62
El anciano había estado agazapado junto a la salida del túnel, esperando el momento en el que Qaïd quedase expuesto. Sonrió mostrando sus dientes sucios y retorcidos.
—Parece que el destino quería que tú y yo nos reuniésemos al final, en este lugar fuera del espacio y del tiempo.
—¿Puedo preguntarte qué haces aquí, gran visir? —dijo Qaïd con calma, aunque la espada de Ibn Jalid le estaba arañando la garganta—. Los tesoros se hallan en otro sitio.
—Sabes muy bien, Qaïd, que ni tú ni yo emprendimos esta aventura sólo por el oro.
—En ese caso, si nos mueven los mismos intereses, podemos colaborar, gran visir.
—Quizá. Pero primero suelta ese cuchillo que escondes.
Qaïd obedeció, y la hoja manchada con la sangre de Nahodha repicó contra los escalones de metal.
—Muy bien —dijo Ibn Jalid—, ahora te mostraré algo.
El talismán estaba sujeto alrededor del cuello del anciano con una cadena de oro.
—¿Lo reconoces?
—Ya veo lo que pretendes —dijo Qaïd.
—Los efrits nos trajeron hasta aquí para que liberásemos a su rey, Iblis, el más temible de los efrits. Para lograrlo es necesario romper las cadenas de estasis que lo sujetan y que fueron creadas por el propio rey Salomón.
—Sí. Tienes el talismán, pero ¿sabes cómo usarlo? ¿Acaso lees hebreo antiguo?
—No —reconoció el gran visir—. El derviche que traje conmigo sí que sabía interpretar estos símbolos, pero no sobrevivió al paso por debajo de la cascada de mercurio.
—Ya lo he visto. —Qaïd sonrió—. Fuiste descuidado en ese punto. Tendrías que haberte asegurado su supervivencia, porque sin él nunca lograrás dominar a Iblis. Aunque tengas el talismán, no te servirá de nada si no eres capaz de leer la invocación. Pero yo podría ayudarte.
Ibn Jalid apretó un poco más el acero contra la garganta de Qaïd y un hilillo de sangre corrió hacia abajo, hasta manchar el cuello de su túnica.
—Pero yo nunca he confiado en ti, ese es el problema —dijo el anciano—. Siempre veo tus intenciones, y ahora, si me descuido, pronunciarás unas palabras que yo no entenderé… Y al instante siguiente Iblis se volverá contra mí y me aplastará como a una cucaracha.
—¿Tienes otra opción que no sea confiar en mí…? —Con un movimiento rápido, Qaïd se giró y le arrebató la espada al anciano—. ¡Viejo estúpido!
Ibn Jalid perdió el equilibrio y cayó rodando por los escalones. Luego se arrastró por el suelo hasta que casi llegó al borde del lago de mercurio en el que estaba prisionero Iblis.
—No tienes adónde huir, gran visir —dijo Qaïd mientras descendía con calma hacia él. Con una mano sujetaba la espada que le había arrebatado a Ibn Jalid y con la otra la muñeca de su mujer, a la que arrastraba detrás de él.
—Estás muy equivocado, Qaïd —dijo el gran visir poniéndose rápidamente de pie.
Y soltó una risotada que desconcertó a Qaïd. ¿Qué ardid estará tramando el viejo zorro?, se preguntó con repentina aprensión. No tardó en averiguarlo. De detrás de una columna surgió un hombre bastante alto. Lucía una larga barba gris y estaba tan cambiado que Qaïd no pudo reconocerlo en un primer momento. Pero Aisha no dudó de quién era:
—¡Hussein al-Rahmaan!
La última vez que Aisha lo había visto, Hussein estaba herido e inconsciente, y el djinn que ella había liberado lo arrastraba con él en su huida. Vio que la mano derecha del orfebre estaba vendada. Recordó que había perdido varios dedos cuando Jürgen le golpeó con su espada. Quizá nunca pudiera volver a ejercer su arte, pero su aspecto era saludable.
Hussein sujetaba un alfanje con su mano izquierda, y lo blandió frente a Qaïd. Era un hombre grande y fuerte, quizá no fuese un gran espadachín, pero sin duda era un enemigo más temible que el anciano visir. Qaïd decidió mantener la distancia de momento.
—Hussein es el artesano de Basora que contrataste, ¿lo recuerdas ya, Qaïd? —dijo Ibn Jalid—. Ha sido mi prisionero desde hace algo más de un año, y siempre sospeché que sabía cómo construir otro talismán. Él siempre lo negó, pero mentía. Como buen artesano que es, aprendió a fabricar el talismán estudiando en profundidad el libro que le entregaste. Lo memorizó por completo, y ahora es capaz de recitar las invocaciones que transcribiste tú mismo, y que romperán el poder de los sellos de Salomón. ¿No es así, Hussein?
—Sí, gran visir —dijo el artesano—, todo está en mi memoria.
—Hussein, no tienes por qué hacer esto —le dijo Aisha—. El gran visir es tu enemigo.
—Haz callar a esa mujer —dijo Ibn Jalid.
—Hazla callar tú si puedes —replicó Qaïd. Y añadió—: Yo también tengo curiosidad… Hussein, ¿por qué ayudas al visir? ¿Y por qué me amenazas con esa espada?
—Es evidente —dijo Ibn Jalid—, lo hace por oro. Por mucho oro, como todos los desgraciados que se están llenando los bolsillos ahora ahí arriba, sin saber si podrán salir de aquí o no. Y también lo hace por fidelidad, a fin de cuentas yo le revelé la identidad del asesino de su hijo mayor y le permití vengarse de Jürgen.
—El bárbaro pelirrojo estaba bajo tus órdenes —le acusó Aisha.
—Alá sabe que eso no es verdad, y que esa bestia actuaba por su cuenta. Precisamente intentó matarme a mí también un instante antes de que Hussein acabase con su vil existencia.
—Hussein —dijo Aisha mirándole a los ojos—; Radi, tu hijo pequeño, está aquí.
—¿Qué? —Por primera vez la expresión del artesano se iluminó.
—Está arriba, con todos los demás. Ha venido a buscarte.
—Eso no es posible. Radi está en Basora, con su madre. Mientes.
—Por supuesto que no es posible —dijo Ibn Jalid—. Esta bruja de al-Ándalus miente más que habla. Es mejor que ignores lo que dice y empecemos ya, si es que queremos salir alguna vez de esta ciudad extraña. Dime lo que debo hacer para liberar a ese djinn gigante.
—Tienes que acercarte al borde del lago de mercurio y leer siete veces lo que dice el talismán mientras lo sujetas en alto —dijo Hussein—. Me sé el texto de memoria. Tú sólo tendrás que repetir lo que yo diga.
—¿Es eso correcto? —le preguntó Ibn Jalid a Qaïd.
Este se limitó a sonreír y a encogerse de hombros.
—Veo que no me ayudarás —dijo el gran visir—. Bueno, no importa. Limítate a quedarte ahí quieto y a mirar cómo libero al más poderoso de todos los djinns.
Ibn Jalid caminó hasta el borde del lago y sujetó el talismán por encima de su cabeza calva. Se asomó un poco y tuvo que apartarse rápidamente por el calor y los vapores que emanaban del cuerpo del monstruoso gigante de color negro rojizo y cabeza de buey. Flotaba sobre una superficie de mercurio en constante fusión. Pero aún pasaba algo más extraño a su alrededor. Los chorros de azogue que caían desde lo alto se descomponían de repente en una miríada de esferas perfectas que parecían flotar en un aire con la consistencia de la miel. Seguían cayendo, pero muy lentamente, hasta fundirse con el gran charco de mercurio.
Aquí hay magia, pensó Ibn Jalid. Quizá no era una magia diferente de la que permitía volar a las alfombras, pero era impresionante que aquel hechizo siguiera funcionando siglo tras siglo, desde los años de Salomón. Él estaba dispuesto a romperlo por fin y así podría salir de aquella ciudad con más riquezas de las que jamás soñó tener un califa. Con ese tesoro podría comprar mercenarios y crear un ejército que cambiaría la relación de poder en Bagdad.
Pero Ibn Jalid esperaba conseguir algo más. Quería que esta acción le granjease la amistad de los efrits, los djinns más poderosos. Y con unos aliados así, nadie podría detenerle.
—Levanta el talismán más alto y repite estas palabras… —le gritó Hussein.
Usando la transcripción de sonidos hecha por Qaïd, recitó en hebreo antiguo el texto cuya traducción era:
Rompo tus cadenas y grilletes.
Donde Salomón ilumina las cinco puntas,
Su estrella da poder a mi voluntad.
Y nada que exista puede impedirlo,
Porque hablo en nombre de los ángeles
Y digo que las cadenas ya no pueden atarte…
Cuando Ibn Jalid terminó de pronunciar estas frases, una de las gigantescas garras de Iblis se movió un poco.
—¡Está funcionando! —exclamó—. ¡Se mueve!
Enmudeció de repente, porque la enorme garra negra de Iblis se abalanzó sobre él, y a punto estuvo de atraparlo. Ibn Jalid se echó desesperadamente hacia atrás, intentando esquivar la rociada de mercurio que el djinn lanzó al agitar su brazo. Pero una salpicadura tan ancha como su cuerpo lo alcanzó de lleno en la espalda. El gran visir se quedó sin aliento por el impacto, trastabilló y se fue de bruces contra los escalones. Se golpeó en la boca, dejándose varios dientes sobre el metal. Luego, medio inconsciente, rodó hasta el lago de mercurio y se deslizó sobre su superficie como si se tratase de hielo. Intentó regresar a la escalera dando frenéticos manotazos, pero era inútil. No podía nadar en aquel pesado elemento. Poco a poco, sin que sus desesperados esfuerzos pudieran evitarlo, se fue acercando al cuerpo del gigante.
—¡Ayudadme! —gritó Ibn Jalid con todas sus fuerzas—. ¡Ayudad…!
Su grito fue cortado en seco cuando la manaza del gigante cayó sobre él y lo hundió en el mercurio. Sólo unas gotas de sangre y trozos de seso permanecieron en la superficie.
—Fue una mala idea empezar la invocación justo por ahí —dijo Qaïd mirando a Hussein, que estaba atónito por lo que acababa de pasar—. Hubiera sido más inteligente someter primero la voluntad de Iblis, antes de liberar su brazo.
Aisha aprovechó aquel instante para escapar del lado de su esposo. Pero él fue detrás de ella, la agarró por el pelo y le dio un tirón salvaje hacia atrás. La mujer le respondió con un codazo en el vientre que lo dejó sin respiración durante un momento. Intentó huir de nuevo, pero Qaïd volvió a lanzarse sobre ella y la sujetó con fuerza, apretando sus brazos contra su cuerpo. La arrastró hacia el borde del lago. Las salpicaduras de mercurio arreciaban, mientras el enloquecido gigante golpeaba con su mano libre contra la superficie del lago de metal líquido.
—¡Qaïd!
Alguien había gritado su nombre desde la entrada de la gran caverna. Al girarse Qaïd, vio a Sindbad. Sujetaba el arco de Nahodha entre sus manos, y tenía una flecha preparada en el canal de disparo. A pesar de su tamaño y su dureza, había conseguido tensarlo.
—No te atreverás a disparar, capitán —dijo Qaïd con una calma inhumana, mientras se agazapaba detrás de su mujer—. Si disparas, la flecha atravesará a Aisha antes que a mí. No puedes hacer nada, no te muevas de donde estás o la mato.
—¡Canalla! —gritó Sindbad, sintiéndose impotente. A duras penas conseguía mantener la tensión del arco. El brazo izquierdo empezaba a temblarle, lo que hacía casi imposible un tiro certero. Si soltaba la flecha, esta tenía tantas posibilidades de clavarse en Aisha como en Qaïd.
Ignorando el riesgo de ser alcanzado por las salpicaduras de mercurio, Qaïd se colocó en el mismo borde del acantilado, y acercó la hoja de acero al cuello de Aisha.
—Ese viejo estúpido nunca tuvo ninguna oportunidad —le susurró a su esposa al oído—. Los efrits lo engañaron miserablemente. El talismán tiene el poder para liberar a Iblis, pero no para someterlo. Sólo tú tienes ese poder, querida. Sólo tú. Tu sangre convertirá al más poderoso de todos los djinns en mi esclavo para toda la eternidad.
Empezó a pronunciar en hebraico las palabras que iban a ligar la voluntad de Iblis para siempre a la suya, y al mismo tiempo se dispuso a clavar la hoja en la garganta de Aisha. Sólo necesitaba derramar su sangre sobre el azogue para convertirse en el amo del mundo. Sindbad estaba demasiado lejos para impedirlo y no se atrevería a disparar. La mano que aferraba el cuchillo empezó a descender mientras él seguía recitando la interminable invocación.
—¡No! —gritó Sindbad a la vez que empezaba a bajar el arco. Ya no aguantaba más tiempo la tensión, y sabía que si soltaba la flecha podría ser él quien matase a la mujer.
Qaïd se dispuso a completar el sacrificio. Pero la mano de un muchacho surgió, aparentemente de la nada, y lo sujetó por la muñeca.
—¡Suéltala! —gritó Radi.
En aquel momento de tensión, todos los ojos habían estado clavados en Qaïd, al borde del lago de mercurio, y en Sindbad, en lo alto de la escalera. Nadie se había fijado en aquel muchacho delgado que se deslizaba sigilosamente por los escalones. Nadie excepto Hussein, que había visto llegar a su hijo, pero había enmudecido por la sorpresa y por no delatarlo.
Ahora Radi se había plantado frente a Qaïd y le sujetaba el brazo que empuñaba el cuchillo. El hombre miró al muchacho con los ojos desorbitados por la ira, pero intentó seguir y empujó con todas sus fuerzas la daga hacia la garganta de Aisha.
Radi sabía que no podría resistir su fuerza, pero tampoco era ese su plan. Él también tenía un cuchillo y lo usó para clavarlo en el brazo con el que sujetaba a Aisha.
La mujer se soltó de inmediato, saltó hacia Radi y lo empujó contra el suelo.
—¡Dispara, capitán! —gritó Aisha.
Sindbad no se lo pensó dos veces. Sólo tendría una oportunidad. Levantó el arco de Nahodha, lo tensó y, casi sin detenerse a apuntar, disparó.
La flecha cruzó el espacio que los separaba y se hundió en el pecho de Qaïd. Cayó hacia atrás y rodó por el suelo hasta el borde del lago de azogue. Clavando la punta del cuchillo en el suelo de cobre logró detener su caída. El asta de la flecha sobresalía de su pecho, tenía los dientes tan apretados que su mandíbula crujió mientras se le llenaba de sangre la boca. Sus ojos estaban casi fuera de las órbitas, y los tenía clavados en Aisha. Con un esfuerzo sobrehumano, empezó a arrastrarse hacia ella. La mujer se volvió y lo golpeó con el pie en la cara.
Ahora sí se soltó y cayó al lago de mercurio. La sangre que manaba de su pecho empezó a escurrirse por la brillante superficie del metal líquido. Qaïd estiró un brazo hacia la orilla. Era difícil adivinar si era un gesto amenazante hacia su esposa o si pedía clemencia.
La garra de Iblis lo atrapó en ese momento y lo levantó por encima de ellos. Qaïd aulló mientras los dedos gigantescos le aplastaban las costillas y el abdomen. La sangre inundó su boca y el grito de dolor se ahogó en ella. Entonces el monstruo lo lanzó contra la pared, como a un muñeco roto e inservible, y empezó a golpear con el puño la superficie del lago.
Sindbad dejó caer el arco y corrió escalones abajo para ayudar a Aisha a levantarse.
Hussein ya abrazaba con fuerza a su hijo.
—La dama me dijo que estabas aquí, pero no la creí. No la creí… —musitó.
La mujer apartó los ojos del guiñapo ensangrentado en que se había convertido Qaïd y miró al marino.
—Sabía que vendrías —le dijo.
Él la besó.
—¡Capitán, tenemos que salir de aquí! —gritó Radi—. ¡Esto se está poniendo feo!
La garra gigantesca de Iblis, la única parte de su cuerpo que había sido liberada por Ibn Jalid, dio otro puñetazo contra la superficie del lago levantando una ola de metal líquido que salpicó pesadas esferas de azogue por todos los lados. Uno solo de aquellos proyectiles, impulsados por la furia ciega del gigante, podría abrirle la cabeza a un hombre.
Iblis volvió a levantar el brazo y su garra se clavó en el borde de la escalera. Al entrar en contacto su carne con el cobre, se produjo un fogonazo de luz y saltaron chispas. El metal crujió, empezó a fundirse. El gigante intentaba arrastrarse fuera del lago, quizá pensaba que así lograría liberarse. Su rostro estaba inmóvil, pero sus ojos inhumanos llameaban de furia.
Sindbad sujetó a Aisha entre sus brazos, y dijo:
—Sí, es mejor que empecemos a correr.
Toda la estancia tembló mientras grandes pedazos de la bóveda se desprendían y caían sobre el lago de azogue. El brazo libre de Iblis golpeaba el metal con todo su poder, provocando chispazos y relámpagos que saltaban por doquier, desestabilizando la delicada estructura del cilindro de cuatro dimensiones. Las paredes de cobre empezaron a agrietarse con una serie de estampidos ensordecedores que parecían estremecer al propio universo. Radi corría junto a su padre, levantó instintivamente las manos, tratando de protegerse del diluvio de esferas de mercurio y fragmentos de metal que caían desde lo alto de la cueva. Aquel mundo en miniatura se estaba colapsando y se les venía encima. Envueltos en una nube de polvo de cobre, treparon por las escaleras hacia la salida del corredor. Era terrorífico, no veían por dónde iban, o si un trozo de metralla o un cascote los iba a aplastar en el siguiente instante. A su alrededor se levantaba un estrépito monstruoso, como si la Ciudad entera se estuviera hundiendo sobre ellos.
Cascadas de polvo y trozos de metal volaban por todas partes. Se elevaba hacia las alturas una columna de venenoso vapor de azogue y un surtidor de relámpagos. La escalera tembló bajo sus pies, y cayeron de bruces mientras una espesa humareda amarillenta lo cubría todo. Llegaron a la salida y los cuatro corrieron juntos por el pasillo que comunicaba con el exterior. El olor a metal fundido impregnó el aire.
Por fortuna, la cortina de mercurio seguía abierta, tal y como Aisha la había dejado.
La Ciudad de Bronce 7.ª