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—Quiero que veáis algo con vuestros propios ojos y que me deis vuestra opinión —dijo Ozman mientras conducía al grupo de marinos por las calles de la ciudad.

—¿De qué se trata, hermano? —le preguntó Fahd, que era pequeño de estatura, pero con el cuerpo curtido y musculoso por el duro trabajo de subir y bajar de las jarcias.

—Ya me contaréis. A lo mejor pensáis que me he vuelto loco…

—Bueno, veámoslo de una vez y hablaremos —gruñó Gafar, que no se sentía nada cómodo en aquel lugar tan desconcertante.

Sindbad caminaba detrás de ellos, en silencio. Apenas era consciente de aquella asombrosa ciudad que lo rodeaba. Las estatuas, las placas en las calles, todo estaba rotulado en el idioma de los djinns, y por lo tanto era incomprensible para él. Sus ojos saltaban de un punto a otro sin ser capaz de centrarse en nada en concreto. Su mente daba vueltas y vueltas al mismo asunto. Una y otra vez. Tenía que admitirlo: no le gustaba Qaïd.

Era consciente de que esa sensación no tenía ninguna lógica, no había nada extraño en el comportamiento de Qaïd. Y aun así…

Ella le había dicho en Bagdad que nunca habían hecho el amor. ¿Qué clase de matrimonio era ese? Sindbad imaginó entonces que él era un hombre viejo o tullido, y que la relación entre ambos sería más parecida a la de un padre con su hija. Pero no había resultado ser así. Qaïd era mayor que ella, pero era un hombre fuerte y atractivo. Tenía la imagen de un líder capaz de entusiasmar a la gente y hacer que lo siguieran en su aventura. ¿Le había mentido Aisha? Sería comprensible para justificarse después de haber tenido sexo con él. Pero en ese momento ella era una mujer sola y amenazada, prisionera del gran visir. Necesitaba un aliado, y él había llegado en el momento oportuno. Y no hay duda de que consiguió atraer su atención.

Y él no tenía derecho a decir nada, pues ella estaba junto a su esposo, a quien al parecer adoraba. Lo mejor en su posición era apartarse a un lado y dejar que los dos siguieran con su vida. Eso era lo único que sensatamente podía hacer si no quería meterse en un buen lío.

Pero no confiaba en Qaïd.

Sentía, en lo más profundo de su alma, que había algo oscuro en aquel hombre, y no comprendía cómo Aisha, a pesar de ser tan inteligente, no lo veía. Estaba convencido de que ella seguía necesitando su ayuda. De una forma distinta a como él desearía, pero la necesitaba.

Miró alrededor. Ahora estaban en otra plaza redonda, mucho más pequeña que la anterior. La mitad de la circunferencia era una balconada que daba a un jardín situado debajo de ella. Ozman condujo hacia allí a la tripulación, pero Sindbad se entretuvo mirando la fuente que ocupaba el centro de la plaza. Era una esfera verde que parecía tallada en una única pieza de jade de cuatro metros de diámetro. El agua salía por su polo superior y resbalaba por toda la superficie de la piedra. Pero no la mojaba por completo, porque algunas partes sobresalían del resto, y el agua se escurría alrededor de esas zonas más elevadas hasta que llegaba al polo inferior de la esfera, donde era recogida en una especie de pileta de alabastro.

Sindbad rodeó la fuente y de pronto tuvo una revelación: ¡era un mapa! Ahora lo veía muy claro, reconoció los perfiles de las tierras emergidas. Aquella era la península Arábiga, y allí estaba el golfo Pérsico… el Mar Rojo, el océano Índico, la costa de África. Sí, incluso la pequeña isla de Zanzíbar estaba representada. ¿Eran correctas las proporciones? El Oriente parecía enorme y las zonas del norte de Europa no las reconocía.

Sin embargo… Sindbad rodeó la esfera de jade y se quedó mirando las extrañas tierras emergidas que el artista había representado allí. Un continente largo y estrecho, comprimido en la parte central como si Alá lo hubiese cogido con la mano y hubiese apretado. ¿Sería aquello real también o sólo era producto de la imaginación del artista? Quizá había esculpido ese continente desconocido sólo para no dejar vacío aquel lado. O quizá…

Estaba rodeado de misterios y de cosas fascinantes, y era hora de despertar su mente. Comprendió que para entender las intenciones de Qaïd, tendría primero que entender aquel lugar que había sido su obsesión y en el que había vivido durante dos largos años.

—¡Oh, esto es asombroso! —exclamó Fahd desde la balconada—. ¡No puedo creerlo!

Sindbad se volvió hacia ellos. Todos estaban asomados en la terraza, incluso Radi y Gafar, y fuera lo que fuese que estaban viendo había captado toda su atención. Al parecer, lo que tenían frente a ellos aún era más interesante que aquella esfera de jade. Se acercó para averiguarlo.

La terraza daba a un gran jardín de plantas exquisitamente cuidadas, con una extensa superficie de césped justo debajo de ella. Pero lo más asombroso es que aquella llanura parecía extenderse hasta el infinito. Sindbad tuvo que parpadear y frotarse los ojos cuando su mirada se perdió en la línea de un horizonte que estaba mucho más lejos de lo acostumbrado. Los si’lats hacían cosas extrañas con la realidad, la dominaban y distorsionaban a su voluntad.

Decenas de ellos hacían ejercicios en aquel prado aparentemente infinito. Practicaban con el arco, se enfrentaban en un arte marcial parecido a la lucha persa, o simplemente corrían de un lado a otro. Todos estaban completamente desnudos. Los más alejados eran simples motas en la distancia. Había machos y hembras compitiendo juntos, pero su tripulación parecía interesada sobre todo en las hembras. Sus cuerpos eran esbeltos y fibrosos, los músculos se marcaban bajo la piel blanca como el mármol. Sus cuellos eran un poco más largos que los de los humanos, y carecían de pelo en todo el cuerpo, excepto las largas cabelleras negras, que eran iguales en machos y hembras… Y algún que otro detalle más, pero las diferencias anatómicas se disimulaban con la distancia. Era como ver un jardín repleto de estatuas griegas cobrando vida.

—¿A que desde aquí parecen tener una altura normal? —dijo Ozman satisfecho.

—¡Son tan hermosas! —exclamó Radi, que nunca en su vida había visto a una mujer desnuda. Aunque, claro, aquellas hembras en realidad no eran mujeres.

—Eso no es para mí —dijo Gafar agitando una mano en el aire—. Tengo muy mal recuerdo de las hembras de otras especies.

Pero siguió mirando como todos.

—¡Pervertidos! —gritó alguien a su espalda—. ¡Sé lo que estáis pensando, puedo ver cómo la lujuria anida en vuestro corazón! ¡Pero eso que miráis con tanto deseo no son mujeres, sino criaturas satánicas, súcubos con los que yaceréis sólo para ser maldecidos por Alá!

Todos se volvieron hacia él. Parecía un anciano decrépito, pero el pelo de su deshilachada barba aún era negro, por lo que quizá no tenía tantos años como aparentaba. Parecía un esqueleto andante, no tenía dientes y estaba tan flaco que las venas se marcaban como sinuosos riachuelos discurriendo por debajo de su arrugado y reseco pellejo.

—¿Y quién eres tú? —le preguntó Sindbad.

—¡Yo soy Ebrahim el morabito! ¡Soy la voz que denuncia vuestro pecado!

—¿Y es necesario que lo digas todo gritando? —le preguntó Gafar, lo que arrancó una carcajada a sus compañeros.

—Reíros si queréis, ¡pero eso no os salvará de la justicia de Alá!

El hombre iba casi desnudo, con un simple trapo enrollado tapándole los genitales. Sus piernas parecían dos ramas de abedul a punto de partirse.

—¿Por qué estás tan furioso con nosotros? —le preguntó Radi—. Acabamos de llegar y aún no hemos tenido tiempo de hacer nada malo.

—¡Pero lo haréis! ¡Yo sé que todos estáis corrompidos hasta los tuétanos!

Fahd dio un paso hacia el morabito y alzó un puño amenazante.

—¿A quién te crees que estás insultando, alfeñique?

Ozman lo sujetó por el brazo y dijo:

—Tranquilo, hermano, este hombre es inofensivo. Es uno de los santones que vinieron con Qaïd, y todos piensan que perdió el seso al poco de estar aquí.

—Espera —dijo Sindbad—, me interesa lo que dice… —Se volvió hacia el hombre y añadió—: ¿Estás insinuando que algunos de los que te acompañaban tuvieron contacto carnal con los si’lats?

—¿Contacto carnal? —exclamó el morabito—. ¡Fornicaron! ¡Copularon! ¡Follaron! ¡Se revolcaron como lujuriosas bestias en celo con las hembras de esos monstruos!

Dejaron al morabito despotricando solo y siguieron a Ozman en su recorrido por la ciudad. Sin embargo, Sindbad no podía apartar las palabras de aquel hombre de su mente. Una vez más, comprendía que con aquel viaje había abierto una puerta a un nuevo y extraño mundo.

Era imposible adivinar cuáles iban a ser las consecuencias, pero las cosas nunca volverían a ser como antes.


Morabito