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Con sus últimos estertores, la alfombra consiguió llevar a Sindbad hasta el interior de la Ciudad de Cobre, y justo cuando tocó el suelo se quedó tan inmóvil y sin vida como un simple trozo de tela. Se tumbó de espaldas, agotado y dolorido. Respiró hondo y miró hacia arriba.

La luna llena estaba en lo alto, y parecía orlada por un anillo de cristales de escarcha. Por encima de los muros de cobre asomaban los acantilados de hielo azul. Le faltaba el aire, necesitaba dar muchas y profundas bocanadas para respirar, y aun así tenía la sensación de que no conseguía llenar del todo sus pulmones. Pero no se podía quedar allí. Habían aterrizado en una plaza que era un perfecto cuadrado por el que se accedía a cuatro calles, la entrada a cada una de ellas estaba en un lado del cuadrado. El espacio se encontraba rodeado por soportales sujetos con estrechas columnas de metal. Sobre estos, las casas eran de dos pisos de altura y tenían ventanitas diminutas y cuadradas, distribuidas aparentemente al azar por las fachadas de cobre. El cardenillo de un vivo color verde se escurría desde ellas hasta el suelo.

La gran alfombra aterrizó entonces a lo lejos. Se puso en pie y caminó hacia ella. Le salió al paso un si’lat con el traje hermético. Tenía el rostro tapado por aquella máscara que parecía la cabeza de un pájaro, pero Sindbad reconoció su forma de moverse.

—Nahodha —le dijo.

—Sí, soy yo, Sindbad. Cuando te vi en el suelo temí que estuvieras herido.

—Estoy bien, sólo que… resulta difícil respirar…

—El aire es más delgado aquí —le explicó el si’lat, que lo miraba fijamente.

—¿Qué pasa? —le preguntó Sindbad.

—Tú, un humano, derrotaste a Msafiri —dijo con admiración—. Yo lo vi.

—No. Esta ciudad lo derrotó. Yo no hice otra cosa que esquivar sus golpes.

—Aun así es una hazaña impresionante. Msafiri habría vencido a veinte de nosotros.

—Entonces, ¿está muerto? ¿Nos hemos librado de él?

—Es difícil saberlo —admitió Nahodha—. Si su cabeza hubiera caído del lado de la Ciudad, probablemente. Pero no ha sido así y creo que algún día volveremos a verlo. Pero al menos la caída de su líder hizo que los otros efrits se retirasen. De momento hemos vencido.

Sindbad no le iba a poner ningún pero a aquel regalo inesperado.

—Entonces sigamos con lo que hemos venido a hacer —dijo.

Caminaron juntos hasta la gran alfombra. Yahiz estaba vendando el hombro de uno de los guardias de Qaïd que había recibido un flechazo. Varios cadáveres humanos estaban tendidos sobre la alfombra, al lado de un gran cuerpo cubierto de negro. Hombres y si’lats mezclando sus sangres, como debió de suceder en el tiempo de Salomón.

—¿Neema? —preguntó señalando el cadáver si’lat.

—No, es uno de mis arqueros que fue alcanzado en la cabeza. Neema estaba mal herida, una de las flechas le había atravesado el corazón, pero se recuperará. La evacuamos junto con otros heridos en una alfombra que los llevará a Vathek. Otro de mis hombres está usando ahora su traje de protección. —Nahodha miró a su alrededor y añadió—: Este es un lugar estremecedor para nosotros, estos trajes son lo único que nos separa de una muerte segura. Un pequeño desgarrón y esta ciudad envenenada acabará con nosotros en un instante.

—A mí tampoco me entusiasma estar aquí. ¿Habéis visto a Qaïd y Aisha?

—Allí —señaló.

Sindbad los distinguió a lo lejos. Estaban en el otro extremo de la plaza, junto a un montón de escombros y fragmentos de madera esparcidos sobre las losas de cobre.

Al caminar hacia ellos, Sindbad comprendió que aquellos cascotes eran el pecio de un barco gigantesco, como los que habían visto en el río. Pero en lo alto de aquella montaña parecía completamente fuera de lugar. Aparentemente tranquilo, Qaïd estudiaba los restos diseminados por el suelo. Aisha seguía sus pasos, silenciosa y distante, como si estuviese en otro lugar. Pero nunca se alejaba mucho de él.

—¿Capitán, estás bien? —le preguntó Radi. Sindbad apartó la vista del pecio y vio que su tripulación se había congregado en torno a él. El muchacho siguió diciendo—: Cuando vimos que ese monstruo saltaba sobre tu alfombra, te dimos por muerto.

—Pero, gracias a Alá, te encuentras a salvo —dijo Abdul.

—¡Aquí no se puede respirar! —se quejó Mustafá llevándose la mano al pecho.

—Mejor si no hubieras venido —le respondió Sindbad con voz cansada.

Yahiz se acercó a ellos limpiándose la sangre de las manos con un trapo.

—Han muerto seis hombres y un si’lat por las flechas —dijo—. Demasiadas bajas.

—A él no parece que le importe —dijo Gafar mirando hacia el pecio.

—¿Tenéis idea de qué es ese montón de escombros y por qué le interesa tanto a Qaïd? —preguntó Sindbad.

—Creo que los humanos del gran visir llegaron hasta aquí en ese barco —dijo Nahodha.

—¿En ese pecio? ¿Cómo?

—Volando, es evidente, pero al parecer no tuvieron un buen aterrizaje.

—Vamos a verlo —dijo Sindbad—, con un poco de suerte se habrán matado todos.

Los efrits podrían haber llevado a dos centenares de humanos en aquel barco hasta la Ciudad de Cobre, y si no habían muerto al aterrizar, iban a tener que enfrentarse a ellos.

Al menos, ningún efrit podría pisar nunca aquella plaza metálica, a no ser que tuvieran trajes como los que los si’lats habían fabricado. Pero mejor no pensar en eso.

La armadura negra de Neema la llevaba ahora el arquero Wawindaji, que caminaba justo delante de Sindbad. Podían ver los grandes parches de cuero en su espalda, allí donde las flechas habían penetrado y el traje había sido apresuradamente recompuesto.

—Sólo he contado diez cadáveres entre los restos —les dijo Qaïd cuando Sindbad y Nahodha llegaron junto a él—. Me temo que vamos a tener que luchar.

Sindbad se fijó en Aisha, que lo miraba todo con los ojos enrojecidos y el rostro convertido en una máscara impasible. Estaba drogada, le había asegurado Mustafá, y él ya no tenía ninguna duda al respecto. Sintió deseos de aplastar a Qaïd contra el suelo, pero tragó saliva y preguntó:

—¿Por qué te separaste de la formación? Al hacerlo, corriste un gran riesgo y pusiste a tu esposa en peligro.

—Es verdad —admitió Qaïd—, pero vi este barco volando a lo lejos, dirigiéndose hacia la Ciudad, y no me lo podía creer. ¿Cómo es posible que este viejo pecio pudiera volar?

—Mira esos restos —le respondió Nahodha señalando varios jirones de piel escamosa y multicolor que sobresalían entre los escombros—. Es el mismo tejido de las alfombras, y forma parte de una criatura del otro mundo. Creo que envolvieron el barco con ella, quizá le enseñaron a uno de los humanos a dirigirla en su vuelo hasta la Ciudad de Cobre.

—Pero, al parecer, una cosa es volar y otra aterrizar —se burló Qaïd.

—Sí, eso parece. Pero los efrits no podían hacer otra cosa.

—Les salió bien —dijo Sindbad—. Casi todos sobrevivieron.

—Tendremos que luchar, ya lo he dicho —asintió Qaïd—. Así que no perdamos más tiempo aquí. Nuestros enemigos ya están en la Ciudad.

* * *

El grupo se puso en marcha. Iban cuatro si’lats delante y cuatro vigilando la retaguardia, con los arcos tensados y listos para lanzar sus flechas. Nahodha caminaba junto a Qaïd y su esposa, con el arco colgado a la espalda y la espada en la mano.

—¿Estás seguro? —le preguntó al humano.

—Sí —dijo Qaïd—. Por aquí llegaremos a la tumba de Iblis. Pero te advierto que es todo un laberinto. Salomón se aseguró de que no fuera fácil de encontrar.

Cruzaron por un pasadizo bastante oscuro. Era un túnel abovedado, tachonado con agujeros con forma de estrella que dejaban pasar algunos pálidos rayos de la luz de la luna. Cuando salieron de nuevo al exterior, se encontraban en una especie de terraza elevada. Y el espectáculo que se presentó ante sus ojos los dejó a todos sin aliento.

Aquella ciudad parecía salida de un sueño.

En toda la extensión que podía abarcar la mirada, dentro del recinto circular de cobre, se veían innumerables estructuras, de una complejidad tal que era imposible retenerlas en la memoria una vez que apartabas la vista. A pesar del aparente caos, cada elemento aislado se insertaba dentro de un marco unificador en una perfecta y equilibrada geometría. Torres octogonales y minaretes afilados como agujas de metal apuntando hacia el cielo. Edificios de perfiles curvados y complejas decoraciones talladas sobre sus paredes de metal. Cúpulas bulbosas, de diferentes diámetros, pero hechas de un metal tan pulido que eran los destellos los que dibujaban sus formas voluptuosas. Cuatro canales, que sin duda representaban los cuatro ríos del Paraíso, brillaban entre los edificios. Pero lo que discurría por ellos no era agua sino mercurio. Iban a desembocar en un amplio mar circular de metal líquido, cuya fría superficie reflejaba con la nitidez de un espejo la luna y las estrellas. Los canales estaban flanqueados de cipreses que acentuaban las líneas de perspectiva, pero que en realidad eran esculturas de hojas metálicas. Árboles tan irreales como aquel lago de azogue.

Todo se fundía bajo la helada brisa de la noche y aquella luna mágica y pálida que parecía suspendida como un globo de luz sobre la Ciudad. Sin embargo, aquella belleza extraña y desconcertante estaba sepultada bajo el espectral silencio de una tumba. No se distinguía ni un vestigio de vida humana, ningún otro movimiento que el de los miles de murciélagos que volaban en bandada en la noche, esquivando los edificios de metal, reflejándose en el lánguido mar de mercurio y en las cúpulas con forma de cebolla.

—¡Por las…! —empezó a decir Gafar, pero se quedó sin palabras.

—Tenemos compañía —anunció Wawindaji, a la vez que apuntaba su arco hacia dos figuras que estaban plantadas al fondo de la terraza, observándoles.

Estaban bajo la sombra de un soportal, pero se podía ver brillar las lanzas que sujetaban en las manos y el brillo de sus petos.

—Guerreros —dijo Sindbad.

—Sólo pueden ser los hombres del gran visir —dijo Nahodha mientras le hacía señas a los arqueros para que se preparasen para disparar.

Pero Qaïd se puso en medio.

—Me parecería muy poco educado matar a esos hombres sin darles al menos la oportunidad de hablar —dijo—. Podrían ser desertores.

—Tiene razón —reconoció Sindbad.

—Me acercaré a ver qué quieren —dijo Qaïd—. Podéis esperarme aquí. No tiene sentido que nos arriesguemos todos. Tú también, querida.

—¿Es que te crees inmortal, humano? —le preguntó Nahodha.

Qaïd sonrió y empezó a andar hacia los dos hombres. Sindbad le siguió.


La Ciudad de Bronce 4.ª