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Aisha se había sujetado con fuerza a Qaïd y había intentado permanecer de pie mientras la alfombra voladora se desplazaba a toda velocidad, pero las piernas le temblaban. El viento le abría la chilaba y tenía que sujetársela con una mano por miedo a que una ráfaga acabase arrancándosela. Por fin desistió de seguir de pie y se puso de rodillas. Al poco tiempo se tumbó completamente sobre la blanda superficie. Entonces se sujetó a los tobillos de Qaïd.
Este se volvió y la miró divertido.
—¿Estás cómoda? —le preguntó.
—Bastante. Gracias. Sí, así estoy bien, si no te importa.
—Tengo los barcos de Ibn Jalid a la vista —gritó Qaïd contra el viento—. ¿Puedes asomarte por el borde y decirme si ves la embarcación de la que me hablaste?
Aisha así lo hizo, y lo que vio fue el caos de embarcaciones que iban y venían por el canal, transportando soldados desde el baghlah a los tres dhows que estaban anclados cerca de la costa. Las primeras luces del amanecer empezaban a filtrarse en el cielo del este, envueltas en una bruma turbia que ascendía desde el río. La playa negra se estaba llenando también de criaturas que se preparaban para el inminente combate.
—¿Los ves? —le preguntó Qaïd gritando contra el viento.
—No, yo… —En ese momento, a Aisha todas las lanchas le parecían iguales, diminutas astillas que se movían como hormigas entre los cuatro grandes barcos—. No estoy segura. Creo que pasé más tiempo desvanecida de lo que creía… ¡No, espera! ¡Allí están! ¡Son esos!
Aisha señalaba una de las embarcaciones que recorría el canal pegada a los cañaverales, impulsada por cuatro remeros que se esforzaban en proporcionarle un movimiento rápido a la barca. Estaba ya a la vista de los dhows, y uno de los remeros se puso en pie y empezó a gritar:
—¡Ah del barco! ¡Lo tenemos! ¡Tenemos el talismán!
Su voz llegó clara incluso a la altura en la que estaban.
—Por si necesitábamos alguna prueba —dijo Qaïd mientras sacaba una flecha y la colocaba en su arco—. Sujétate fuerte, Aisha.
La alfombra empezó a descender a toda velocidad hacia la barca. Qaïd tensó la cuerda y disparó. El dardo se clavó en la espalda del último remero, que se derrumbó hacia delante. Su compañero de banco lo miró atónito, y antes de que pudiera decir nada recibió su flecha en el cuello. Qaïd era un experto cazador de grullas, y sabía que cuando estas van en bandada, lo mejor es empezar desde atrás hacia el frente.
Pero el segundo remero no murió instantáneamente y consiguió advertir a los otros dos. El que estaba de pie, se dio la vuelta y los vio llegar. Su cara se descompuso en una máscara de asombro, pero se tiró al suelo, y la flecha que iba dirigida contra él se clavó en la contrarroda. El otro remero se había escondido ya entre los bancos.
La alfombra voladora pasó como un rayo sobre sus cabezas, y empezó a girar para atacarles de nuevo. Pero entonces recibió una lluvia de flechas proveniente del más cercano de los dhows. Un dardo atravesó el tejido y la punta asomó a un palmo del rostro de Aisha.
—¡Ponte de pie, rápido! —dijo Qaïd mientras intentaba alejarse lo más rápido posible.
Una nueva andanada partió en pos de ellos. Aisha se giró y vio la nube de dardos siguiéndoles certeramente.
—¡Están a punto de alcanzarnos! —gritó.
—¡Más rápido! —dijo Qaïd, como si hablase con la alfombra.
La alfombra aún se movió con más velocidad, y Aisha tuvo que agarrarse con fuerza a su esposo para no ser arrastrada por el viento. Detrás de ellos, los dardos perdieron su impulso y cayeron al canal.
Qaïd se volvió y vio cómo la barca de remos llegaba a tocar el casco del dhow, y cómo los dos supervivientes trepaban hacia la cubierta por una escalera de cuerda.
—Al menos lo hemos intentado —dijo.
Sindbad el Marino 17.ª