63

63

—No podemos esperar más. Esta ciudad se está hundiendo —exclamó Mustafá.

Era verdad. Toda la Ciudad temblaba. Las cúpulas abullonadas se estaban agrietando, los minaretes se derrumbaban sobre las casas, esparciendo su contenido de joyas y oro, el lago de mercurio se había vaciado por completo cuando se abrió una grieta en su fondo. Una de las torres más altas se desmoronó lentamente a lo lejos.

—De aquí no se va nadie hasta que no regrese Sindbad —dijo Gafar.

—Tu capitán está muerto, acéptalo o tu tozudez nos costará la vida —repuso Mustafá.

—¡Mirad! —gritó entonces Yahiz—. ¡Ahí vienen!

Sindbad, Hussein, Radi y Aisha llegaron hasta la gran alfombra. Los cuatro estaban casi sin resuello después de la carrera desde las profundidades de la Ciudad de Cobre.

—¡Capitán, justo a tiempo! —exclamó Gafar por encima del estruendo.

Sindbad miró a su alrededor. La amplia superficie escamosa de la alfombra estaba ahora abarrotada, pues los mercenarios turcos también habían montado en ella. Pero lo peor era la enorme montaña de tesoros que habían acumulado en el centro.

—¿Esto podrá volar? —le preguntó a Wawindaji.

El si’lat le miró a través de los cristales de su máscara de pájaro.

—Ya les hemos dicho que no, pero se niegan a desprenderse de nada. ¿Dónde está Nahodha?

—Murió.

—Pero ¿qué está pasando? —preguntó el arquero si’lat.

—Iblis ha revivido en parte —dijo Aisha—, y creo que en su esfuerzo por liberarse está arrastrando a toda la Ciudad hacia el plano en el que está prisionero.

—¿Y quién es ese? —preguntó Mustafá señalando a Hussein—. Yo no pienso compartir mi parte del tesoro con él. Que quede eso claro.

El suelo dio una salvaje sacudida y ninguno de ellos consiguió permanecer de pie.

—Será mejor que nos vayamos —dijo Sindbad—. Esta ciudad se hunde.

Wawindaji se colocó en el frente e intentó que la alfombra se elevase. Sus cuatro esquinas se levantaron, pero el centro quedó pegado al suelo por el peso del oro acumulado allí.

—No puede remontar. ¡Llevamos demasiada carga! —gritó el si’lat.

—No lo estás intentando con bastante convicción —le recriminó Mustafá.

—¡Vamos a rasgarla!

Aisha fue la primera que cogió un cofrecillo de joyas y lo lanzó lejos. Hussein la imitó y empezó a empujar objetos recubiertos de perlas y esmeraldas por la borda.

—¿Qué hacéis? ¿Os habéis vuelto locos? —chilló Mustafá.

Varios mercenarios se pusieron de su parte y quisieron impedir que aquellos recién llegados tirasen el botín que tanto les había costado reunir. Sindbad se interpuso entre ellos.

Los ánimos se estaban calentando, cuando un estampido ensordecedor, comparable al derrumbe de una montaña, hirió los oídos de todos. Un vendaval ardiente los dejó sin aliento, a la vez que el suelo se sacudía con tanta fuerza que derribó de nuevo a todos los hombres y si’lats que estaban de pie sobre la alfombra. Un surtidor de vapor de azogue apareció a unos metros de donde estaban, lanzando por el aire grandes fragmentos de cobre, piedras, tierra y astillas de metal fundido que saltaban y estallaban a su alrededor. Mientras un estruendo interminable lo llenaba todo, haciendo que los oídos zumbasen dolorosamente.

En ese momento no hicieron falta más palabras. Todos los que estaban a bordo de la alfombra se unieron a la labor de empujar fuera de ella los tesoros, el oro, las joyas, las coronas de reyes olvidados, las copas adornadas con zafiros y rubíes. Poco a poco empezaron a elevarse, mientras la Ciudad se iba hundiendo lentamente sobre sí misma, como un papel estrujado por la mano de un gigante. Un intenso calor surgió de las profundidades, junto con una retícula de relámpagos, que derritió parte de los glaciares que rodeaban la ciudad. El agua inundó el cráter, transformándose en un denso vapor blanco que se mezcló con los efluvios de azogue. Durante bastante tiempo sobrevolaron la zona, pero no lograban distinguir nada en aquella humareda.

Vieron relucir algo entre la niebla, en el gran lago de agua helada que ahora ocupaba el espacio donde había estado la Ciudad de Cobre. Tan sólo era un cilindro de metal, que flotó durante unos instantes en la superficie. Era la vasija en la que estaba encerrado Iblis.

Finalmente se hundió en el lago que ya empezaba a helarse de nuevo.


La Ciudad de Bronce 8.ª