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—¿Nunca te has sentido un extraño entre esta gente? —preguntó Yahiz.
Abbas caminaba lentamente, apoyándose en su bastón de enebro. Paseaba junto a Yahiz por las salas de una biblioteca que formaba un anillo abierto a un gran jardín. Se detenían de vez en cuando a contemplar libros y manuscritos viejos escritos en la lengua de los djinns.
—Al principio se apoderó de mí la melancolía por estar tan lejos de mi tierra, pero comprendí que todos somos extranjeros que estamos de paso en este mundo, del que partiremos de un momento a otro. No hay nada propio, nada que puedas atesorar, ni tu tierra ni tu gente.
—Esa es la verdad, hermano.
—Cuéntame, Yahiz, ¿qué has estado haciendo tú en estos años?
Llegaban las voces amortiguadas de otros paseantes, el lugar tenía una extraña acústica y los sonidos parecían venir de muy lejos. La contemplación de los libros abstraía a Yahiz, pero, incapaz de entender los textos, se contentaba con la visión de las láminas.
De vez en cuando le preguntaba a Abbas, y este le leía los nombres de flores y animales desconocidos para él en algún voluminoso tratado sobre la naturaleza. Plantas y seres extraños, pero fascinantes, que crecían en algún lugar totalmente desconocido para Yahiz.
—Acompañé al capitán Sindbad en su anterior viaje —dijo el mutazilí más joven—, y conseguí interesantes especímenes para mi libro, que por desgracia fueron robados en Bagdad. Aunque aún no puedo entender qué clase de demente o idiota podría robar un montón de cajas llenas de insectos, plumas y lagartos en salmuera.
—Sí, recuerdo que me hablaste de aquel tratado que estabas escribiendo…, el Kitâb al-hayawan (El libro de los animales), ese era su nombre, ¿verdad? —Yahiz asintió y Abbas siguió hablando—: Recuerdo también que en él defendías una idea curiosa: que las especies animales no están fijadas en el tiempo, sino que se transforman lentamente unas en otras. Es decir, que progresan en sus formas y capacidades.
—Así es. Tienes buena memoria, hermano. Para apoyar mi idea, realicé ese viaje de seis meses con el capitán Sindbad. Afortunadamente, además de las muestras que recogí, también hice multitud de dibujos que se han salvado. Pero ahora contemplo todos estos tratados y estos maravillosos dibujos de plantas y animales desconocidos con una mezcla de sentimientos. Por una parte, en estos libros de los djinns veo mi idea confirmada. Yo tenía razón, las especies cambian. Por otro lado, siento que todo mi esfuerzo es fútil. No sólo el mío, sino el de toda la humanidad. ¿Qué podemos descubrir que ellos no hayan descubierto ya hace miles de años?
—Y, sin embargo, Alá sabe más. En nuestro esfuerzo por aprender, es más importante el camino del aprendizaje que los conocimientos que adquirimos. Es ese camino que tenemos que recorrer, de una forma u otra, el que nos hace mejores. Fíjate que nosotros vinimos con la esperanza de enseñar a los djinns nuestra visión del Creador, y atraerlos a la Casa Común del Islam. Más de cien ulemas de las diferentes escuelas y ramas del islam, sunitas, chiítas, sufíes o mutazilíes, llegamos a esta ciudad con el orgullo anidando en nuestro corazón. Y aquí todos aprendimos a ser humildes. Pero hemos conseguido un triunfo. Nahodha, que es uno de los principales miembros del Consejo de los Djinns, se ha convertido al islam. No es mucho, esa es la verdad, cien de nosotros para convertir a uno solo de ellos, pero alabado sea Alá.
—Es verdad, hermano. —Yahiz sonrió con reverencia—. He dejado que un pensamiento mezquino me cegase por un momento.
—Quiero mostrarte algo, hermano.
Caminaron juntos por aquel largo corredor donde el tiempo parecía estacionado. A un lado se alineaban las estanterías llenas de libros y pergaminos, al otro los arcos que daban al jardín, donde podían ver los árboles dispuestos con algún oculto significado: la palmera, el granado, la higuera y el olivo. Yahiz miraba a un lado y a otro, intentando absorber e interpretar la belleza que los rodeaba. Los capiteles de las columnas eran como un libro en piedra blanca que mostraba escenas de la vida cotidiana de los si’lats. También eran una especie de bestiario, en el que se podían apreciar criaturas asombrosas, además de flores y hojas bellamente trabajadas. Percibió un sonido agradable, cada vez más cercano, el del agua que brotaba de una fuente bañada por un rayo de luz. Estaba rodeada de gatos que saciaban plácidamente su sed.
—Fíjate, Yahiz, la luz incide directamente sobre la piedra blanca de la fuente y el agua dibuja un maravilloso arco iris. Los si’lats crean armonías con la luz igual que nosotros lo hacemos con la música. Así como unos cuantos acordes pueden trasladarnos en un instante lejos de nuestras preocupaciones mundanas, llenándonos el alma de un significado más fundamental y sublime, así los rayos de luz hábilmente manipulados por los si’lats pueden vincularnos directamente con la misma esencia del universo.
Un poco extrañado, Yahiz se volvió hacia su amigo. Sus palabras le resultaban un poco desconcertantes y se preguntó quién habría influido más en las creencias de los otros, si los humanos en los djinns, o los djinns en los humanos. Para desviar su mente de esa incertidumbre, señaló hacia la fuente y preguntó:
—¿De dónde salen tantos gatos? ¿Lo sabes?
Abbas sonrió.
—Los gatos son hinns. Es decir, son «animales djinns». El Corán no las menciona todas, pero hay muchas especies distintas entre los djinns. La mayoría habitan en los desiertos y no se acercan jamás al hombre. Los gatos son los únicos que se han acostumbrado a vivir entre nosotros. Y resultan muy útiles, pues son capaces de ver en varias esferas de percepción a la vez, y así nos avisan de la presencia de un djinn oculto o invisible. Mira allí…
Abbas le mostró un exquisito mural pintado en una pared del fondo, que contenía detalladas ilustraciones de las diferentes especies de djinns:
Los horribles y grises ghuls, que se alimentaban de la carne de los seres humanos, y a los que Yahiz ya tenía la desdicha de conocer.
—Los ghuls son una especie menor y están anclados a este plano —le explicó Abbas.
Los hinns, que contenían a varias subespecies que podían pasar por animales.
—Los gatos, como te he dicho antes. Pero también esa bestia que vimos fuera, y que no está constreñida al plano que habitamos los humanos, del que puede salir y entrar libremente.
Abbas siguió mostrándole el resto de las especies:
Los efrits, los más malvados y poderosos. Podían moverse entre los planos y hacerse invisibles, siempre que permanecieran inmóviles. Sus colores iban del rojo pálido al granate oscuro, y algunas especies tenían excrecencias óseas en el cráneo, similares a cuernos.
Los janns, que habitaban los desiertos, podían tomar la forma de remolinos, y desplazarse a voluntad entre los planos de la realidad. Eran, entre todos los djinns, a los que más gustaba el contacto con los seres humanos. A veces sólo por diversión, otras por curiosidad.
Los marids, que habitaban por toda la Tierra, incluidos los océanos, y que estaban divididos en muchas subespecies, algunas poderosas y otras casi irracionales.
Los nasnas, que eran híbridos con las formas de seres humanos y animales, y que explicaban muchos de los encuentros de los exploradores con criaturas extrañas.
Los palis, que vivían en el desierto y se alimentaban de sangre. Atacaban por la noche a los viajeros dormidos, y drenaban su sangre lamiéndoles las plantas de los pies. Para evitar esto, los tuaregs dormían siempre en pareja, con las plantas de los pies juntas.
Los shiqqs, que eran djinns menores, criaturas a medio formar y de aspecto monstruoso.
Y los si’lats, inteligentes y con la piel pálida. Enemigos mortales de los efrits.
—Algunos pueden moverse entre los planos —siguió diciendo Abbas—. Otros son casi inmortales, como los si’lats o los efrits, o tienen la habilidad de regenerarse y sanar de las más terribles heridas. Los efrits, además, pueden volverse invisibles. Pero todos ellos pertenecen a la especie de los djinns, y todos son más antiguos y más poderosos que los hombres.
—Es fascinante —dijo Yahiz admirando aquel retablo—. Pero ¿qué quieres decir con eso de que pueden moverse entre los planos?
—Los humanos solamente podemos movernos en tres direcciones del espacio. Podemos ir hacia delante… —Abbas se lo demostró avanzando un paso—. De lado… o hacia arriba… —Dio un pequeño saltito—. Estamos limitados a movernos en esas direcciones, pero la mayoría de las especies de djinns no. Ellos pueden desplazarse en una cuarta dirección.
—¿Y qué dirección es esa?
Abbas dudó antes de responder. Se agachó y dibujó un cuadrado en la tierra del jardín.
—Nuestra mente de «tres direcciones» no puede comprenderlo. Imagina, hermano, que este cuadrado es un ser inteligente que habita un mundo de sólo dos direcciones. Por más que se esfuerce, jamás podrá entender nuestro mundo con una dirección más. Y si hago esto… —Abbas clavó su dedo índice en la arena—, lo único que verá de mí es un círculo que aparece de repente frente a él. Jamás podrá entender la complejidad de un cuerpo humano. Muchas de las cosas increíbles que los djinns son capaces de hacer, como esta ciudad, se debe a su facultad para desplazarse en esa dirección de más. Pero ese mismo poder se convirtió en su debilidad, pues el rey Salomón, alabada sea su sabiduría, pudo encerrarlos en esa cuarta dirección e impedirles el regreso a nuestro mundo.
—Entonces, las alfombras voladoras son también hinns capaces de moverse entre los planos, ¿verdad? Las escamas que las recubren me recordaron la piel de la bestia de la plaza.
—Están emparentadas, pero no son la misma criatura. En realidad, las alfombras voladoras son los hinns más complejos conocidos. Sólo vemos la pequeña parte de ellos que penetra en nuestro plano. Me han intentado explicar su aspecto real, pero he sido incapaz de vislumbrarlo. De la misma forma que mi habitante del mundo plano no podría comprender la forma de un ser humano sólo a partir del pequeño círculo de un dedo que él puede ver.
—¡Asombroso! —exclamó Yahiz.
Abbas miró con gesto afable a su amigo.
—Todos experimentamos las mismas sensaciones cuando llegamos. Creíamos estar en otro mundo. Y es así en parte. Es justo lo que Qaïd abd al-Siqlabi nos había asegurado que íbamos a encontrar cuando nos convenció para que lo acompañásemos: la tierra de los djinns.
—¿Todos los djinns habitan en esta zona?
—Oh no, no. De hecho la mayoría de los de aquí proceden del Gran Desierto del norte. El desierto es su medio natural, así que imagino que estarán presentes en todos los de este mundo. Pero aquí se libró la Gran Batalla contra Salomón, que Alá lo bendiga y le otorgue la paz, y se construyó aquí su Ciudad de Cobre, para guardar en ella sus tesoros y también para encerrar para siempre a Iblis, el rey de los djinns derrotados.
—¿Y la ciudad de Hofu?
Abbas asintió.
—La ciudad de Hofu y su puerto fluvial fueron levantados por los hombres fieles al rey Salomón, que vinieron para luchar contra Iblis y luego se quedaron como guardianes de la Ciudad de Cobre. Había muchos sabios entre ellos, e hicieron cosas maravillosas. Hofu brilló con luz propia, compitiendo con los logros de los si’lats.
—¿Y qué pasó con ella?
—Dicen que muchos años después de la muerte de Salomón, se corrompieron por culpa de su orgullo. Abrieron algunas vasijas de cobre y utilizaron a los efrits prisioneros como esclavos para sus intereses, en artefactos como el barco de metal que viste… Al final Alá los abandonó, y Hofu fue destruida por los djinns malvados. Los ghuls devoraron a sus habitantes y los efrits se instalaron en ella soñando con que algún día liberarían a su rey. Y algunos si’lats se mantuvieron aquí, vigilantes durante siglos y siglos para que nunca lo lograsen.
—Y Qaïd envió una de esas naves del puerto de Hofu para traer a su esposa.
—Así es. Yo conocía a los cinco hombres que zarparon en esa nave de cobre. Lihab, el sufí, era un gran amigo mío. Ha sido muy doloroso enterarme de su muerte. Los si’lats se enfurecieron cuando se enteraron de que Qaïd había utilizado una de las naves de la ciudad maldita, y aún más cuando supieron que había arriesgado un talismán.
—¿Y no te parece extraño?
—Lo cierto es que no. Creo conocer bien a Qaïd abd al-Siqlabi. Por debajo de su aparente frialdad hay un hombre apasionado, con una certera visión de lo que el destino le manda. Fue su entusiasmo el que nos hizo a todos confiar en él y seguirle hasta esta tierra. Y fue su pasión y el deseo de reunirse con su amada lo que le llevó a asumir grandes riesgos. Envió la nave más rápida de Hofu a por ella, y le envió el talismán para protegerla de los efrits durante su viaje, pues temía que pudieran seguirla. Se lo confió a Lihab, cuya fidelidad estaba por encima de toda duda. Cometió un error, cierto, pero fue por el mejor de los motivos, el amor.
—Es verdad. El amor estará siempre en el fondo de nuestra naturaleza como humanos —asintió Yahiz con una sonrisa—. Sobre todo el amor por Alá.
—Hermano, allá donde vuelvas la mirada encontrarás siempre la faz de Alá.