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Cuando Qaïd supo por boca de Sindbad que su mujer estaba prisionera en las naves del gran visir, no quiso esperar más y partieron juntos para rescatarla.
Los demás se quedaron esperando allí donde habían aterrizado. Fue una noche larga, oyeron rugir a los leones y vieron sus ojos brillar en la oscuridad. Encendieron un fuego y formaron un círculo con la espada en una mano y una antorcha en la otra. Cuando estaba amaneciendo, los dos djinns se ofrecieron a llevarles hasta El Viajero en sus alfombras voladoras. Radi comprobó que, efectivamente, uno de ellos era una mujer. Es decir, una hembra, ya que aquellas criaturas con la piel pálida como la de un espectro no eran humanas.
—¿Quieren que volvamos a montar en una de esas cosas? —preguntó Bilal mirando con desconfianza a los gigantes—. He estado vomitando hasta hace un momento.
—No hay otro modo —dijo la hembra—. Y tu amigo herido tiene que ser evacuado.
Radi miró a Ozman, que seguía inconsciente sobre una de aquellas alfombras. El enorme marino le había salvado durante el ataque ghul y ahora se debatía entre la vida y la muerte. Qaïd y los djinns habían dicho que podían salvarlo, pero era necesario sacarlo de allí.
Yahiz se acercó a una de las alfombras que flotaba a dos palmos del suelo y la estudió con cuidado a la luz de su antorcha. Llamó a Radi.
—Fíjate, muchacho; de cerca no parecen hechas de tela, sino de escamas.
Radi pasó la mano por la superficie de la alfombra. De lejos parecía seda tejida con brillantes y coloridos dibujos, pero de cerca recordaba más a la piel de un reptil recubierta con escamas muy pequeñas que creaban extraños patrones de colores. Verde, gris, café, rosado o amarillo de distintas tonalidades, combinado con una pigmentación secundaria que incluía manchas, puntos, retículas o bandas de casi cualquier color imaginable.
Pero lo más asombroso lo notó Radi en la yema de los dedos. Y se lo señaló a Yahiz:
—Tiene pelos saliendo entre las escamas.
El erudito rozó con la mano la superficie de aquellos vellos, y la alfombra se estremeció como si fuera el lomo de un gato al ser acariciado.
—¡Está viva! —exclamó.
Radi se puso en pie y tomó una decisión. Se acercó al grupo de indecisos marinos.
—Yo sí voy —les dijo. No le importaba lo que eran o no eran en realidad las alfombras; la cuestión era que Ozman, que había resultado mal herido por protegerle, podía morir si no era inmediatamente llevado a un lugar seguro en una de aquellas cosas voladoras.
—¿Cómo sabes que podemos fiarnos de estos djinns? —le preguntó Bilal.
—Sólo soy un muchacho —reconoció Radi—. Pero recuerda que el capitán Sindbad confió en ellos. ¿Qué opinas tú, Yahiz?
—Que no es una buena idea quedarnos más tiempo aquí —dijo el erudito mientras montaba en la alfombra que habían estado estudiando—. Los rugidos de los leones parecen cada vez más decididos. Y Ozman necesita ayuda o morirá.
Los djinns observaron en silencio mientras los humanos subían voluntariamente a las alfombras. Se miraron el uno al otro, quizá su gesto significaba: Vaya, por fin se han decidido.
* * *
Cuando volaban hacia el dhow, escucharon el estruendo de una batalla. Bueno, ni Radi ni Yahiz oyeron nada, pero al parecer los djinns tenían el oído más fino que los humanos.
—¿Qué pasa, Neema? —gritó Yahiz con el viento azotándole la cara.
El nombre de la hembra era Neema, así se lo había dicho ella misma. Y la raza djinn a la que pertenecía se llamaba si’lat. Los si’lats.
Neema ordenó al otro djinn que se dirigiese hacia El Viajero mientras Yahiz, Radi y ella iban a investigar. Así vieron la batalla, o más bien la carnicería que los ghuls infligieron a una parte de los humanos. Y también cómo todo se detenía de repente y aparecía al-Hajjaj para parlamentar. Ni siquiera el fino oído de Neema era suficiente para escuchar lo que decían desde aquella distancia, y no podían acercarse más sin ser descubiertos, pero para la djinn fue suficiente contemplar aquella escena para comprender que implicaba un peligro inminente.
—Ya hemos visto bastante —dijo Neema haciendo girar la alfombra en el aire.
Detrás de ella, Radi y Yahiz tuvieron que tumbarse boca abajo y extender los brazos a los lados para no salir despedidos. El erudito ni siquiera se atrevía a mirar hacia el exterior. Pero Radi sí lo hacía. Se sentía perdido, pequeño en medio de un mundo mágico y singular. Todo le parecía tan extraño y amenazante; allí había demasiados misterios para su comprensión. Pero por nada del mundo quería perderse un detalle de lo que estaba pasando.
—¿Sabes contra quién luchaban el gran visir y sus tropas? —preguntó el muchacho, gritando contra el viento—. ¿Y por qué se ha detenido el combate?
—Sí. Y eso no es bueno para nosotros. Tenemos que ir a avisar a tus amigos.
Neema significaba «Hermosa Noche» y Radi pensaba que poseía una extraña belleza que lo turbaba. De unos dos metros de altura, la piel de una palidez absoluta y estremecedora, los rasgos afilados, marcados por unos potentes pómulos. Los ojos con el iris de color amarillo, las pupilas rasgadas y colmillos como los gatos. El pelo era tan oscuro como el ala de un cuervo, y tan largo y lacio que casi llegaba a la corva de las rodillas. Ahora flameaba a su espalda como una capa negra. Vestía una especie de gonela hasta los pies de color negro, sin adornos excepto un cinturón ancho de cuero para ceñirla.
El gato era diminuto y tenía el pelaje de color gris plomo. Se encaramó al hombro de Neema y estiró el cuello para mirar a los humanos tendidos en la parte de atrás de la alfombra. El animal dijo: «¿Miiii?», mientras ladeaba la cabeza. A Radi le gustaban los gatos. Pensó que aquel era la mascota de la hembra si’lat. El caso es que ambos tenían los ojos iguales.
El dhow de Sindbad apareció entonces anclado en medio del río como si fuera un barquito de juguete, y la alfombra voladora se precipitó hacia él. Radi y Yahiz gimieron mientras sentían cómo sus cuerpos flotaban y se separaban un poco de la alfombra.
Quizá fue su imaginación, pero en ese momento Radi alzó la vista y le pareció que el gato de la djinn se estaba riendo de ellos.
Sindbad el Marino 19.ª