia, y ahora iba de regreso a Hulburg. Por lo general, el viaje no presentaba complicaciones, ya que la costa entre Thentia y Hulburg estaba deshabitada, y la mayor parte del tráfico entre las dos ciudades se hacía por mar. Tampoco había ningún motivo para que los bandidos o merodeadores de los páramos de Thar asomasen por esos parajes.
—Tal vez ésa haya sido la razón para que eligieran esta cala —se dijo.
Necesitaban un lugar tranquilo donde poder seleccionar el producto de su pillaje, y allí era muy difícil que alguien los molestara. En ese momento no podía hacer mucho por el cargamento del navío, pero al menos podía llevar la noticia del ataque a Hulburg e informar a los Sokol de la suerte que había corrido su barco. Se dispuso a estudiar a los piratas mientras esperaba a que se pusiera el sol. El barco pirata era una galera de guerra de tres palos, fácil de manejar tanto con las velas como con los remos. Desde donde estaba no podía distinguir el nombre, pero el mascarón de proa se veía perfectamente: una criatura semejante a una sirena, pero que en vez de cola tenía una masa de brazos de kraken. Jamás había visto nada parecido. No podía haber muchos barcos en el Mar de la Luna con esas características.
Al ponerse el sol, los piratas hicieron una fogata en la playa y abrieron algunos barriles de vino encontrados entre el botín. Geran consideró que ya había oscuridad suficiente para volver al sitio donde había dejado su caballo, pero justo cuando estaba a punto de abandonar la protección del ramaje, oyó un grito. Desde detrás del barco pirata, dos hombres arrastraron a una mujer joven, ataviada con un bonito vestido azul con el corpiño gris, y la ataron al anclote del bajel. La habían tenido escondida al otro lado del barco, donde Geran no había podido verla. Uno de los rufianes enredó los dedos en el cabello largo y dorado de la mujer y la besó a la fuerza. Después, alzó la otra mano y, desgarrando el corpiño del vestido, le desnudó el torso. Ella lo miraba con furia y se debatía tratando de soltarse, pero tenía las manos atadas a la espalda. El pirata se apartó tranquilamente, entre risotadas. Geran empezó a desenfundar el acero y a salir de su escondite, pero se obligó a hacer un alto para considerar lo que debía hacer. Si actuaba precipitadamente, sólo conseguiría que lo mataran, y también a la mujer.
—¡Ah, maldita sea! —murmuró—. ¿Y qué hago ahora?
Un momento antes no habría considerado vergonzoso marcharse sigilosamente para asegurarse de que llegara a Hulburg la noticia del destino corrido por el barco de los Sokol. No le habría quitado ni un momento de sueño la idea de que ya hubieran asesinado a todos los tripulantes, pero no había la menor duda sobre la suerte que podría correr en el campamento de los piratas una mujer hermosa que había tenido la desgracia de viajar como pasajera en el barco equivocado. Si se marchaba y la abandonaba a su suerte, sus gritos seguirían resonando en su conciencia durante mucho tiempo. Tenía que hacer algo. Lo que no sabía era qué. No lo habría dudado si se hubiera tratado de atacar por sorpresa a un puñado de enemigos, pero debía de haber entre sesenta y setenta hombres en la playa, y tal vez más a los que todavía no había visto. Los barcos piratas solían llevar grandes tripulaciones para aplastar a sus víctimas con la superioridad de su número y su fuerza.
Se dio cuenta de que tendría que valerse del sigilo. O de algún tipo de distracción. «Necesito algo que les llame la atención y los aleje de ella el tiempo suficiente para ir, liberarla y sacarla corriendo de allí. Y cuanto más espere mejor, ya que así les daré ocasión de emborracharse. Sin embargo, ¿cuánto tardarán en volver a prestarle atención a la mujer? ¿Y habrá otros cautivos a los que no haya visto todavía?»
Geran esperó impaciente, observando desde su escondite. Los piratas abrieron otro barril y bebieron con avidez, mientras reían y admiraban su botín. Varias veces se puso en tensión y se dispuso a salir de la protección de la enramada, al ver que alguno de los piratas se acercaba a la mujer, pero luego se retiraba. Finalmente, pensó que el capitán del barco pirata la debía de estar reservando para sí. Sin duda, era una mujer hermosa. Se la veía hundida, con la barbilla pegada al pecho. Sólo la mantenían en pie las cuerdas que la sujetaban al ancla. Se preguntó quién sería y cómo habría ido a parar al barco.
Por fin, le pareció que había llegado la ocasión. Tal vez, si esperaba más, podría encontrar a muchos de los piratas durmiendo ya la borrachera, pero el jefe podía aparecer en cualquier momento y violar o matar a la mujer. Además, Geran veía un resplandor plateado al sudeste que parecía anunciar una luna grande y brillante. Con una mueca de disgusto por su estúpida conciencia, se deslizó entre las ramas y bajó corriendo hasta la orilla del agua. No había oleaje; sólo unas olitas de menos de un palmo de altura. Se metió en el agua y avanzó hasta que le llegó a los muslos; se agachó y empezó a acercarse hacia la popa del barco de los Sokol, que todavía se veía a cierta distancia de la orilla. Tal vez el barco pirata fuera más adecuado para lo que pensaba hacer, pero estaba más lejos, y no quería que hubiera demasiados enemigos entre él y su caballo si las cosas se torcían.
El Mar de la Luna no era caliente ni en pleno verano, y en un anochecer de otoño, despejado y oscuro, resultaba lacerantemente frío. A Geran le castañeteaban los dientes y temblaba de pies a cabeza, pero el agua era el camino más seguro hacia su objetivo, sin tener que cruzar la playa expuesta e iluminada por el fuego. Los gritos de los piratas y las bromas soeces resonaban sobre la superficie del agua, y llenaban la cala con su crueldad. Después de vadear un corto trecho, llegó a la popa del barco de los Sokol y se detuvo para escuchar atentamente. Le llegaron golpes amortiguados, voces broncas y crujir de maderas; por lo menos, unos cuantos piratas seguían rebuscando en las bodegas del barco mercante, pero no le pareció que hubiera nadie en la cubierta. Con todo el sigilo posible, Geran trepó por el lateral del barco hacia el alcázar y se arriesgó a echar un rápido vistazo. No había nadie a la vista.
Saltó por encima de la barandilla y retrocedió hasta el fanal. Era un farol enorme de hierro forjado, suspendido de un palo corto fijado a la borda. Lo bajó y miró el interior; el aceite se removió en el depósito. Lo vertió sobre la cubierta, y luego sobre algunos cabos y sobre la vela recogida del palo de mesana. Desde el alcázar del barco se podía ver la hoguera de los piratas en la playa. Había varios hombres reunidos en torno a la cautiva, echándole miradas lascivas y lanzándole manotazos. «Se me está acabando el tiempo», pensó.
De rodillas junto al charco de aceite, Geran se concentró para conseguir la calma necesaria para hacer un conjuro. Susurró las palabras élficas que había aprendido hacía años en Myth Drannor: Ammar gerele. En la palma de su mano apareció una llama amarilla y brillante del tamaño de una manzana. La orientó hacia la cubierta empapada de aceite. Cuando el líquido prendió y las llamas empezaron a trepar por el cordaje, Geran volvió a saltar por encima de la barandilla y se tiró al agua. Una luz rojiza surgió detrás de él, en el alcázar.
—¡La presa! —gritó alguien—. ¡Está ardiendo!
Geran se apartó del barco en llamas lo más pronto que pudo, confiando en que a ninguno de los piratas se le ocurriera buscar a un enemigo oculto en el agua. Oyó más gritos a su espalda y echó un rápido vistazo; algunos hombres de la playa se ponían de pie de un salto y corrían hacia el barco varado de los Sokol. Otros se quedaron mirando, mudos de sorpresa, hasta que los oficiales los pusieron en movimiento.
—¡Apagadlo! ¡Apagadlo, perros! —gritaban.
El fuego era lo que más temían los marineros, ya que en un barco hay mil cosas que pueden arder a la menor ocasión. Si hubiera soplado un fuerte viento, Geran podría haber confiado en que las llamas se propagaran al otro navío, pero incluso sin viento, parecía que el fuego estaba cumpliendo con el objetivo de distraer a los piratas.
Volvió hacia la humedad de la arena y la grava de la playa, a unos cincuenta metros del barco. No tenía nada en qué refugiarse, salvo la oscuridad, y los piratas tenían su atención fija en el brillante fuego. Ahora los hombres corrían para tratar de sofocarlo, golpeando las llamas con mantas y capotes viejos mojados o arrojando cubos de agua y de arena en cuanto los conseguían.
Un grupo reducido se había quedado cerca del lugar donde estaba atada la mujer, pero también estaban mirando el fuego.
—Tymora, favorece a un tonto —dijo Geran en voz alta. Luego alzó su espada elfa, fijó los ojos en el lugar al que quería ir y pronunció otro conjuro—. ¡Sieroch!
En un instante oscuro y vertiginoso desapareció del lugar donde se encontraba y apareció junto a la mujer rubia. Ella alzó la vista, sorprendida, y Geran vio que tenía sangre elfa; sus ojos color violeta eran apenas almendrados, sus orejas acababan en unas graciosas e incipientes puntas hacia arriba y sus facciones eran finas y aguzadas. Era esbelta y alta, pero la forma de su pálido pecho y de sus caderas era redondeada y plena, como en las mujeres humanas. Él le tapó la boca con una mano antes de que pudiera delatarlo con un grito de sorpresa y rápidamente cortó las ataduras con la espada.
En torno a ellos había una docena de piratas tirados en la arena, demasiado borrachos como para despertarse pese al fuego. Otros tres estaban a unos cuatro metros, pero observaban cómo sus compañeros combatían las llamas y daban la espalda a Geran.
—No hables —le dijo Geran al oído a la semielfa—. Voy a tratar de rescatarte.
El pánico se atenuó en los ojos de la mujer, que le hizo un rápido gesto de asentimiento. Él retiró la mano con que le cubría la boca y se dedicó a cortar las cuerdas con que la habían atado tan rápida y silenciosamente como pudo. Fue más difícil de lo que había pensado. La luz del fuego proyectaba sombras oscuras y danzantes, y no quería herir a la mujer por error. Por fin encontró el ángulo preciso para la espada y cortó las ataduras que le mantenían juntas las muñecas.
—¡Detrás de ti! —dijo la semielfa con un siseo de urgencia.
Geran miró y vio que uno de los piratas que le daban la espalda hacía un momento lo estaba observando ahora directamente. Era un tipo corpulento, con una mata de pelo pajizo y una cicatriz en la mandíbula.
—¿Quién diablos eres tú y qué crees que estás haciendo con nuestra prisionera? —preguntó, mientras los que estaban junto a él se volvían a mirar a Geran.
Geran asió a la semielfa por la muñeca y ambos salieron corriendo hacia la oscuridad. Avanzaban con dificultad por la arena, pero el mismo problema tenían sus perseguidores. Veinte pasos les bastaron para salir del alcance de la fogata, y Geran empezó a concebir esperanzas de dejar atrás a los piratas que los seguían. Entonces, vio a un bronco semiorco que se disponía a interceptarlos, con una pesada hacha en una de sus enormes manazas. Se dio cuenta de que debían de haber algunos centinelas apostados.
El semiorco no perdió el tiempo con desafíos. Mostrando los colmillos en una feroz mueca, se lanzó contra Geran con un rugido de rabia y enarbolando el hacha. Geran se colocó de un salto delante de la cautiva e hizo frente al embate del semiorco con una palabra arcana y una estocada. De su espada brotó una llamarada color esmeralda y la hoja alcanzó al semiorco en la base del cuello y se le clavó hasta el hueso. El pirata se desplomó pesadamente contra el mago de la espada. Geran lo apartó de un empujón y se volvió para encarar al tipo del pelo pajizo y a los otros dos que lo acompañaban desde que había comenzado la persecución junto a la hoguera.
—¡Vaya, de modo que puedes sostener un combate! —dijo el hombre corpulento—. ¡Pensé que te ibas a limitar a salir corriendo!
Tenía en la mano un alfanje, y avanzó con mucha más cautela de la que había empleado su compañero. El segundo de los hombres lo seguía de cerca y asía una pica corta de abordaje, y el tercero se esforzaba por alcanzarlos.
—Vienen más —dijo la semielfa.
Y tenía razón. Geran pudo ver junto a la hoguera a más piratas que abandonaban el fuego del barco de los Sokol y avanzaban hacia ellos. No tenía tiempo para luchar a la defensiva.
Se lanzó al ataque. El tipo corpulento paró su primera embestida y bloqueó el tajo con que prosiguió Geran, pero entonces éste introdujo la punta de la espada por encima de la guardia del hombre y se la clavó a fondo en el brazo con que manejaba el arma. El pirata dejó caer el alfanje a la vez que lanzaba un sorprendido juramento, y antes de que pudiera recuperarse, Geran extendió un brazo y formuló otro conjuro que hizo aparecer un escudo de un color blanco fantasmal. El disco reluciente alcanzó al hombre que llevaba la pica de abordaje, que trataba de sorprender a Geran por el flanco, y lo hizo caer sobre la arena. El pirata intentó ponerse de pie, pero una roca del tamaño de un puño salió volando por encima del hombro de Geran, le dio en la boca y lo tiró hacia atrás escupiendo dientes rotos.
El tercer pirata alzó la vista hacia Geran, consciente de que sus dos compañeros ya habían quedado fuera de juego. Sólo iba armado con una daga larga, pero la vista de la espada de Geran o de su magia debieron disuadirlo, porque vaciló y luego retrocedió.
—¡Eh, aquí! —gritó—. ¡La mujer se escapa! ¡Aquí!
Geran lanzó un gruñido de frustración. ¡Había estado a punto de escapar sin llamar la atención! En el último momento, el hombre de la daga se dio cuenta del peligro que corría y trató de huir, pero perdió pie en la arena y cayó. Geran lo silenció con un salvaje puntapié en la mandíbula y se volvió para enfrentarse al hombre del pelo pajizo, justo a tiempo para agacharse y esquivar un tajo de izquierda del alfanje que esgrimía. Ese hombre era el que había desnudado a la cautiva y había jugueteado con ella mientras estaba indefensa. Con los ojos llameantes de ira, Geran se deshizo del alfanje y clavó la punta de la espada en el vientre del hombre, que lanzó un alarido de agonía. Geran retrajo el arma y remató al pirata con un corte que se llevó la mitad de su cara. Miró en derredor buscando otro enemigo con quien saciar su ira, pero no había ninguno cerca.
La semielfa se encogió al ver su mirada y retrocedió un paso. Geran respiró hondo, controló su furia y bajó la espada. Antes de que más enemigos llegaran hasta donde estaban, cogió a la mujer por la mano y corrió con ella hacia la cabecera de la playa.
—No lo haces mal con las piedras, pero es hora de marcharnos —le dijo—. Ya se acabó la ceremonia de bienvenida.
Juntos treparon entre los arbustos que bordeaban la playa y corrieron colina arriba. Cuando Geran se atrevió a mirar hacia atrás, pudo ver a docenas de hombres que cogían teas ardientes de la hoguera y partían pendiente arriba detrás de ellos. La ladera era traicionera en la oscuridad; la tierra y las rocas sueltas resbalaban bajo sus pies, y él debía ir muy atento al terreno que tenía por delante para no meterse en una zona escarpada imposible de escalar, al mismo tiempo que no perdía de vista a los piratas que venían detrás.
Encontró el camino bloqueado por una densa maraña de arbustos al pie del acantilado y se dio cuenta de que subían por una vereda que no era la que había tomado al bajar. Hizo una pausa para orientarse, pero la semielfa echó una mirada y tiró de él hacia la izquierda.
—Por aquí hay un camino mejor —dijo.
Geran decidió confiar en su buen juicio y la siguió. Era probable que la sangre elfa que circulaba por sus venas le permitiera ver en la oscuridad con más tino. Cuando hubieron sorteado la maleza, Geran volvió a tomar la delantera y la condujo hacia el lugar donde había dejado el caballo.
Llegaron a las piedras donde estaba atado. El animal, un gran caballo gris castrado, olió el peligro e hizo unas cabriolas nerviosas. Geran enfundó su espada —odiaba hacer eso sin limpiar antes la sangre de la hoja, pero tendría que hacerlo después lo mejor que pudiera— y soltó las riendas mientras la semielfa saltaba a la silla. A continuación, montó detrás de ella y aplicó los talones a los costados de la cabalgadura. Salieron al camino en el preciso momento en que el primero de los piratas que los seguían llegaba a la cumbre. El mago de la espada se atrevió a mirar hacia atrás y vio a los furiosos corsarios que corrían en pos de ellos blandiendo antorchas y alfanjes. Luego, se inclinó hacia la montura, rodeando con los brazos a la mujer que llevaba sentada delante, y lanzó al caballo a toda velocidad.
Los cascos del animal atronaban en el silencio de la noche mientras Geran abandonaba la cala al galope, con la cautiva de los piratas en su cabalgadura y dejando tras de sí una larga estela roja de fuego.