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Nahodha siguió la escalera hasta que esta desembocó en una sala inmensa y redonda, cubierta por una cúpula que estaba sujeta por columnas de cobre de una altura prodigiosa. Miles de vasijas de cobre cerradas con el sello de Salomón se amontonaban en aquel recinto.

El si’lat las contempló con una mezcla de sentimientos. Rencor hacia los djinns que se habían puesto de parte de Iblis, y piedad por todas aquellas almas congeladas en el tiempo y perdidas al conocimiento, quizá para siempre.

Unas grandes águilas de oro colgaban con cables desde lo alto del domo con las alas desplegadas y las garras dispuestas para atrapar a su presa. En el pecho hueco de las águilas ardían unos fuegos que iluminaban con luz mortecina aquel espacio. El si’lat comprendió que eran una representación de las aves que habían luchado al lado de Salomón durante su batalla contra Iblis. Un símbolo de su victoria. Comprendió que la cripta no podía estar muy lejos. Continuó por una galería que se abría en el centro de la sala, y que descendía como una rampa espiral hacia las profundidades de la tierra. El suelo estaba muy inclinado, además de cubierto por una capa de humedad. Tenía que colocar los pies con cuidado para no resbalar.

Su parte superior estaba decorada con una cornisa, en la que estaba grabada con caracteres de oro sobre fondo azul una inscripción en lengua hebrea que decía:

¡En el nombre del Inmutable, el Soberano de los destinos! ¿Dónde está Adán, padre de los humanos? ¿Dónde están Nuh y su descendencia? ¿Dónde está Nemrod el formidable? ¿Dónde están los reyes, los conquistadores, los soberanos de Hamán y Karún? ¿Dónde están Scheddad, hijo de Aad, y todos los pertenecientes a la posteridad de Canaán? Por orden del Eterno, abandonaron la Tierra para ir a dar cuenta de sus actos el día de la Retribución. Como tú pronto harás también. Arrepiéntete por ello de tus pecados y glorifica al Creador.

Por fin Nahodha llegó al final de aquella espiral descendente. La rampa desembocaba en una habitación cilíndrica de cinco metros de diámetro, con el techo a diez metros de altura.

Y no había más puertas, aquel era el final del camino.

Las paredes también estaban recubiertas de planchas de cobre, pero por ellas se deslizaba una delgada cortina de mercurio, que fluía sin cesar desde lo alto y se iba acumulando en un canalillo que rodeaba toda la sala. De allí, el azogue era conducido por cuatro conductos radiales hasta el centro de la sala, donde se levantaba una pileta cóncava de cristal de roca. La base que sustentaba la pileta era un cilindro de cobre de un metro de altura por cincuenta centímetros de diámetro. Un extraño resplandor rojo irradiaba desde el cristal y lo iluminaba todo, de modo que al reflejarse en el mercurio de las paredes lo hacía parecer sangre.

Se acercó a la pileta y se asomó a ella. Imposible no mirar dentro si aquel era el único objeto de la sala. Pero lo que vio lo hizo temblar dentro de su traje hermético de cuero negro.

Una cabeza gigantesca y negra, con un rostro espantoso que recordaba al de un buey. Con grandes orejas colgantes y una cabellera de crin áspera entre dos cuernos curvados hacia atrás. En las cuencas de sus ojos llameaban dos furiosas pupilas rojas, semejantes a las de un león a punto de caer sobre su presa.

¡Iblis!

Aquello no era otra cosa que un aparato óptico muy complejo, que doblaba la luz y ampliaba la imagen del interior del cilindro que estaba justo debajo. Porque Iblis se encontraba dentro de aquel recipiente de cobre de un metro de altura, en otra dimensión de la realidad. Por el efecto de aquella lente, aparecía como si estuviese a menos de un palmo de su cara. Sin duda el artefacto había sido diseñado y construido para vigilar a Iblis desde aquella cámara.

Pero era Iblis el que parecía mirarle directamente a él, con ira terrorífica. Se estremeció, aunque sabía que el más poderoso de los efrits estaba encerrado y congelado en el tiempo, incapaz de moverse por las ligaduras de estasis que había creado Salomón dos mil años antes.

El rostro temible de aquel antiquísimo efrit lo dejó fascinado durante un momento.

Y esa fue su perdición.

Alguien saltó a su espalda y la clavó una daga muy afilada a la altura de la cintura. Sus piernas se doblaron y su pecho rebotó contra la pileta para luego caer de lado. Una silueta humana se acercó a él mientras estaba aturdido, y cortó las sujeciones de su casco con forma de cabeza de pájaro. Se lo arrancó de un tirón.

—Así está mejor —dijo Qaïd, que sujetaba en la mano una larga y estrecha daga con inscripciones de cobre incrustadas en la hoja—, así podemos vernos las caras.

—¡Maldito seas, humano! —masculló Nahodha entre dientes.

Se dio la vuelta e intentó levantarse. Los nervios de su columna vertebral empezaban a regenerarse y estaba recuperando el movimiento de las piernas.

Pero había otro problema: no podía respirar.

El si’lat boqueaba desesperado como un pez fuera del agua. Mientras su rostro se iba amoratando, alargó una mano para intentar atrapar a Qaïd.

Este retrocedió un paso y soltó una risita.

—No puedes respirar este aire saturado de partículas de cobre, ¿verdad? Te está quemando los pulmones más rápido de lo que puedes curarlos. ¿O me equivoco?

Nahodha sangraba por la boca y la nariz. Se arrastró por el suelo, sin otro objetivo que recuperar la máscara que le permitía respirar en el aire envenenado de la Ciudad de Cobre. Cayó de bruces y se quedó inmóvil, con el brazo extendido y los dedos engarfiados como si aún quisiera atrapar a Qaïd.

—No, creo que no me equivoco —dijo el humano con una sonrisa torcida.

* * *

El djinn estaba inmóvil y él se giró en redondo al advertir que su esposa, Aisha, intentaba huir por el corredor ascendente. La cogió del pelo y la arrastró hacia atrás.

—¡Suéltame! —gritó ella.

—No, querida. Ten un poco de paciencia, te lo ruego. Ya casi estamos y te va a encantar lo que vas a ver —dijo él mientras la obligaba a levantarse.

—¿Por qué haces esto, Qaïd?

—¿Por qué? —Él inclinó la cabeza—. Es una pregunta curiosa. Somos aquello en lo que creemos, querida, y nadie escoge las cosas en las que debe creer. Son ellas las que te atrapan y se apoderan de tu alma. Yo pertenezco a esos sueños, toda mi vida ha sido un largo camino para llegar hasta aquí, a este preciso momento. Deja que esos perros de ahí arriba se peleen por unas migajas de oro, lo que ahora está al alcance de nuestras manos es infinitamente más valioso.

—Siempre he sido parte de tus planes. Nada más que eso.

Qaïd la obligó a darse la vuelta y la miró a los ojos.

—Te he amado, Aisha, y lo he hecho con devoción, porque sabía que gracias a ti mis sueños se iban a cumplir. Tú pusiste a mi alcance la Mesa de Salomón, que yo había estado buscando durante toda mi vida y que finalmente encontré en poder de tu familia. Y te juro que, cuando emprendí mi viaje, pensaba que nuestro destino sería compartir juntos este éxito.

Mientras hablaba, la arrastró hasta la pared, donde la cortina de mercurio caía con una fuerza asombrosa, como una cuchilla líquida. Se detuvo frente a la cascada y añadió:

—Por desgracia, no puede ser así. Vamos a tener que separarnos, querida, porque en las bibliotecas de la ciudad de los si’lats encontré algo que me abrió los ojos. Algo que había estado siempre delante de mí y nunca había visto.

—¿Qué vas a hacer, Qaïd? ¡Suéltame!

El hombre la tenía agarrada con fuerza por el pelo, y la cortina de mercurio estaba a un palmo de su rostro. La violencia con la que caía el metal líquido hacía temblar el suelo.

Aisha intentó soltarse y golpeó hacia atrás con el talón del pie. Pero no consiguió hacer nada. Su mente estaba demasiado confusa y entumecida por el opio.

—Por eso envié a por ti, querida. Ahora sabremos si valió la pena todo lo que arriesgué para traerte hasta aquí sana y salva.

Y la empujó con fuerza contra la cascada de mercurio.

Ella gritó y cerró los ojos, pero no pasó nada. El metal ni la rozó. Abrió los ojos y vio que la cortina de mercurio se apartaba a los lados y creaba una puerta alrededor de su cuerpo. La pared detrás de ella había desaparecido y sólo se veía oscuridad detrás de la cascada.

—¿Qué es esto? —preguntó la mujer, desconcertada.

Qaïd soltó una risotada y cruzó junto a ella.

—Asombroso, ¿verdad? Contempla la magia poderosa del rey Salomón. La sala es un cilindro que contiene otro cilindro, y el exterior del cilindro mayor es en realidad el interior del cilindro de menor tamaño. No intentes entenderlo, pero funciona, estamos dentro del recipiente.

—Me empujaste contra el mercurio, pero tú sabías que iba a cruzar…

—¿Ahora lo comprendes por fin? —le preguntó—. ¿O siempre lo has sabido? Sí, yo creo que de algún modo siempre has sido consciente de ello. Por eso decidiste liberar al efrit prisionero en el barco de cobre. ¿Recuerdas lo que dijo Nahodha? Sin el talismán era imposible, y sin embargo tú lo lograste. Quizá él no te creyó, pero yo sí.

—¿De qué estás hablando? —Ella lo miraba con los ojos desorbitados.

Avanzaban por un corredor estrecho y curvo, que estaba casi completamente a oscuras, tan sólo un remoto fulgor rojizo se reflejaba en las paredes de cobre. Bajaban y bajaban sin cesar, como si aquel túnel los llevase al corazón del mundo.

—Te estoy hablando, querida, de la sangre del rey Salomón que corre por tus venas. Eso fue lo que encontré en los libros antiguos de Vathek. La sangre de Salomón era el verdadero talismán, no esa vulgar lámina de cobre con grabados. Y su poder es tan grande que mantuvo a los djinns esclavizados durante muchos años después de su muerte. ¿Recuerdas lo orgullosa que estaba la hermana de tu padre de vuestros gloriosos antepasados? Tenía razón, tú vienes de varias generaciones de descendientes del rey Salomón que se han ido emparejando durante siglos entre ellos. En realidad tú eres el talismán, Aisha.

El túnel estaba muy oscuro, y tropezaron con un cuerpo tendido. Qaïd se agachó y lo estudió. Presentaba una herida en la cabeza y la sangre le cubría el rostro. Tenía la boca abierta y dentro de ella brillaba un charco de mercurio. Le limpió la sangre con un paño, pero lo que había debajo había dejado de ser un rostro humano. El cadáver estaba contraído y retorcido de una forma horrible, las cuencas de los ojos se habían desplazado una encima de la otra. Delgadas láminas de cobre, como cuchillas muy afiladas, se perfilaban debajo de la piel, como si lo atravesaran desde dentro de su cuerpo hacia fuera.

—Es horrible —murmuró la mujer tapándose la boca para no gritar. No quería mostrar ninguna debilidad ante Qaïd.

—Va vestido como un derviche. Debe de ser el hombre de Ibn Jalid del que me hablaste.

—Pero Zafir era un anciano normal, y eso es un monstruo.

—Parece que tuvo problemas al cruzar. No vivió mucho después de hacerlo.

Frente a ellos brillaba el final del corredor en color rojizo. Una bocanada de viento, cargado de calor y olor mefítico, los alcanzó y agitó sus ropas.

—¡Ya estamos! —exclamó Qaïd con entusiasmo.

Cogió a su esposa por la mano, y tiró de ella hacia el resplandor rojo. Cuando ambos salieron del túnel, un espectáculo turbulento se desplegó ante sus ojos.

Se encontraban en el interior de un desmesurado cilindro de paredes de cobre. Su techo con forma de cúpula se elevaba a más de cincuenta metros. Nubes de mercurio gaseoso se acumulaban en lo alto y eran absorbidas por un anillo de tubos que rodeaban el techo. Esto era muy extraño pues el azogue vaporoso es mucho más pesado que el aire, pero era evidente que en aquel lugar regían principios muy diferentes a los del mundo real. Qaïd levantó la mirada y pudo distinguir una lente cristalina en el centro de la cúpula metálica. Toda la luz provenía de allí. Aquella era la pileta de la sala donde había matado a Nahodha, y ellos estaban dentro del aparentemente pequeño recipiente cilíndrico que ocupaba su centro. En aquel plano de la realidad las relaciones de tamaño eran diferentes a las del mundo conocido por el hombre. Cuatro cascadas de mercurio se desplomaban desde lo alto hacia donde enfocaba la lente.

Bajó la vista y lo vio.

Iblis. Gigantesco. De quizá diez metros de envergadura. Pero yaciente, flotando boca arriba sobre un lago de mercurio que ocupaba casi toda la base del cilindro, de unos veinticinco metros de diámetro. El metal líquido se evaporaba constantemente por el calor generado por su cuerpo, los vapores eran conducidos hacia el exterior para ser enfriados, y luego caían de nuevo como cuatro cascadas, para formar el lecho eterno del más poderoso de los efrits.

Qaïd estaba extasiado por esa visión. Él y su esposa se encontraban sobre una plataforma de metal que formaba una terraza cuadrada a partir de la salida del túnel. Más adelante descendía, moldeando unos amplios escalones, que se hundían en el lago de mercurio. Una gran lámina de cobre plegado dibujaba la escalera, que estaba sustentada por anchas columnas que se elevaban por encima de ella.

Qaïd dio un paso para empezar a bajar, y alguien apoyó el filo de una espada en su garganta.

Giró los ojos hacia la persona que sujetaba el arma y la reconoció de inmediato:

—¡Ibn Jalid!


La Ciudad de Bronce 6.ª