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La alfombra aterrizó junto a Aisha, y el rostro de uno de los hombres que iba sobre ella quedó iluminado por la luz de la lámpara que Kassim había dejado en el suelo. Al reconocerlo, la muchacha sintió que se le doblaban las rodillas. El recién llegado saltó a tierra para sujetarla antes de que cayese al suelo. Ella levantó los ojos y lo miró.
—¡Qaïd! —exclamó.
—Perdóname, mi amor, por haber estado tan lejos —dijo él mientras la abrazaba.
—Pensé que no volvería a verte —musitó ella.
Kassim desenvainó su espada y dio un paso hacia ellos. Entonces, el otro pasajero de la alfombra se adelantó también hacia la luz… Y Kassim se quedó boquiabierto.
—¡Tú! —exclamó—. ¿Cómo es posible…?
—Será mejor que te quedes donde estás —le advirtió Sindbad, mientras lo mantenía a raya con la punta de su acero.
—¡El talismán! —exclamó de repente Aisha—. Lo tenía, pero ese canalla me lo robó y… deben de tenerlo sus esbirros… Eran dos en una barca. Quizá no hayan ido aún muy lejos.
Qaïd saltó sobre la alfombra y dijo:
—Luego tendremos tiempo para hablar, querida. Ahora voy a intentar recuperar el talismán. Es demasiado poderoso para que esté en las manos del traidor de Ibn Jalid.
Pero Aisha subió también a la alfombra, detrás de Qaïd, y le dijo con firmeza:
—No te he esperado tanto tiempo para ver cómo desapareces ahora delante de mí. Y, además, me necesitarás para identificar a esos hombres. Iremos juntos.
—Está bien, ¡sujétate fuerte!
La alfombra se elevó y dio una vuelta alrededor de Sindbad y el mameluco. El marino contempló a la pareja, reunida por fin, con una desagradable mezcla de emociones. Esto es según la voluntad de Alá, se dijo para alejar cualquier mal pensamiento.
—Capitán —le dijo Qaïd—, intentaré recuperar el talismán. Volveré a por ti.
* * *
La alfombra se alejaba como una flecha, Sindbad se quedó mirando su estela.
—Vaya —dijo Kassim—, me parece que ahora te sientes tan rechazado como yo.
Sindbad volvió el rostro hacia el mameluco y frunció el ceño.
—Será mejor que mantengas la boca cerrada.
—Pero yo sigo sin salir de mi asombro, capitán Sindbad —dijo Kassim caminando en círculo alrededor de él con la espada en la mano—. Me contaron que te habían encerrado en un agujero para el resto de tu vida… ¡Y ahora te encuentro aquí, en esta remota tierra!
—Lamento haberte desilusionado, pero da gracias de que no he olvidado que en otra ocasión fuiste tú quien me liberó.
—Entiendo que también esta vez te ayudó alguien a escapar. Ibn Jalid siempre creyó que otros podrían conocer el paradero de la tierra de los djinns y perseguirnos. ¿Por qué no tú, capitán? Pero lo que no comprendo es cómo nos has encontrado en mitad de la noche.
Sindbad señaló el farol que estaba entre los dos.
—Nos dirigíamos hacia el canal donde está atracada la flotilla de Ibn Jalid, vimos la luz y bajamos a investigar. Desde las alturas tu lámpara destacaba como una diana en medio de la oscuridad. Se la podía ver desde muy lejos.
—Ya lo sé para otra vez, pero ¿quién podría haber imaginado que llegaríais en una alfombra voladora…? ¡Una alfombra voladora! —exclamó el mameluco, sin dejar de moverse alrededor de él—. Se puede decir que he tenido una vida completa y que me he encontrado con muchas otras cosas maravillosas, pero nada que se pueda comparar con lo que mis ojos han visto durante estos últimos días.
La escena era desconcertante. La única luz era el farol de aceite en el suelo, que proyectaba sombras tenebrosas y alargadas hacia la oscuridad, siempre cambiantes conforme giraban el uno alrededor del otro. Sindbad vio la silueta del mameluco deformándose sobre el casco abombado del pecio que estaba a su espalda. Era un efecto terrorífico, que durante un momento le hizo creer que eran espiados por un djinn.
—¿Por qué mi tío decidió dejarme escapar?
—¿Sigues dándole vueltas a eso? —Kassim sonrió, sin dejar de girar alrededor de él.
—Creo que tú lo sabes.
—Tu tío te apreciaba desde niño. Te conocía bien, según creo. Una vez me dijo que eras un espíritu libre, un soñador, no un político como él. Un pájaro al que le había enseñado el horror de estar encerrado en una jaula, y que nunca volvería a ella. Una cadena es una cadena, me dijo, aunque esté recubierta de oro y de joyas. Creo que él te envidiaba de algún modo, que le hubiera gustado ser como tú y poder volar lejos de allí. Por eso quiso enseñarte una lección, para que nunca se te ocurriera regresar al valle del Sind.
—¿Eso es todo? No puede ser, tiene que haber otra razón para que me liberase.
—¿No me crees? —El mameluco se encogió de hombros—. Bueno, entonces lo averiguarás en el infierno…
Kassim golpeó con el pie la linterna de aceite y la lanzó dando vueltas por el aire. Al mismo tiempo, cargó contra Sindbad, que esquivó por muy poco la punta de su espada. Su finta hubiera sido más elegante de no haber resbalado a continuación en el barro y caído de espaldas de forma bastante ridícula. Rodó por el suelo para alejarse del mameluco, y luego se puso en pie de un salto. Kassim avanzó unos pasos hacia él y le apuntó con su hierro.
—Lo lamento, capitán, pero debo intentar regresar para advertir a Ibn Jalid, o seré acusado de traición —dijo con una voz que parecía sincera—. Si intentas detenerme, no tendré más remedio que matarte. Piénsalo, en realidad no es tan importante que regrese con los míos.
—Mis disculpas —dijo Sindbad con una sonrisa de medio lado—, pero no puedo permitir que escapes. Tampoco quiero matarte, pero lo haré si me obligas.
—Bueno —el mameluco se encogió de hombros—, tenía que intentarlo.
Y saltó hacia delante. Sindbad se agachó y desvió su furiosa estocada. Luego giró sobre sí mismo, y lanzó hacia el vientre de su enemigo una cuchillada que le desgarró la camisa.
El mameluco se echó hacia atrás, haciendo flamear la tela de su túnica como si fuese una bandera en retirada. Luego giró a su alrededor con el brazo extendido, la punta de la espada siempre apuntándole. A pesar de su aparente tranquilidad, Sindbad sabía que su enemigo estaba más nervioso que él. Tenía que finalizar el combate y escapar, de otro modo Qaïd podría regresar con su alfombra voladora y abatirlo a flechazos desde el aire.
El tiempo jugaba en su contra, así que Kassim estaba obligado a llevar la iniciativa.
Volvió a atacar, y Sindbad lo esquivó colocando el cuerpo de perfil. Desvió la estocada con un toque de su hoja, y lanzó el brazo izquierdo para asestarle un puñetazo justo bajo la nuez. Kassim retrocedió dolorido, llevándose la mano a la garganta y tosiendo.
Los dientes asomaron entre su barba rubia en una torcida mueca de rabia. Pero aparentemente no había sufrido ningún daño grave y con un rugido enfurecido volvió a embestir con todas sus fuerzas. Y cometió un error. Un pequeño error que en medio de un combate dibuja la delgada línea entre ganar o perder. Vivir o morir.
Kassim se lanzó a fondo, con una estocada tan profunda que su oponente no pudo hacer otra cosa que dejarse caer hacia atrás para evitar ser ensartado. Sindbad tocó el suelo con la mano izquierda, mientras mantenía la espada firmemente levantada con la derecha, intentando desesperadamente parar el ataque del mameluco. Pero este siguió avanzando, y en su ciega furia se empaló él mismo con la espada de Sindbad.
Al comprender lo que iba a pasar, Kassim intentó frenarse agarrándose con su mano izquierda al único asidero posible, la hoja de acero de su enemigo. Pero el filo le cortó la palma de la mano, siguió avanzando, y la espada le atravesó el vientre de parte a parte.
Un pequeño error y todo había terminado.
Kassim cayó el suelo, retorciéndose de dolor y con las manos en el abdomen.
Sindbad se arrodilló junto a él y el mameluco lo miró con los ojos desvaídos. Tenía los dientes tan apretados que oyó crujir su mandíbula.
—Sindbad… —masculló, tenía los dientes rojos de sangre—. Dile… Dile a Aisha que yo sólo quería protegerla de esa bestia de Jürgen… Díselo… No iba a hacerle ningún daño… ¡Lo juro! Yo sólo… Alá, perdóname…
Kassim murió. Sindbad se puso en pie y se volvió hacia el lugar en el cielo en el que había desaparecido la alfombra mágica. Tuvo la fuerte sensación de que las cosas no iban bien.
Había matado a un hombre al que no odiaba, y a otro por el que no sentía ninguna simpatía le había devuelto su esposa. Una mujer a la que él creía amar.
Sindbad el Marino 16.ª