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Neema se posó sobre el castillo de popa de El Viajero. Radi y Yahiz vieron cómo la otra alfombra, en la que iba el inconsciente Ozman, volvía a elevarse inmediatamente después de que bajasen sus compañeros. Aceleró con la velocidad de una flecha y se alejó hacia el sur.

—¿Adónde se dirige? —le preguntó Yahiz a Neema.

—Llevan a vuestro amigo a la ciudad de Vathek. Allí nuestros médicos lo curarán.

Radi paseó la vista por la cubierta de El Viajero. Humanos y djinns estaban mezclados y creaban un extraño contraste de alturas y colores de piel. Vio muchos gatos de diferentes colores deambulando a sus anchas por el barco. Algunos habían trepado por las jarcias y se habían instalado en la cofa. Distinguió entre todo el grupo a Aisha, que estaba junto a su esposo Qaïd y el capitán. Advirtió las huellas que su cautiverio habían dejado en el hermoso rostro de la mujer. El golpe amoratado en la sien, las heridas, la delgadez de sus mejillas.

Todos los presentes atendían las palabras de un si’lat tan alto que su cabeza sobresalía por encima de la de todos los demás compañeros de raza. Era muy delgado y tenía el pelo gris en vez de negro, pero nada en su atuendo lo distinguía de los otros si’lats.

—Mi nombre es Nahodha —decía el djinn de largo pelo cano—. Soy un adalid de los si’lats, pero también soy hermano vuestro en el islam.

—La paz de Alá sea contigo —dijo el erudito Yahiz llevándose la mano al pecho.

—Y contigo sea la paz de Alá —respondió el si’lat—. Humanos, tengo algo muy importante que deciros. Escuchadme todos: tenéis que abandonar esta nave cuanto antes para que podamos llevaros a todos a un lugar seguro.

—No me gusta la idea de dejar mi nave a su suerte —dijo Sindbad.

—La esconderemos —repuso Nahodha—, pero mientras estéis en ella seréis muy vulnerables si los efrits os encuentran. Aquí, en el río, no podremos protegeros. Estas son las tierras de los ghuls. Debéis acompañarnos a nuestra ciudad de Vathek. Allí estaréis seguros. Como vuestro compañero herido, que ya vuela hacia allí para ser atendido.

Nahodha extendió un gran mapa sobre las tablas de la cubierta. Todos se acercaron a él.

—Cuando veníamos hacia aquí —intervino entonces Neema—, vimos a Msafiri parlamentando con el jefe del ejército humano.

—¿Msafiri está libre? —exclamó Qaïd, apartándose un poco de su esposa.

—¿De quién estáis hablando? —les preguntó Sindbad.

—Del efrit que estaba encerrado en el barco que envié a por mi esposa —dijo Qaïd—. Su nombre árabe es al-Hajjaj. Es muy anciano y muy poderoso.

—Mis disculpas —dijo Aisha—. Creo que yo soy la culpable.

—¿Por qué dices eso? —preguntó su esposo.

—El gran visir se había apoderado del talismán y pensé que soltar al djinn era mi única oportunidad para escapar y avisarte de sus planes. Estaba segura de que pensaban utilizarme como cebo para capturarte también a ti.

—Si el talismán ya no estaba en tu poder —dijo Nahodha frunciendo el ceño—, ¿cómo pudiste liberar al efrit?

—Corté los cables de su armadura con un cuchillo —dijo ella.

—Eso es imposible —aseguró el si’lat—. Esa armadura fue construida y sellada por el propio rey Salomón. Ningún djinn podría escapar de ese cepo.

—Pero sí de las vasijas —apuntó Yahiz.

—Es diferente —explicó Nahodha—. Los efrits encerrados en las vasijas eran jóvenes y no muy poderosos. Salomón quiso imponerles sólo unos miles de años de castigo. Las selló con plomo, esperando que algún día sus sellos se borrarían y los efrits quedarían en libertad. Pero al-Hajjaj, o Msafiri, es otra cosa. Es un efrit viejo y uno de los lugartenientes de Iblis. Salomón forjó esa armadura con símbolos imperecederos para asegurarse de que nunca pudiera liberarse.

—Bueno —dijo Mustafá—, si la forjó Salomón, entonces la hizo hace dos mil años. Las cosas no duran para siempre, afortunadamente para nosotros los comerciantes.

—El problema no es al-Hajjaj —dijo Qaïd mirándolos a todos—. El problema es que el gran visir Yahia Ibn Jalid tiene ahora el talismán de Salomón, y los efrits lo saben. Con la ayuda de los humanos podrían hacer algo que para ellos es imposible.

—¿Y qué es eso? —preguntó Yahiz.

—Liberar a Iblis —dijo Qaïd—. El más antiguo y poderoso de los efrits, aquel que se atrevió incluso a desafiar a Alá. Iblis no puede morir. Pero cuando Salomón lo derrotó, lo enterró dentro de su Ciudad de Cobre, guardado por sellos mágicos que deben mantenerlo en estasis para toda la eternidad. Ningún djinn podría acercarse a su sarcófago, pero un humano sí, y con el talismán podría romper sus cadenas estáticas.

Yahiz miró a Qaïd con dureza y le dijo:

—En ese caso creo que te arriesgaste demasiado al enviar ese talismán y a al-Hajjaj en la misma nave.

—Es verdad —admitió Qaïd—. Ese fue mi error. Mi única excusa es que deseaba con todo mi corazón volver a estar al lado de mi esposa. Pero jamás imaginé que Harún al-Rashid se habría retirado y que sería el ambicioso Ibn Jalid quien gobernaría Bagdad. Calculé los peligros que acecharían a la nave durante el viaje, pero no esperaba la traición en mi hogar. Me equivoqué, pero todo lo hice por una sola razón: volver a reunirme con mi amada.

Qaïd tomó la mano de Aisha, se la llevó a los labios y la besó.

Sindbad se quedó mirándolos. Bajó los ojos hacia las manos entrelazadas de la pareja, y luego los alzó hacia el rostro sereno y agradable de Qaïd. Se preguntó hasta qué punto sería cierto lo que había contado. Había algo falso y forzado en su historia, aunque era incapaz de imaginar de qué se trataba y cuál era el motivo que le impulsaba a mentir. Pero sus dudas también podían deberse al demonio de los celos que estaba revoloteando entre sus entrañas.

¿Qué podía hacer? Aquel hombre parecía demasiado perfecto para ser real, pero allí estaba, y Sindbad comprendía ahora por qué Aisha estaba tan unida a él. Qaïd era sabio además de valiente, capaz de descifrar los antiguos enigmas dejados por el rey Salomón, y luego partir en busca de los más temibles djinns. Indiferente a los peligros y los desafíos, pero tan enamorado de Aisha como para arriesgarlo todo sólo para volver a estar con ella.

—No hay poder ni gloria excepto la de Alá —dijo Nahodha—, así que nada está decidido más allá de su voluntad. Tenéis que venir todos a Vathek. Allí, desde la seguridad de sus muros, decidiremos cuál es el mejor camino a partir de…

El djinn se detuvo en seco y se quedó mirando a uno de los gatos que estaban a su izquierda. El animal parecía tener sus ojos enfocados en algo que estaba más allá de la borda. Pero allí no había nada. Miró a los otros gatos de la cubierta y comprobó que todos estaban concentrados en el mismo punto. Nahodha se giró hacia un arquero si’lat.

—Wawindaji —musitó.

—Lo he visto, señor. —Sacó una flecha de su carcaj, y a una velocidad cegadora la colocó en el arco y disparó hacia el lugar en el que confluían los ojos de los gatos.

Un efrit se materializó en mitad del aire, sobre una alfombra voladora. Era bastante más voluminoso que un si’lat y con la piel de color granate oscuro, casi negro. A la flecha de Wawindaji, que quedó clavada en medio de su pecho, se unieron otras más disparadas por el resto de los arqueros si’lats. Finalmente, el efrit cayó al agua y se hundió como una piedra.

Neema se volvió hacia Radi y le sonrió mostrando sus largos colmillos.

—Ahora comprendes por qué siempre vamos acompañados de gatos. Si no se mueven, los efrits tienen el poder de volverse invisibles.

—Nuestros enemigos ya saben que estamos aquí —dijo Nahodha mirando a su alrededor—. Vuestra única oportunidad es venir con nosotros a Vathek. Encallaremos esta nave en la orilla de barro. Os aseguro que oculta entre los otros pecios nadie la descubrirá.

Mustafá se acercó a Gafar y le dijo por lo bajo:

—No me fío de ellos. ¿Para qué nos quieren llevar a esa ciudad de djinns? ¿Te has fijado en sus colmillos? Estoy seguro de que se alimentan de carne humana.

Gafar se quedó mirando la abultada barriga de Mustafá, su papada mantecosa, sus brazos carnosos y desmesurados, y dijo:

—Entiendo tu preocupación.

—¿Y qué piensas hacer? Podrías hablar con el capitán Sindbad. Eres su amigo, él te escuchará a ti antes que a nadie.

—¿Prefieres que nos quedemos aquí a esperar a los efrits o a los ghuls? Por mucho que nos esforcemos, con esta nave no podríamos huir de seres capaces de volar en alfombras mágicas. Y ese tal Qaïd asegura que ha vivido durante dos años con los si’lats, y parece que alguno de ellos es un buen creyente… Yo creo que ir a su ciudad es la mejor de nuestras opciones. Y, piénsalo, vas a ser el primer comerciante de Basora que tendrá la oportunidad de establecer una delegación comercial en la tierra de los djinns.

Mustafá asintió con una sonrisa. Sin duda lo último dicho por Gafar le había agradado.


Sindbad el Marino 20.ª