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—Va a comenzar la batalla —le dijo Neema al muchacho humano mientras colocaba una flecha en su arco—. No tengas miedo.
—No tengo miedo —dijo Radi.
—¿Crees que sabrás manejarte con el escudo?
Radi asintió con un seco cabezazo. Era bastante pesado, pero no tanto como para que no pudiera levantarlo para proteger a Neema y a sí mismo. Todos los kilinda sujetaban escudos similares, pero él era el único humano cumpliendo esa función de proteger al arquero. Según Neema, el poco peso de su cuerpo en comparación con el de un si’lat le iba a dar más capacidad de maniobra, y al parecer eso era algo muy bueno en el combate que se avecinaba.
Sobrevolaron la gran alfombra de veinte metros de ancho que ocupaba el centro de la formación. Llevaban gatos para detectar a los efrits invisibles, aunque estos sólo podrían permanecer en ese estado si se mantenían en una perfecta inmovilidad, lo que era difícil con la vibración que el viento imprimía a las alfombras. Pero toda precaución era poca. Los arqueros se habían dispuesto formando un anillo defensivo para evitar que las alfombras de los efrits pudieran atacarles por los costados. Algunos estaban tumbados y apuntaban hacia abajo. Para los humanos era difícil creer que pudieran tensar sus arcos y disparar en esa incómoda posición, pero los si’lats parecían convencidos de poder hacerlo.
Por debajo de ellos, los efrits volaban solos. Formaban un apretado enjambre de casi doscientas alfombras, que ascendían en vertical desde el mar de niebla.
Nahodha hizo una señal y un grupo de farag’a pasó al ataque. Picaron hacia las alfombras enemigas, intentando ganar velocidad y rentabilizar su posición elevada. Aún en ascenso, los efrits se vieron sorprendidos por la rápida respuesta de los que iban a ser sus presas. No pudieron hacer otra cosa que romper su formación y dejar que los si’lats se deslizasen a través de ellos como dos nubes de dardos entrecruzándose a una velocidad cegadora.
Entonces se entablaron decenas de combates individuales.
Un efrit se lanzó en línea recta, desde abajo, contra la alfombra de Neema. Su flecha la atravesó justo junto al pie de Radi. Neema dejó que se acercase un poco más y luego dijo: «Sujétate», y se dejó caer hacia un lado. La otra alfombra hizo lo mismo, como si ejecutasen una danza sincronizada en mitad del cielo. Pero la amazona ya había conseguido ponerse debajo de él y disparó una flecha que se clavó en la pierna del efrit.
Aulló de dolor y se arrancó el dardo, que arrojó lejos. Era una criatura enorme, una masa de músculos recubiertos de duro pellejo granate. No llevaba más que el arco y la cimitarra colgando de una correa, y un taparrabos. Su pelo flameaba detrás de él como una capa negra.
Disparó varias flechas que Radi consiguió interceptar con el escudo y se dirigió hacia la Montaña. El muchacho pensó que el efrit iba a intentar aterrizar en algún lugar seguro, y retirarse del combate por causa de su herida en la pierna. Pero había subestimado su fiereza. Cuando estaba a sólo unos pocos metros del suelo, de repente niveló y dio media vuelta para dirigirse en línea recta hacia ellos. Neema logró dispararle un dardo que se hundió entre los gruesos músculos de su tórax.
Pero antes de que lograse colocar otra flecha en al arco, ya lo tenían encima.
El efrit había soltado su arco y blandía ahora la cimitarra con ambas manos. Mientras se cruzaban, lanzó un mandoble que Radi consiguió desviar por muy poco. Casi sintió cómo el alfanje le cortaba algunos pelos de la cabeza. A la vez que se agachaba, lanzó hacia delante el afilado extremo inferior del escudo y golpeó el costado del djinn. Apenas un topetazo, pero su enemigo no lo esperaba, su alfombra perdió estabilidad y se alejó girando sobre sí misma. Neema aprovechó para clavarle tres flechas más, que lanzó en rápida sucesión. Al final, el efrit chocó contra un promontorio rocoso y su cuerpo se precipitó desmadejado al vacío.
Radi sintió la mano de Neema en su hombro.
—Muy bien, chico —dijo.
Él miró a su alrededor, el cielo estaba lleno de alfombras, revoloteando unas en torno a otras como avispas. Un torbellino de combates singulares se estaban desarrollando en ese momento. Las alfombras efrits atacaban sin descanso. Eran más ágiles que las mbili de los si’lats, y más fuertes que las farag’a. Su movimiento era frenético. Se deshacían las formaciones, ganaban altura, y luego se dejaban caer en picado en busca de encarnizados encuentros.
Era evidente lo que los efrits intentaban hacer: romper el anillo protector para llegar hasta la gran alfombra donde iban los humanos, y destruirla.
Radi se fijó en algo:
—Los hombres de Ibn Jalid no van con ellos. ¡Ya deben de estar en la Ciudad de Cobre! —dijo señalando el anillo de metal iluminado por el sol poniente.
Neema no dijo nada. Tenía otras preocupaciones: una alfombra voladora se abalanzaba recta hacia ellos, tan imparable como un carro cargado de piedras por una pendiente.
La amazona se inclinó hacia delante y descendieron en picado. Justo en ese momento Radi levantó la cabeza y alcanzó a ver la otra alfombra pasándoles por encima y colocándose a su espalda. Miró sobre su hombro y vio el furioso rostro del efrit casi sobre ellos. Apuntaba con un ojo cerrado y tenía una flecha lista para ser disparada. Neema fintó hacia un lado y el dardo pasó silbando junto a su oreja.
Pero el efrit no se daba por vencido, seguía a su cola y ya estaba preparándose para disparar de nuevo. Neema picó hacia el mar de niebla, con la intención de zambullirse en él y eludir el acoso del efrit. Pero aún estaban demasiado lejos de aquel manto protector, y su cazador también había picado en su persecución. Neema voló en espiral, tratando de escapar de su adversario. Radi se asomó de nuevo hacia atrás y lo que vio estuvo a punto de hacerle gritar.
El efrit caía sobre ellos como un halcón sobre una paloma. Tenía el arco tensado y una flecha lista para disparar. Estaba demasiado cerca y tenía un buen blanco, era imposible proteger toda la espalda de Neema. Radi no se lo pensó, lanzó el escudo hacia atrás y este giró dos veces en el aire antes de alcanzar al efrit en pleno rostro y descabalgarlo de la alfombra.
Neema consiguió nivelar y miró al muchacho humano mientras la alfombra se deslizaba como una tabla sobre el océano de niebla.
—Has perdido el escudo —le recriminó—. Muy mal.
—Lo lamento —musitó Radi mientras blandía la vieja espada que llevaba colgada del cinto. Se sentía más cómodo con ella que con el pesado escudo, y Yahiz había tenido la precaución de enrollarle un largo alambre de cobre por toda la hoja de acero.
La amazona se elevó y eligió otro enemigo. Un imponente efrit, con una abultada cresta nasal y un color de piel de un rojo tan oscuro que parecía negro. Acababa de partir en dos a un si’lat de un salvaje mandoble, y buscaba otro contrincante.
Neema se lanzó hacia él en un apretado rizo y consiguió situarse justo en la cola del efrit. La alfombra enemiga se distanció, y las flechas de la amazona sólo encontraron el vacío. Lo persiguió dibujando un arco vertical y fue acortando distancias, tratando de encontrar hueco para un disparo certero entre los omóplatos del efrit.
El efrit intentó igualarle en el giro, y esa era la oportunidad que Neema necesitaba. Dos flechas cruzaron el espacio entre ellos casi simultáneamente. Las dos iban bien dirigidas hacia su vientre, pero el efrit partió una con su cimitarra y esquivó la otra.
Radi se quedó atónito. A pesar de su tamaño, aquel djinn era muy rápido.
—Es un efrit viejo —dijo Neema por encima del ruido del viento—. Se vuelven muy listos. —No parecía asustada, sólo le informaba del problema que tenían entre manos.
Inclinó su cuerpo hacia la izquierda y la alfombra viró para colocarse de nuevo sobre su cola. Lanzó varias flechas más, y falló. Era difícil apuntar porque estaban dentro del canal que creaba la alfombra del efrit al atravesar el aire, y eran sacudidos por las turbulencias.
De repente, Radi sintió que Neema se estremecía detrás de él, como si algo la hubiera sobresaltado. Vio por el rabillo del ojo que varias flechas pasaban a menos de un metro de su alfombra y desaparecían en la distancia. Se volvió y dio un respingo. Tenían a su cola por lo menos a media docena de efrits, disparando contra ellos y maniobrando para situarse en posición de tiro. El efrit viejo había estado actuando como señuelo para conducirlos hacia aquella trampa. Otro giro a la izquierda, y más flechas pasaron por los costados.
La amazona se hincó de rodillas y se derrumbó hacia un lado. Radi tuvo que darse la vuelta y sujetarla por un brazo para evitar que se precipitase al vacío.
Entonces vio que la djinn tenía tres flechas hundidas en la espalda.
La Ciudad de Bronce 3.ª