49
Jürgen atravesó el bosque envuelto en la niebla. Era una jungla casi impenetrable, bajo una fina lluvia que nunca cesaba. Tenía la ropa pegada al cuerpo, los aullidos de unos monos azules le llegaban desde lo alto, helechos gigantes y líquenes tan vigorosos que tejían un manto denso en las copas de árboles milenarios. Con todos los musulmanes aglomerados en las hogueras de la periferia, aquella zona estaba oscura y solitaria. Innumerables raíces de diferentes tamaños se desparramaban por el suelo, y todo lo que tocaba rezumaba humedad. El aire estaba saturado por el hedor de la vegetación corrompida. Mientras caminaba iba pisando algo que crujía y pensó que eran nueces. ¿Aquellos árboles gigantescos darían ese fruto?
Se agachó y comprobó que eran huesos.
Una alfombra de huesos. Sobre todo abundaban las vértebras, al parecer a los ghuls les encantaba sorber los tuétanos humanos. Aquella era su verdadera ciudad y no las chozas que habían visto en la playa de grava negra. Buscaban djinns rojos encerrados en las vasijas de cobre y los liberaban, quizá por encargo de los mismos djinns rojos. Sonrió. Él sabía distinguir una relación amo-esclavo en cuanto la veía. Allí estaba funcionando eso mismo, los djinns grises eran siervos de los djinns rojos. Y los humanos eran el alimento de ambos.
Se topó entonces con un árbol muy extraño. Con un tronco tan ancho que cien hombres cogidos por las manos no lograrían abarcarlo. La corteza era negra y tenía el brillo de la obsidiana. La niebla se condensaba en gotitas por toda su superficie y se escurría en regueros sinuosos. Gruesas raíces se enredaban sobre él como serpientes que quisieran estrangularlo. Jürgen comprendió que no era un árbol, sino una torre de piedra de color azabache, atrapada y devorada por aquel bosque fantasmagórico. Las viejas paredes rocosas y agrietadas asomaban a través de una lujuriosa vegetación que se apoyaba en sus muros para llegar a mayor altura y conseguir algo más de luz. Los sombríos capiteles de sus columnas se perdían entre las hojas más altas. Jürgen los siguió con la vista y vio algo aún más asombroso.
Era uno de los pecios del río. Un barco gigantesco, con gruesas cuadernas de madera de cedro. Flotaba a gran altura sobre el bosque, unido a la parte superior de la torre por unos cables. Algo se enrollaba sobre su casco como una serpiente multicolor. Era una criatura larga y plana, como una gran banda de tela, pero era evidente que estaba viva, y abrazaba al barco como una boa rodearía a un ternero. El dibujo de su piel recordaba al tejido de las alfombras.
Jürgen resopló. Ciudades perdidas, ejércitos enterrados, barcos flotantes, extraños monstruos con la apariencia de una serpiente plana… todo parecía normal en esa niebla eterna que se fundía con el polvo y la arena arrastrada por el viento desde la sabana. El bosque de niebla era un lugar siniestro y confuso, apropiado solamente para los muertos.
Un guardia turco estaba apostado frente a la puerta de la torre negra, por lo que imaginó que Ibn Jalid tenía que estar allí. Desenvainó la daga y dio un rodeo para acercársele por detrás. Tapó su boca con la mano y lo acuchilló. Luego dejó el cuerpo apoyado contra las raíces que trepaban por el muro, como si estuviera durmiendo, y se dirigió al interior de la torre.
Apartó la cortina raída que cubría la entrada. Miró a un lado y a otro.
Con la espada en una mano y la daga bien sujeta en la otra, siguió avanzando. No oía sus propios pasos, amortiguados por unas alfombras que acolchaban el suelo. Las paredes también estaban cubiertas de tapices, y en ellos se representaban grandes batallas entre ejércitos de demonios que cabalgaban en alfombras voladoras. El aire estaba cargado de perfume de sándalo que intentaba ocultar el olor de la descomposición.
Le llegó el rumor de voces conversando más adelante, y se ocultó detrás de unos tapices que delimitaban el espacio amplio y circular que era el centro de la torre. Se asomó y vio al gran visir vestido con un lujoso caftán de seda color jazmín. Estaba repantigado sobre unos grandes almohadones de plumas. El derviche se sentaba a su lado, en el suelo, las piernas cruzadas y el rollo de cuerda de cáñamo entre los dedos.
Frente a ellos estaba desplegado un gran mapa dibujado sobre la piel curtida de algún animal. Ibn Jalid hablaba y señalaba el mapa con amplios gestos de sus manos y se dirigía a alguien a quien Jürgen no podía ver desde donde estaba. Toda la iluminación provenía de grandes braseros sustentados por trípodes de hierro y dispuestos en círculo.
—Dices que la Ciudad de Cobre está situada en lo alto de esta montaña —decía.
—Has visto la Gran Montaña mientras nos dirigíamos hacia aquí —le respondió un vozarrón que, a pesar de los tapices que colgaban de las paredes, hizo que el aire de la sala se estremeciera. Los oídos de Jürgen zumbaron dolorosamente y tuvo que mover las mandíbulas para destaponarlos. Hablaban en árabe, así que, por más que se esforzase, sólo podía entender una palabra de cada tres—. Su cumbre está cubierta de hielos eternos.
—Y si sabéis dónde está —repuso el gran visir—, ¿por qué no habéis ido vosotros mismos a rescatarlo?
—A los efrits no nos gusta el frío, y ya sabes que el cobre es dañino para nuestros cuerpos y nuestras mentes. Vuestro rey Salomón fue muy listo al construir la ciudad con ese material y situarla en medio del hielo. Nosotros podemos usar protecciones para manipular el cobre, y también podríamos protegernos del frío durante un tiempo, pero sin el talismán nunca podríamos liberar a nuestro rey. Y el talismán no podemos ni tocarlo.
Ibn Jalid se inclinó hacia el derviche y este le confirmó con un susurro:
—Dice la verdad, gran visir. Salomón, hijo de David, derrotó a los djinns en una cruenta batalla que sacudió las propias raíces del mundo. Encerró al ejército derrotado en vasijas de cobre que arrojó al río, y a Iblis lo enterró en una tumba sin tiempo en lo alto de la montaña.
—Hay algo más en la Ciudad de Cobre —dijo el efrit—, y vosotros lo sabéis muy bien. Salomón guardó también allí sus más valiosos tesoros, provenientes de todos los rincones del mundo. Y esos tesoros serán vuestros. Pero primero debéis liberar a Iblis.
—¿Y cómo iremos a la Ciudad de Cobre? Esa montaña parece imposible de escalar —preguntó Ibn Jalid.
—El barco flotante que has visto ahí fuera os llevará hasta la Ciudad de Salomón.
—Pero ¿cómo saldremos de ella? —preguntó el gran visir entornando sus ojillos, que siempre parecían desconfiados.
—¿Qué quieres decir?
—Entiendo que ahora nos necesitéis, ya que yo tengo el talismán. —Al decir esto se llevó la mano al pecho—. Pero una vez que liberemos a vuestro rey, ¿por qué ibais a sacarnos de allí con nuestro botín? Podríais dejarnos para siempre en lo alto de esa montaña.
—Os enseñaremos a manejar el barco. Con él podréis salir igual que entrasteis.
—¿Y debo confiar en ti ciegamente?
—¿Debo hacerlo yo en ti? Podrías intentar someter a Iblis con el talismán de Salomón. No creo que lo lograses, pero podrías intentarlo y eso también es un riesgo. Tenemos que encontrar un camino de confianza entre nosotros, o nuestro rey se quedará eternamente entre los hielos y tú volverás a casa con las manos vacías… —La voz del efrit se detuvo en seco, y cuando volvió a hablar lo hizo en un tono tan asombrosamente bajo que retumbó como un trueno lejano en el cielo—: Alguien nos vigila. Uno de tus guerreros, gran visir.
—No lo creo. Dejé a un guardia en la entrada para que no nos molestasen.
—¡El intruso es un humano! —bramó la voz de trueno.
Jürgen comprendió que lo habían descubierto y apartó el tapiz tras el que se ocultaba. Dio un paso adelante para enfrentarse al viejo efrit. Desde sus tres metros y medio de altura, los ojos rojos de al-Hajjaj contemplaron a aquel ser insignificante que lo amenazaba con una espada y una daga.
* * *
—¿Y tú quién eres? —La voz del gigante pronunció estas palabras en árabe. Su sonido era como el siseo que provocaría un hierro candente al atravesar la sangre.
Desde los almohadones de plumas, el gran visir se volvió hacia Jürgen con el asombro más absoluto pintado en el rostro, incapaz de entender lo que estaba pasando allí.
—¡Barón Jürgen de Westfalia! —dijo Ibn Jalid en latín—. No puede ser. ¡Te vi morir!
El guerrero cristiano giró sobre sí mismo para mirar a un lado y a otro. Todas las lámparas encendidas iluminaban justo aquel círculo de luz y no conseguía distinguir nada fuera de él. Detrás de los tapices que lo delimitaban sólo se veía oscuridad.
Al igual que él había hecho, cualquiera podría estar acechando oculto detrás de ellos.
Al-Hajjaj avanzó un paso y levantó un pie como si quisiera aplastarlo como a un insecto. Sin pensárselo dos veces, Jürgen se lanzó contra el gran visir, lo sujetó por la pechera de su elegante caftán y apoyó la daga en su garganta. El derviche gateó para alejarse de ellos y se acurrucó temblando en un rincón.
Los ojos azules de Jürgen se movían de un lado a otro, como los de un león acorralado, intentando penetrar la penumbra que los rodeaba y a la vez vigilar los movimientos de Ibn Jalid y del efrit gigante. Buscó alguna señal, algún movimiento por imperceptible que fuera, que delatase la posición de los que se ocultaban en la oscuridad. Porque estaba seguro de que Ibn Jalid no estaría allí solo con el efrit. El gigante avanzó un poco más hacia él.
—Si das un paso más, juro que degollaré al gran visir —le aseguró Jürgen.
Ignorando su amenaza, al-Hajjaj se movió por la sala hasta quedar justo enfrente de ellos. Ahora que se había erguido por completo, su cabeza quedaba oscurecida por las sombras.
—Eres valiente, hombrecillo —dijo el efrit con algo parecido al respeto.
—¡Suéltame, barón! —le gritó Ibn Jalid—. ¿Qué te he hecho yo para que me sometas a esta indignidad?
Jürgen le rodeó el cuello con un brazo y apoyó el filo de la espada en su nuca. De ese modo podía usar al gran visir como escudo.
—Jürgen, esta situación no puede acabar bien para ti, y lo sabes, ¿verdad? —le dijo Ibn Jalid con voz desesperada—. Has enloquecido. Suéltame e iremos juntos a por el tesoro del rey Salomón. No seas estúpido, el premio ya está al alcance de nuestras manos.
—Todos mis hombres están muertos, traidor —dijo Jürgen intentando mantener la calma. Su mente funcionaba de una forma lineal pero segura y no era ningún estúpido—. Si te libero, al siguiente instante ordenarás mi ejecución.
—Acéptalo, humano —dijo el gigante que tenía enfrente, hablando en un más que correcto latín—. Ya estás muerto.
—¡Lo estaré cuando deje de respirar! —dijo mientras rebuscaba debajo de la camisa de seda del gran visir—. ¿Y cómo es que hablas mi lengua, monstruo?
—Soy al-Hajjaj, el Peregrino. Conozco todas vuestras ridículas naciones. Cuando estaba en la nave de cobre, mi mente se hallaba enturbiada por el metal ponzoñoso y mi cuerpo era el de un esclavo sin voluntad. Pero ahora las cosas han cambiado, como puedes ver.
La mano de Jürgen se cerró sobre lo que estaba buscando, el talismán oculto bajo las ropas del gran visir, sujeto por una cadena que rodeaba su cuello. De un tirón seco lo sacó a la luz, y lo levantó en alto en su puño.
—¿Qué dice de esto tu recién recobrada voluntad? —le preguntó al djinn.
El efrit retrocedió un paso.
Y, de repente, un dardo surgido de la oscuridad cruzó el aire y rozó el cráneo de Jürgen, arrancándole la mitad de su oreja derecha, para luego ir a clavarse en un tapiz del fondo. Otra flecha se clavó en uno de los grandes almohadones de plumas, junto a su pie izquierdo. Jürgen se movía de un lado al otro, intentando protegerse con el cuerpo de Ibn Jalid.
Este se debatía y lanzaba patadas hacia atrás intentando soltarse.
—¡Quédate quieto, gran visir! —gritó Jürgen—. ¡O juro por Dios que te degüello!
—¡No te atreverás a…!
Jürgen esquivó otra flecha que iba dirigida hacia él, giró sobre sí mismo y lanzó al gran visir contra una de las paredes. Había decidido que el anciano era demasiado pequeño para ser útil como escudo. De todos modos, ya tenía lo que buscaba, el poderoso talismán que le permitiría dominar a los djinns. Empujó uno de los braseros contra los tapices colgantes. El fuego prendió inmediatamente en la lana seca y todo estalló y se inflamó a su alrededor, como un nido de paja construido en la boca de un cañón. Un huracán de llamas azotó los viejos tapices de seda que representaban batallas, que desaparecieron convertidos en ceniza, mientras una lengua de fuego se elevaba hacia las alturas.
Las llamas iluminaron a tres guerreros turcos que habían permanecido en la oscuridad. Uno de ellos colocó una nueva flecha en el canal de disparo de su arco y le apuntó. Los otros dos iban armados con picas y se dirigieron hacia Jürgen, con cuidado de no interponerse en la trayectoria del arquero. Las llamas seguían extendiéndose de un tapiz a otro, que se agitaron empujados por el aire desplazado por el calor intenso. Toda la torre se convirtió con rapidez en una gran chimenea llena de humo negro.
El arquero empezó a toser y a lagrimear, y destensó el arco, ya no podía ver con claridad su objetivo. El gran visir se arrastró por el suelo, intentando escapar de las llamas.
Uno de los turcos se lanzó hacia Jürgen, e intentó ensartarlo con su pica. Pero él lo esquivó y lo empujó contra los tapices en llamas. En un instante prendieron sus ropas y corrió ciegamente, como una pavesa arrastrada por el viento, gritando y agitando las manos. El otro guerrero, al ver a su compañero convertido en una antorcha, se dio la vuelta y huyó hacia la salida. Con una sangre fría extraordinaria, Jürgen recogió la pica del primero y la lanzó con todas sus fuerzas hacia el hombre que huía, atravesándolo de parte a parte.
Las llamas ya lo envolvían todo. Era imposible escapar o distinguir nada a más de un metro. Todo estaba ceñido por volutas de humo negro que abrasaban los pulmones.
Jürgen levantó el talismán por encima de su cabeza y gritó:
—¡Al-Hajjaj, por el poder de Salomón, te ordeno que me saques de aquí!
El efrit apareció entonces en medio de las llamas. Su cuerpo gigantesco era iluminado majestuosamente por el fuego, que aunque lamía su piel era incapaz de quemarle. Abrió los brazos, y el incendio se extinguió a su alrededor. El humo se elevó hacia lo alto de la torre.
Jürgen tosía como si fuera a sacar los pulmones por la boca, pero se sobrepuso. Levantó los ojos enrojecidos y lacrimosos hacia el gigante.
—Eres mi esclavo, djinn —dijo.
—Tú posees ahora el talismán —admitió al-Hajjaj.
—¡Sí, aquí lo tengo! —Se puso en pie, desafiante—. ¿Tienes algo que decir al respecto?
El efrit frunció el ceño.
—No. —Al-Hajjaj hizo una pausa y añadió—: Pero quizá él sí.
Jürgen se volvió hacia donde el efrit señalaba, pero aún estaba cegado por el humo y no pudo ver con claridad la sombra que se abalanzaba hacia él. Sintió un dolor intenso en el vientre, como si una tea encendida se hubiera abierto camino entre sus tripas. Bajó la vista y vio el cuchillo que se hundía en su estómago; la mano que lo empuñaba estaba cubierta con un vendaje ensangrentado. El bárbaro cayó al suelo, retorciéndose de dolor, mientras se sujetaba la herida con las dos manos. Entonces alzó la vista y vio al hombre que lo había matado:
—¡Tú!
Hussein el orfebre soltó el cuchillo, que repicó contra el suelo, y se quedó observando fríamente al extranjero pelirrojo mientras agonizaba.
Sindbad el Marino 23.ª