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Durante horas se deslizaron por el aire, apartándolo sin violencia, sin ruido, de la forma más sutil, incorporándose al curso natural de los vientos. La alfombra vibraba y se estremecía debajo de los pies de Radi, como el lomo de un potro lanzado al galope. Neema iba justo detrás del muchacho y la controlaba sin grandes esfuerzos, con leves movimientos de su cuerpo.

Radi se deleitaba con la fabulosa visión de la sabana. El tenue susurro del aire y la brisa presionaban su piel, pero nada era comparable a lo que sentía en su interior. Era como si esa asombrosa alfombra voladora se hubiera incorporado a su ser y ahora viera el mundo como lo hacía un pájaro. Estaba seguro de que si Neema le dejase pilotarla, él ya sería capaz de hacerlo. Había observado cómo la amazona husmeaba el aire en busca de las corrientes ascendentes, y cómo la alfombra entraba en ellas de forma natural, sin aparente esfuerzo. No había sentido miedo en ningún momento, ni siquiera durante el primer vuelo hacia la ciudad de Vathek.

—Nos estamos acercando —dijo de repente Neema.

Tan de repente, que Radi, que tenía su espíritu desplegado como las alas de un pájaro, volvió bruscamente a la realidad de sus preocupaciones inmediatas. Se avecinaba un combate a vida o muerte, no debía olvidarse de eso. Pensó que si moría iría a reunirse con su hermano y su padre, si él también estaba ya en el otro mundo. No era una perspectiva tan terrible.

—¿Has hecho esto antes? —le preguntó a la si’lat—. Me refiero a lo de luchar en el aire como un pájaro.

—En realidad no. Aún soy muy joven y es mi primer combate. Pero me he entrenado mucho para este momento.

Radi no podía ver a la amazona, él iba delante de ella, recibiendo el viento en la cara, sintiéndose como la cabeza de un halcón. Ella dirigía el vuelo desde atrás, pero era como si los dos y la alfombra estuvieran fundidos en un solo cuerpo.

—¿Eres joven? —preguntó. Se sentía incapaz de calcular la edad de un si’lat—. ¿Cuántos años tienes?

—Cincuenta recién cumplidos. Eso para un si’lat es casi ser un bebé. Pero no te preocupes, lo que me falta de experiencia me sobra de entusiasmo.

—No estoy preocupado… ¿Has dicho que tienes cincuenta años?

* * *

Mientras tanto, un poco por debajo y por detrás de ellos, en la gran alfombra que ocupaba el centro de la formación, Sindbad se acercó a Nahodha y le dijo:

—Me he fijado en que no pierdes de vista a Qaïd. ¿Es que no confías en él?

—Eso no es ningún secreto, capitán —murmuró el adalid si’lat.

—Si crees que Qaïd tiene planeada alguna traición, ¿por qué no has evitado que siguiera adelante con sus planes?

—Lo necesitamos, al menos hoy. Y, además, muchos lo admiran. Cuando llegó a Vathek, al frente de su grupo de religiosos, todos pensamos que era un hombre bueno. ¡Había hecho un viaje tan largo y peligroso porque quería salvar nuestras almas! Hay un paraíso para los hombres y otro para los djinns, decía, y luego nos hablaba de su profeta con entusiasmo. Él era así cuando llegó, y yo creo que era sincero. Pero cambió.

—La gente no cambia tanto.

—Él sí lo hizo, por culpa de algo que descubrió en los libros antiguos de nuestras bibliotecas. Su orgullo fue creciendo y dejó de ser un hombre humilde.

—¿Qué descubrió?

—Nadie lo sabe. En esos libros hay cosas que para nosotros no tienen relevancia, pero para un humano sí. Los hombres nunca han aceptado que no pueden hacer magia, y que tienen que depender para ello de una insegura alianza con un djinn.

—¿Crees que algún efrit ha podido poseerlo? —se extrañó Sindbad.

—No, eso lo hubiéramos sabido de inmediato. Pero algo que descubrió en nuestras bibliotecas afectó a Qaïd. O quizá únicamente sacó a la superficie algo malo que siempre había vivido en su interior. Por eso Dirmiyat me pidió que te advirtiese… Es posible que en la batalla de hoy no sólo vayamos a tener a nuestro enemigo delante de nosotros.

—Mantendré los ojos abiertos —le aseguró Sindbad.

* * *

Radi ya divisaba el mar de nubes, los farallones de roca y las crestas de hielo recortándose contra el cielo de un azul cada vez más oscuro. Mientras se iban acercando a la Gran Montaña, pensaba que parecía algo salido de un sueño. Aquel gigante de piedra, con su cumbre cubierta de nieves eternas, emergía solitario en medio de una llanura africana que parecía infinita. Pero lo más extraño era que estaba rodeado por un amplio y espeso mar de niebla, de modo que daba la impresión de flotar en el aire. Como un castillo construido sobre las nubes.

Los si’lats debían de tener sentido del humor, pues en su idioma la llamaban Kilimanjaro. Kilima significaba «pequeña montaña», y las Njaro eran las «caravanas». Neema le explicó que las caravanas de hombres que cruzaban aquel territorio nunca se atrevían a acercarse a ella, porque sabían que muchos djinns hostiles habitaban sus laderas. Por eso creían que era una montaña pequeña, porque siempre la veían a lo lejos.

—Pero no es pequeña —le dijo Neema.

—No, desde luego que no es pequeña.

Conforme se iban acercando, se iba convirtiendo en una visión portentosa y aterradora. Grandes y retorcidas cornisas de nieve y hielo se extendían como dedos crispados sobre una caída vertical de miles de metros. Al sobrevolarla, vieron el cráter interior, el cono, los bordes jalonados de nieve helada, los glaciares y las cascadas de agua helada que se precipitaban al vacío. Empezaba a atardecer y el espectáculo era grandioso, el cráter nevado reflejaba unas asombrosas tonalidades púrpura y roja. El horizonte se recortaba con la línea recta, casi perfecta, del océano de niebla que se extendía a los pies del gigante y que resplandecía con los rayos rojizos del sol. Y debajo de ese estable manto de nubes estaba una selva oscura y húmeda, en la que la vida salvaje compartía su espacio con las más aterradoras razas djinns.

—Mira, allí está la Ciudad de Cobre —dijo Neema señalando hacia abajo.

Aún no se veía gran cosa. Un anillo de brillo rojizo en la sombra del cráter.

—Todo parece muy solitario —dijo Radi—. Quizá llegamos antes que ellos.

—Yo no contaría con eso… —Neema hizo que la alfombra se elevase tan bruscamente que Radi cayó de rodillas. A la vez que ascendía, la amazona hizo gestos hacia las otras alfombras, avisándoles del inminente ataque.

¿Desde dónde?, se preguntó el muchacho. Y entonces las vio.

Cientos de alfombras voladoras desgarraban la superficie de la niebla y elevaban hacia ellos a sus tripulantes efrits, armados con grandes cimitarras, arcos o lanzas.


La Ciudad de Bronce 2.ª