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Cuando salió de la tumba, Sindbad quiso regresar con sus hombres. Se sentía agotado y con la mente nublada. Las preguntas relumbraban como relámpagos, pero las apartaba sin intentar responderlas. Su decisión estaba tomada y era irrevocable: iba a continuar.

Pasara lo que pasase, iba a llegar al final de todo aquello.

Pero entonces se vio perdido, desconcertado. Pensó que estaba viviendo una alucinación. El sol había salido de repente y ya estaba en el cenit, ningún objeto arrojaba sombras. ¿Cuánto tiempo había pasado dentro de la tumba? En vez del suelo polvoriento por el que había pasado con Nahodha, un momento antes, ahora pisaba una hierba verde y mullida. En vez de ruinas, lo rodeaban edificios de piedra blanca y reluciente, con pequeños balcones engalanados con flores de color violeta. Y estaba seguro de haber tomado el mismo camino.

El sendero lo condujo a través de aquella ciudad deslumbrante hasta el borde de un acantilado cuyo fondo desaparecía en la bruma. Sindbad se asomó y vio unos jardines que habían sido acondicionados en la misma pared, y estrechas cascadas que nacían entre las rocas calcáreas y se precipitaban al vacío. Miró a su alrededor desconcertado, unas criaturas muy extrañas volaban a lo lejos, parecían pájaros con larguísimas colas con plumas de colores. Ese no era su mundo.

Oyó voces y se volvió. Por el mismo camino venía un grupo de personas. Reconoció a su tripulación, y delante de ellos iba Qaïd abd al-Siqlabi, conduciéndolos.

—Es importante no desviarse del sendero —les decía a los demás—. Intentad pisar exactamente donde yo piso, porque este lugar tiene una geometría desconcertante.

Sindbad les salió al paso.

—Os había dicho que esperaseis a que yo regresara —dijo.

—Y así lo hicimos, capitán —le respondió Gafar—, pero tardabas y Qaïd nos aseguró que no había ningún peligro.

—Es mi tripulación —dijo Sindbad encarándose con Qaïd—. No te corresponde a ti dirigirles.

Qaïd rio y puso una amigable mano en el hombro de Sindbad.

—Amigo mío —dijo—, recuerda que esta ha sido mi casa durante dos largos años. El único peligro que hay aquí es perderse recorriendo este sendero, como sospecho que te ha sucedido a ti, ¿verdad? Por eso creí que lo mejor era ir a buscarte.

—¿Cómo es posible? —preguntó Aisha asomándose al acantilado—. No vimos nada de esto desde el aire.

—Lo que vemos es lo que nuestros ojos nos muestran y nuestra mente quiere entender —le explicó Qaïd mientras le cogía cariñosamente la mano—. Como sé que me amas, esposa mía, estoy seguro de que cuando me miras me ves más guapo de lo que he sido nunca. —Rio de nuevo—. Cada uno de nosotros habita en una esfera de percepción diferente. Y los djinns, todas las razas de djinns, poseen el poder especial de manipularlas.

—Esto no me gusta —dijo Abdul—. A mí me suena a brujería.

—¡Y a mí! —exclamó Mustafá, retrocediendo un paso.

—Sí. Es mejor que volvamos por donde hemos venido, como nos aconsejó el capitán —dijo Bilal, que parecía decidido a dar media vuelta y salir corriendo.

Radi se volvió hacia los marineros y el comerciante. El rostro del muchacho expresaba asombro y decepción.

—No puedes hablar en serio. ¿Retroceder ahora?

—El chico lleva razón —dijo Yahiz—. ¿Quién ha tenido la oportunidad antes de nosotros de visitar un lugar semejante? ¡Estamos en el país de los djinns!

—Pues sigue tú solo, ojos de sapo —gruñó Mustafá—, ya que te gustan tanto estas cosas extravagantes.

—¡Hermanos! —gritó alguien desde el otro extremo del sendero.

Todos se volvieron a la vez hacia la voz, y vieron al enorme Ozman caminando hacia ellos con los brazos abiertos. Su rostro labrado con cicatrices estaba iluminado por una sonrisa.

—¡Mi querido amigo! —exclamó Mustafá abrazando con fuerza al marino. Se apartó un poco y lo miró—. Es un milagro. ¡Te has recuperado por completo!

—Los si’lats me han curado. —Se abrió la camisa para demostrar a sus compañeros que sus heridas estaban perfectamente cicatrizadas—. ¡Alabado sea Alá!

Detrás de Ozman venía un grupo de gente bastante numeroso. Sindbad distinguió entre ellos varias túnicas negras, las hirqat al-Tasawwuf, el atuendo distintivo de los sufíes.

Yahiz reconoció a uno de aquellos hombres.

—¡Hermano Abbas Ibn Ata’Illah al-Safa! —exclamó, mientras corría a abrazar a un anciano que, a pesar del calor, iba vestido con aquella toga de gruesa lana que era señal de penitencia y ascetismo. Para caminar se apoyaba en un grueso bastón de enebro.

—Abú Uthman Amr Ibn al-Bahr al-Fukaymi Basri —dijo el anciano abrazando a Yahiz—. ¡Alabado sea Alá! Qué sorpresa verte por aquí. ¿Cómo está tu familia?

—¡Alabado sea por siempre!… ¡Bien, bien! —Yahiz se volvió hacia Sindbad, que los observaba con una ceja levantada—. Este es mi buen hermano Abbas, de la escuela de los mutazilíes de Basora. ¡Es una gran sorpresa, no esperaba encontrarte aquí!

—Llevo dos años aquí, hermano —dijo Abbas—. Vinimos con Qaïd.

—Y yo he pasado un año viajando para completar mi libro. El tiempo es como arena entre los dedos, hermano.

—No hay poder ni gloria excepto la de Alá —asintió Abbas.

—Ya lo ves, capitán Sindbad —dijo Qaïd con una sonrisa iluminando su rostro—. Aquí no hay ningún peligro. Acéptalo, ahora estáis entre amigos.

* * *

El grupo recorrió junto el resto del sendero, y llegaron a la puerta de dos hojas de mármol. Sólo que esta vez no estaba en el interior de una cripta, sino en el muro de un agradable jardín al aire libre. Sindbad no hizo ningún comentario, la atravesaron y se encontraron en una plaza amplia y redonda, llena de grandes edificios de piedra blanca.

El sol caía de plano sobre el mármol que formaba el suelo de la plaza, y proyectaba sobre los vanos de las paredes sombras tan oscuras que parecían manchas de tinta. Los tejados brillaban como si estuvieran cubiertos con láminas de cristal.

¡Y sigue siendo mediodía!, se asombró Sindbad.

Los si’lats deambulaban por la plaza, machos y hembras mezclados por igual, ensimismados en sus respectivas tareas. No le prestaron ninguna atención a los recién llegados.

Yahiz y su amigo se habían adelantado. El anciano le iba diciendo:

—Observa esta magnificencia, mi querido Abú. Estamos rodeados por un flujo interminable de números y proporciones. Los universales principios del álgebra y la geometría están contenidos en la esencia misma de esos edificios que rodean la plaza. Sus ventanas están matemáticamente alineadas sobre las paredes de mármol, y los tejados de cuarzo hialino inclinados en su ángulo justo para encauzar la luz.

—Pero Alá sabe más —apuntó Yahiz.

—Eso sin duda, sin duda alguna… —admitió el anciano.

Se detuvieron frente a una gran estatua del rey Salomón que ocupaba el centro de la plaza. Al contrario que otras representaciones que Yahiz había visto en antiguos libros judaicos, aquel Salomón parecía un fiero guerrero de larga y florida barba. Cabalgaba una alfombra voladora y exhibía una espada en la mano derecha. En el pedestal había una inscripción con los caracteres de la escritura de los djinns. «Mfalme Sulemani, mshindi wa afarit», leyó Abbas.

—«Rey Salomón, vencedor de los efrits» —tradujo en beneficio de su amigo—. No puedo decir que me agrade esta representación de la figura humana, y menos tratándose del rey Salomón, pero tengo que admitir que es interesante ver cómo…

Pero Yahiz no estaba escuchando. Miraba atónito algo enorme que en ese momento cruzaba la plaza con paso indolente. Debía de medir cuatro metros de alto y pesar tanto como varios elefantes. Se sustentaba sobre dos patas musculosas y no tenía brazos, pero sí una cola larga y plana que ondulaba tras él como una anguila. Su cabeza, pequeña en comparación, era redonda y estaba situada al extremo de un cuello largo y robusto, como el de una tortuga. No tenía ojos, o al menos nada que Yahiz pudiera identificar como tal, pero su boca casi dividía su cabeza en dos y mostraba unos dientes grandes y planos. Llevaba una especie de bozal y palpaba el aire con unos tentáculos situados por debajo de la mandíbula, a cada lado de su cráneo. Tenía el cuerpo recubierto de pequeñas escamas multicolores, con dibujos semejantes a los que cubrían las alfombras voladoras, y estaba rodeado por una especie de arnés con el que cargaba sacos y otros bultos de aspecto pesado. A pesar de su tamaño, parecía una bestia apacible, pues un solo si’lat lo conducía con unas riendas no muy diferentes a las de un caballo.

—¡Un dragón! —exclamó—. Nunca creí que existieran. ¿Arroja fuego?

—No es un dragón, amigo mío, sino un hinn; es decir, un djinn irracional. Los si’lats los han preservado por su utilidad como bestias de carga. No son muy listos.

—Pero ¡esto es asombroso! No sabía nada de ellos.

—Fíjate ahí, en el extremo de su cola…

Yahiz miró donde le indicaba el anciano y vio algo aún más asombroso. En sus ondulaciones, partes de la cola plana del animal desaparecían, como si otra bestia aún más enorme se la hubiera arrancado de un mordisco, y luego volvía a aparecer, a veces desplazada unos metros del resto del cuerpo. Al cabo de un rato todo volvía a su lugar.

—¿Cómo es posible? —exclamó Yahiz sin entender lo que sus ojos le mostraban.

Abbas sonrió y dijo:

—¡Hay tantas cosas fascinantes que tengo que explicarte, hermano!

—Y yo estoy ansioso por conocerlas.

Todos los marinos, excepto Ozman, que ya estaba habituado a ellas, habían quedado tan asombrados como el erudito por la aparición de aquella bestia. Pero al poco tiempo vieron otra, y otra más, y comprendieron que eran un elemento común en aquel lugar asombroso.

Nahodha apareció entonces en la entrada de uno de los edificios más impresionantes de la plaza. Pasó bajo los arcos del pórtico central y se dirigió hacia ellos tras bajar por una escalinata de mármol blanco que abarcaba toda la fachada.

Se acercó a Qaïd.

—Lo que vio Neema sugiere que los efrits y los humanos de Ibn Jalid han llegado a un acuerdo —le dijo—, la situación es de extremo peligro. El talismán tiene poder para despertar a Iblis. Tenemos que reunir al Consejo inmediatamente.

—Primero me voy a ocupar de atender a mi esposa —dijo Qaïd mientras cogía a Aisha de la mano—. Está agotada por tan largo viaje y por todos los acontecimientos terribles que ha sufrido. Tiene que descansar y me necesita ahora a su lado.

—Cada instante cuenta —dijo Nahodha sacudiendo la cabeza—. Los efrits podrían estar dirigiéndose ahora mismo hacia la Ciudad de Cobre.

—Tendréis que esperar —dijo Qaïd terminante—. Iré a la reunión tan pronto como pueda. Ahora debo llevar a mi esposa a casa.

—Estoy bien, querido —le susurró Aisha al oído.

Él la miró con detenimiento y dijo:

—No, no lo estás. —Lo cierto es que parecía exhausta—. Permíteme que me ocupe de ti antes que de ninguna otra cosa. El resto del mundo puede esperar un poco más.

Qaïd pasó la mano por la cintura de Aisha y se alejaron juntos.

Si Nahodha se sintió furioso por las palabras del humano, no lo demostró de ningún modo. Se dio media vuelta y volvió por donde había venido. El resto de los marinos se marcharon con Ozman, mientras Yahiz y el viejo mutazilí conversaban tranquilamente.

Sindbad permaneció donde estaba, mientras contemplaba pensativo cómo Aisha y su esposo se perdían por una de las callejuelas que desembocaban en la plaza.

—Bueno, ¿qué piensas hacer, capitán?

Sindbad se volvió. Era Radi, que seguía plantado a su lado, como esperando algo.

—¿A qué te refieres?

—Que si vamos con Ozman y los demás… No conviene separarse del resto.

—Tienes razón —dijo Sindbad—. Vamos.


Sindbad el Marino 24.ª