Epílogo
El Viajero estaba listo para zarpar y todos los que irían a bordo, incluso Mustafá el comerciante, tenían motivos para sentirse felices por el resultado del viaje.
Es verdad que no habían conseguido el tesoro inmenso que ansiaban, pero habían salvado la vida y se llevaban suficientes riquezas para justificar los grandes riesgos que habían corrido. Se podía decir que ahora todos eran hombres ricos, aunque sólo habían podido conservar aquellas joyas que les cabían en las manos, en los bolsillos o dentro de la ropa. Pero era más que suficiente para plantearse un porvenir lleno de comodidades.
—No, no lo es —estaba discutiendo Mustafá con Ozman y Abdul—. ¡Cuando pienso en los tesoros que tuvimos que dejar allí!
—¿Y de qué te servirían en el infierno? —le preguntó Ozman—. Allí todo el oro del mundo no podría pagarte ni un instante de aire fresco.
—Tonterías —dijo Mustafá—. Todo ese oro y esas joyas se han hundido para siempre en el fondo de un lago helado. Ese pensamiento es tan triste que me desgarra el corazón.
Un grupo de guerreros si’lats había estado todo el tiempo con ellos, mientras se preparaban para zarpar. Vigilaban el río por si los efrits o los ghuls intentaban atacarlos de nuevo. Pero desde la batalla sobre la Gran Montaña ya no se tenía noticias de ellos.
Los si’lats también les dieron embarcaciones de remo a los mercenarios que habían luchado al lado del gran visir Ibn Jalid. Con ellas podían descender por el río Pangani hasta su desembocadura, y luego continuar hasta Zanzíbar.
El último día, el propio Dirmiyat acudió a despedirse, junto con los humanos que habían llegado con Qaïd.
—Hemos enviado exploradores a la llanura y no encontramos rastro de los efrits —dijo—. Es posible que al ver cómo la Ciudad de Cobre desaparecía de nuestro plano, junto con Iblis, hayan decidido regresar a los desiertos del norte de los que proceden.
—¿Crees que Iblis está muerto? —le preguntó Sindbad al viejo djinn.
—Iblis no puede morir.
—Entonces, ¿es posible que algún día se libere?
Estaban en el castillo de popa de El Viajero, sentados en la borda. Dirmiyat miró hacia lo lejos, hacia el lugar donde se alzaba la Gran Montaña que en ese día neblinoso era invisible para ellos. Pero el anciano dirigió hacia allí sus ojos como si pudiera ver las cumbres nevadas. A Sindbad le fascinaban sus iris de un color amarillo apagado, como si la luz los hubiera descolorido como a una vieja tela.
—¿Quién sabe? Quizá ahora se esté hundiendo lentamente hacia las profundidades del otro plano. Pero allí donde esté, seguirá vivo y algún día encontrará el modo de regresar.
—¿Y entonces?
—Entonces, si de verdad llega ese día, volveremos a enfrentarnos a él —dijo Dirmiyat alzando las cejas—. En este mundo hay fuerzas en constante lucha. Los hombres, y también algunos djinns, quieren ver en esas fuerzas representaciones de una lucha eterna entre el Bien y Mal. Por supuesto, todos creen siempre que luchan del lado del Bien. Pero yo soy demasiado viejo y he visto ya demasiadas cosas como para creer que el universo es así de sencillo.
Sindbad lo miró extrañado.
—¿Acaso creen los efrits que ellos luchan del lado del Bien?
—Por supuesto. Verás, Sindbad, intentaré mostrarte todo esto desde su punto de vista. Dios nos creó y nos dio este mundo del mismo modo que les dio el cielo a los ángeles. ¿Sabes?, una vez conocí a un ángel. Sí, puedes creerme, fue hace muchos años, en mi juventud. No puedo decir nada interesante sobre aquel encuentro porque fue como hablar con un autómata, una marioneta cuyo titiritero estaba muy lejos. Quizá por eso, por tener a alguien interesante con quien hablar, Dios quiso hacer un experimento y nos dio a los djinns la facultad del libre albedrío. Era una nueva idea, y así vivimos durante miles y miles de años, hasta que un día Dios decidió crearos a vosotros. No fue muy original esta vez, también os dio un cuerpo, un alma y libertad para decidir. Y entonces nos dijo que debíamos aceptar en paz a su nueva criatura y compartir la Tierra con ella. De repente, los humanos erais su juguete favorito. Iblis se negó a aceptar la nueva situación y desobedeció, usando ese mismo libre albedrío que Dios le había dado. Porque si lo que quería era obediencia ciega, ya tenía a los ángeles, ¿no? Iblis hizo justo aquello para lo que Él lo había creado. Usó su libertad y decidió por sí mismo. Decidió luchar.
—Se diría que, de algún modo, estás de acuerdo con él.
—No. Sólo se podría decir que entiendo sus motivos, y que no creo que su rebelión sea un acto irracional. Pero yo elegí mi bando hace mucho y seré fiel a él hasta el final.
—Pero nunca podrás convencerme de que los ghuls están del lado del Bien.
—Desde luego. —Dirmiyat le dedicó una sonrisa traviesa que, durante un momento, le hizo parecer un muchacho—. Igual que no intentaría convencer a una cebra de que un león está haciendo lo correcto.
—Entonces, ¿crees que nuestro lugar en este mundo es el de simples presas? Nahodha no pensaba como tú.
—A Nahodha le fascinabais los humanos. Pero sois débiles y esa debilidad hace que ansiéis el poder de tal modo que eso os empuja a actos tan horrendos como los que cometió Qaïd. Y además vivís un tiempo ridículamente corto. Tanto, que un día decidí que no iba a tener más amigos humanos, pues siempre acababa sufriendo cuando morían, y siempre era mucho antes de lo que yo podía imaginar. Y, sin embargo, en esa debilidad vuestra, en la brevedad de vuestra vida, es donde veo vuestra auténtica fuerza. Porque sois capaces de realizar acciones asombrosas, como si decididamente os olvidaseis de vuestras limitaciones, como si de verdad creyeseis que vais a vivir para siempre. Sí, me han contado con qué valor luchaste y cómo derrotaste a Msafiri… Sólo por eso creo que os merecéis un lugar en este mundo.
Sindbad se quedó rumiando las palabras del si’lat. Mucho de lo que había dicho le había parecido desagradable, incluso insultante. Otras cosas le pareció que abrían las puertas a un futuro entendimiento entre las dos razas. Humanos y djinns, después de milenios de separación, estaban por fin en contacto. No podía adivinar lo que iba a pasar a continuación, pero sin duda ese era un paso que no se podía desandar. El mundo ya no sería el mismo a partir de entonces.
Dirmiyat se marchó poco después, y con él regresaron a Vathek un puñado de los humanos que habían llegado con Qaïd. Otros se quedaron en El Viajero para volver con ellos a Bagdad, y por eso la nave estaba abarrotada.
—¿Por qué no te quedas, hermano? —le preguntó Abbas a Yahiz antes de marcharse—. Aquí tendrías los mejores medios para documentar tu trabajo.
—Ya lo sé, Abbas, querido hermano, pero es cierto lo que hablamos: es necesario que cada uno encuentre su propio camino. Además, como mutazilí creo que mi trabajo está en Basora. Sin embargo, mi deseo será regresar algún día. Espero que volvamos a encontrarnos entonces, si así lo dispone Alá.
—Alabado sea entonces en todas las circunstancias.
Alguien más de la tripulación de El Viajero se unió a los que se quedaban.
Hussein se acercó a Radi mientras el muchacho preparaba el hatillo con sus escasas pertenencias. Neema, la joven guerrera si’lat, estaba a su lado.
—¿Estás seguro de lo que vas a hacer, hijo? —le preguntó.
—Sí, padre —dijo Radi con una amplia sonrisa—. Creo que he nacido para manejar esas maravillosas alfombras voladoras. ¿Cómo podría renunciar a algo así? ¡Volar! Nunca creí que tal cosa fuera posible. Pero ya lo ves, he encontrado mi lugar en el mundo. ¡Con la ayuda de Neema seré el mejor farag’a de todos los tiempos!
—Lo será —dijo Neema con una sonrisa—. Yo me ocuparé de instruirle bien.
Hussein puso su mano izquierda sobre las manos de la guerrera si’lat.
—Cuida de mi hijo —le rogó.
—Lo haré —le aseguró ella.
Cuando los dos abandonaban la nave, Sindbad se acercó a despedirse.
—Eres afortunado, amigo mío —le dijo al muchacho.
—Gracias a ti, capitán, que me diste la oportunidad de viajar.
Radi y Neema fueron los últimos en bajar. Después, El Viajero desplegó velas y empezó el largo viaje de regreso. La mañana era espléndida. El sol no había penetrado aún en el valle del río Pangani pero sus rayos doraban ya las pendientes de la cordillera Korogwe.
Gafar iba al timón y se fijó en que Sindbad, que estaba a su lado, miraba insistente hacia la amura de estribor. Allí estaba sentada Aisha, alejada de todos, solitaria y melancólica, dejando que el viento le diese en el rostro.
—Deberías ir a hablar con ella, capitán —le aconsejó.
Sindbad no estaba tan seguro. Los últimos días ella había andado errante por el barco como si él y las demás personas que atestaban la cubierta fueran invisibles.
—Si está ahí es porque quiere estar sola. Las heridas no se cierran tan deprisa.
—Eso no significa que el silencio sea lo mejor para ella. Hablar con un amigo, confiarle sus inquietudes, puede ayudarla mucho en un momento como este.
Sindbad miró al piloto.
—Tú nunca te has planteado lo que es el respeto a la intimidad, ¿verdad?
—¿En un barco? —Gafar alzó las cejas e hizo un gesto de desconcierto.
Sindbad decidió hacer caso a su amigo y se acercó a Aisha.
—¿Cómo te encuentras? —le preguntó—. Si necesitas algo para estar más cómoda…
Ella sonrió y se inclinó hacia delante para decirle:
—Ya me has dado el camarote de Mustafá.
Como no podía ser menos, aunque habían tenido que sacar al comerciante a rastras y pataleando. Pero ser la única mujer a bordo tenía sus privilegios.
—Me doy cuenta de que te sientes mal, y haría cualquier cosa para ayudarte.
—Eso ya lo sé. Pero no estoy tan mal en realidad. Es sólo que… Una parte de mi vida, los últimos doce años, desde que mi tío concertó la boda con Qaïd, siento que no han existido. Que no los he vivido realmente, y que todo se ha perdido como un sueño cuando despiertas. Recuerdo los momentos con Qaïd. Buenos momentos a veces, otros no tanto, pero nada extraño. Esa era mi vida, y yo me sentía afortunada de estar con él. Y ahora repaso cada uno de esos instantes de falsa felicidad, e intento encontrarle la doblez a cada palabra que él pronunció, a cada gesto que hizo. Y me pregunto cómo pudo engañarme durante tanto tiempo.
Sindbad apoyó una mano sobre la de ella y le dijo bajando la voz:
—Toda esta gente que está a nuestro alrededor, y los que se han quedado en Vathek, lo siguieron a ciegas hasta el fin del mundo. Creyeron tanto en él como para poner sus vidas en sus manos. Y muchos si’lats pensaban que cuando llegó era un buen hombre, y que luego cambió.
—Nadie cambia tanto.
Él la miró a los ojos y trató de encontrar en su rostro alguna expresión que le indicara lo que estaba pensando. Finalmente dijo:
—No te tortures con el pasado, Aisha, y piensa en el mañana. Dime, ¿qué planes tienes para el futuro? ¿Qué harás cuando lleguemos a Basora?
—Sólo estoy segura de una cosa, y es que no pienso regresar a la casa en Bagdad en la que viví con Qaïd. —Inspiró hondo y añadió—: Creo que ha llegado el momento de que vuelva a mi tierra de al-Ándalus. Sí, eso es lo que deseo… ¿Y tú ya sabes lo que harás?
—Primero, me ocuparé de que las familias de mi antigua tripulación reciban lo que les corresponde de las ganancias de este viaje al país de los djinns. Después, creo que invertiré el dinero que me quede en unirme a una caravana que vaya a Jerusalén, y desde allí me embarcaré hacia al-Ándalus.
—A… ¿al-Ándalus? —Una sonrisa se abrió paso por la tristeza del rostro de ella.
—Siempre he soñado con viajar a ese lejano país —asintió Sindbad devolviéndole la sonrisa—. He pensado que el viaje sería más agradable si fuéramos juntos. ¿Qué opinas?
Aisha se acercó a él y lo besó. Fue un beso delicioso, largo y apasionado, suave y muy lento, mientras se iban rodeando el uno al otro con los brazos. Sindbad sintió que sus cuerpos estaban hechos para estar entrelazados, que encajaban con una precisión asombrosa.
Se fueron separando poco a poco, como si les costase un gran esfuerzo hacerlo.
—Me sentiré muy feliz de enseñarte mi país —dijo ella mirándolo a los ojos.
Sindbad la abrazó de nuevo y se volvieron para contemplar el mar. El Viajero navegaba sin prisas hacia un horizonte nítido como el borde de un cristal.