39

39

Sindbad, con la espada en mano, hizo equilibrios sobre la viga de cedro. Fuera de aquellos estrechos nervios, toda la madera de la cubierta estaba podrida y tenía la consistencia del cartón mojado. Pisar fuera de las cuadernas significaba una caída hacia la muerte. Pero las criaturas que trepaban hacia ellos desde la bodega sabían moverse en aquella estructura ruinosa.

Uno de ellos saltó como un gato y se plantó frente a Sindbad. Estaba doblado sobre sí mismo, asiéndose con una garra al travesero de cedro. En la otra aferraba un palo largo y afilado por ambos extremos. Su piel era gris y áspera, cuarteada como barro seco. En realidad parecía sólo piel y huesos, en su espalda arqueada sobresalían como una cresta las protuberancias óseas de la espina dorsal. La criatura se fue irguiendo poco a poco, hasta mostrar por fin su rostro horripilante: ojos bulbosos, sin iris, sólo los dos puntos negros de las pupilas fijos en Sindbad. Las orejas eran membranosas y la boca ocupaba casi la mitad de su cara. Cuando la abrió, mostró unos dientes cónicos y afilados. Aquel engendro no era humano.

—Yahiz —dijo Sindbad sin apartar la mirada—, ¿qué son esas cosas?

—¡No lo sé, capitán! —El erudito estaba justo detrás de él, amontonado junto con el resto de sus compañeros sobre el estrecho espacio de la viga—. En el Corán se citan sólo dos especies de djinns: los efrits y los marids. Pero la tradición popular habla de muchas más, así que debe de tratarse de alguna especie menor. Pero no estoy seguro si…

Yahiz se interrumpió. Justo a sus pies había surgido de repente una garra, que atravesó la madera podrida e intentó atraparle el tobillo. El erudito retrocedió asustado y a punto estuvo de hacer caer a Radi, que estaba junto a él.

—¡Cuidado! —gritó el chico mientras agitaba los brazos para mantener el equilibrio.

Ozman, que estaba frente a Yahiz, se giró y lanzó una cuchillada con su cimitarra, intentando cercenar aquella garra. Pero el monstruo era demasiado rápido. Con la otra zarpa empuñaba una lanza de madera con la que golpeó la muñeca de Ozman. Este soltó su arma con un grito de dolor. El monstruo se balanceó en la viga como un chimpancé y saltó sobre ella.

Al otro extremo de la traviesa, Sindbad avanzó hacia el monstruo que tenía frente a él. Mantenía la espada por delante, pero era demasiado corta para ganar la distancia que la criatura le marcaba con su primitiva lanza de madera. El engendro intentó clavársela en el estómago, pero Sindbad fintó, evitándola. El monstruo giró el largo bastón sobre su cabeza, luego se agachó y lanzó un golpe en arco hacia las piernas del humano. Sindbad saltó y al caer atrapó el extremo del bastón con uno de sus pies. Lo cortó con un golpe de su espada, y la criatura retrocedió unos pasos por la viga, sujetando lo que quedaba de la pértiga.

—¡Ahora estamos más igualados! —exclamó Sindbad, animándolo con un gesto para que se acercase.

En el otro extremo, Ozman retrocedió cuando el monstruo se le lanzó encima. La criatura intentó clavarle el extremo afilado de su bastón. El humano logró esquivarlo, pero perdió el equilibrio, trastabilló y cayó de espaldas. Tuvo que agarrarse a la viga para no precipitarse al vacío, lo que le dio al monstruo la oportunidad de colocarse sobre él y asfixiarlo apoyando el bastón en su cuello. El rostro de Ozman se puso primero rojo y después pasó al púrpura. Se dio por muerto. La criatura se estiró hacia él y abrió las fauces. Parecían contener miles de dientes. Un hilillo de baba goteó sobre el pecho del humano. Y entonces dudó.

Al ver el rostro de Ozman, enrojecido y surcado por extraños dibujos, ladeó la cabeza, como si se extrañase de que una criatura de cara tan horrenda no estuviera de su parte.

Radi aprovechó aquel instante de desconcierto para acuchillar al monstruo con su daga. La hoja no logró penetrar la piel costrosa de su espalda, pero hizo que la criatura se revolviese como un torbellino hacia su nuevo atacante. Quiso golpearle con el palo, y Radi lo esquivó por muy poco. Cuando alzó de nuevo la pértiga con las dos manos, parecía que el muchacho no tenía escapatoria, pero Ozman agarró al monstruo por el brazo para impedirle descargar el golpe. La bestia gris se giró y alcanzó al marinero con los afilados espolones de su otra garra, trazándole tres surcos sangrientos en el pecho.

Radi cargó contra él y propinó una patada con todas sus fuerzas en las costillas de la criatura. Desprevenida, resbaló, y no teniendo dónde agarrarse, se precipitó al vacío.

El monstruo que luchaba con Sindbad atacó sujetando el palo con una mano, como si fuera una espada. El capitán esperó hasta que estuvo a la distancia correcta y le lanzó una cuchillada que le acertó en la muñeca. Esperaba ver saltar por los aires la mano cortada, pero no fue así. El monstruo soltó el palo, pero la mano siguió unida al cuerpo. Desconcertado, Sindbad giró sobre sí mismo para ganar impulso y clavó su acero en el huesudo cuello del monstruo, justo debajo de la barbilla. Pero una vez más, no consiguió el efecto esperado. La criatura se echó hacia atrás, liberándose de la espada que estaba hundida en su garganta. No parecía herido, sólo un poco confuso. Sindbad se agachó y lanzó otra cuchillada, esta vez a los tendones de uno de los tobillos del monstruo, que cayó hacia el fondo de la bodega.

—Estos malditos son duros de matar —masculló.

—¡Capitán! —gritó alguien detrás de él.

Sindbad se giró y vio a Radi y a Yahiz sujetando a Ozman, que estaba herido en el pecho. Pero lo que les había hecho gritar estaba más allá, atravesando el suelo de madera podrida por un centenar de sitios a la vez, agarrándose a las vigas con los espolones de sus garras, chasqueando los dientes hacia ellos. Toda una marabunta de monstruos que tenían sus ojos clavados en el pequeño grupo de humanos.

—¡Estamos muertos! —gritó Bilal con voz temblorosa—. ¡Que Alá tenga piedad de nuestras almas!

Las criaturas se lanzaron a la vez contra ellos. Aullando, las fauces abiertas y las garras dispuestas para atraparles. Muchas iban armadas con pértigas y unas pocas manejaban unas toscas espadas de metal, meros trozos de hierro con una empuñadura.

Sindbad comprendió que Bilal tenía razón. De allí no había escapatoria posible.

* * *

Al menos una docena de monstruos trepó por su lado de la cubierta, y empezaron a saltar hacia ellos desde los traveseros paralelos. Algunos llevaban trozos de armaduras de placas de metal, muy viejas y corroídas, pero que en origen debieron de ser piezas valiosas que los monstruos habían saqueado de los pecios. También debían de pesar una barbaridad, pero eso no restaba agilidad en sus saltos a los que las llevaban.

Una de aquellas bestias con armadura ejecutó un gran salto hacia la viga en la que estaba Sindbad. No llegó a completarlo. A mitad del vuelo, un dardo le atravesó la cabeza. La punta de metal rojizo le entró por la coronilla y le salió por la boca. El cadáver chocó de pecho contra la viga y cayó hacia atrás. Otras tres criaturas más fueron alcanzadas en rápida sucesión por tres flechas que venían desde arriba.

Sindbad levantó los ojos y vio al arquero que iba montado en una alfombra voladora. Llevaba una túnica de color rojo y un turbante blanco. Mientras lo miraba, lanzó dos flechas a tal velocidad que era casi imposible ver sus manos moverse.

Al otro extremo de la viga, una fila de monstruos se dirigía gruñendo hacia Yahiz y los demás. Dos alfombras descendieron a ambos lados del travesero. Los hombres que las cabalgaban debían de medir más de dos metros de altura. Iban completamente vestidos de negro, y llevaban la cabeza y el rostro cubiertos por un pañuelo también negro, que solamente dejaba los ojos a la vista. En sus manos empuñaban unos descomunales espadones de hoja curva, con los que trituraron las filas de los monstruos. Desde la seguridad de sus plataformas flotantes, masacraron sin piedad a aquellas criaturas grises que estaban a punto de atacar a los humanos.

El arquero descendió y situó su alfombra junto a Sindbad y sus compañeros.

—Rápido, subid —dijo—. Este lugar sigue sin ser seguro.

Sindbad no se lo pensó dos veces. Saltó y la alfombra se sacudió un poco bajo sus pies, pero inmediatamente se puso rígida como una tabla de madera. Se apartó para hacer sitio a sus compañeros. Pero Bilal, que iba a ser el siguiente, se paró junto al borde.

—Yo no pienso subir ahí —dijo.

—Pues te quedas a hacer compañía a los ghuls —dijo el arquero—. Es tu decisión, pero deja pasar a tus compañeros.

Bilal se lo pensó un instante y saltó dentro de la alfombra. Después subieron los demás. Ozman era llevado entre Radi y Yahiz. La alfombra era muy amplia, debía de tener cuatro metros de ancho, con lo que todos cupieron sin apreturas. Cuando de repente empezó a elevarse hacia los cielos, Sindbad y sus compañeros se lanzaron de bruces contra el suelo. El arquero iba de pie, con las rodillas un poco flexionadas, confiado y satisfecho con su asombroso sistema de transporte. Se volvió hacia ellos y soltó una risita al ver el miedo de sus pasajeros.

—No os preocupéis, a mí me pasó lo mismo la primera vez.

La alfombra seguía subiendo y subiendo, tanto, que Sindbad pensó que iban a chocar contra la luna.

Se asomó un poco por el borde y distinguió la selva bajo él. Los pecios estaban ahora envueltos en las sombras. Distinguió las luces de popa del dhow y, muy a lo lejos, los puntos de luz que indicaban la presencia de los barcos del gran visir.

Las otras dos alfombras se pusieron a su altura. Uno de los gigantes enmascarados hizo un gesto con la mano, señalando hacia abajo.

—Hay una explanada segura bajo nosotros. Os vamos a dejar allí.

Ninguno se opuso a la idea. La mayoría de los pasajeros no habían abierto los ojos desde que despegaron. Y, cuando aterrizaron, Bilal se arrastró a gatas y besó el suelo.

Ozman había perdido el sentido y entre todos tuvieron que cogerlo por los hombros y los pies y sacarlo fuera. Dejaron su corpachón sobre la hierba. Yahiz le abrió la camisa y el arquero se acercó con un farol de aceite. Ahora Sindbad estaba seguro de que se trataba del mismo hombre que había visto la noche anterior cabalgando una alfombra, alto y de rostro noble, y una barba tan perfectamente recortada que parecía haber sido esculpida sobre sus mejillas. Vestía una elegante túnica de raso carmesí, bordada de oro y ajustada a la cintura con un talabarte del que colgaba el carcaj lleno de flechas. Todo en él irradiaba fuerza y osadía, mientras sujetaba en su mano derecha la pértiga de la que colgaba el farol. La clavó en el suelo.

—¿Está bien tu amigo?

Yahiz le abrió la camisa y vio los tres profundos surcos en su pecho. Las afiladas garras de aquel monstruo habían cortado la piel y los músculos del ancho pecho de Ozman, hasta dejar a la vista el blanco de sus costillas. Sangraba profusamente y al erudito no se le ocurrió otra cosa que quitarse su camisa y presionar con ella contra las heridas.

—Todo fue por salvarme a mí —dijo Radi mientras se enjugaba las lágrimas que corrían por su rostro sucio—. Le debo la vida.

—Un momento antes hiciste lo mismo por él, muchacho —le recordó Yahiz.

—Esperad —dijo el arquero—. Quizá mis amigos puedan hacer algo.

Los dos gigantes habían aterrizado con sus alfombras voladoras, y acudieron a la llamada del arquero. Mientras se acercaban, se quitaron el pañuelo del rostro y revelaron así su verdadero aspecto. Sindbad y sus hombres dieron un respingo.

Tarif fue el más rápido en reaccionar, sacó su cimitarra y amenazó con ella a los gigantes. Sindbad también desenvainó su espada, pero estaba muy desconcertado:

—¡No sois humanos!

—¡Son djinns! —exclamó Yahiz.

En efecto, los dos extraños tenían un rostro afilado, en el que destacaban unos grandes ojos amarillentos con pupilas verticales como los gatos. Su piel lucía una palidez absoluta, era tan blanca como la cáscara de un huevo.

—¿Quieres que ayudemos a tu amigo o no? —preguntó uno de ellos con voz femenina. Desconcertante. Sobre su hombro derecho descansaba un animalillo, un gato de color gris.

¿Es una mujer?, se preguntó Radi. Era difícil adivinarlo con sus dos metros de altura.

—¡No te acercarás a él! —exclamó Kanu desenvainando su acero.

—Guardad las armas —dijo el arquero—. Os hemos salvado la vida hace un momento y no tenemos ningún deseo de pelear con vosotros. Si así lo preferís, daremos media vuelta y nos marcharemos. Sólo debéis tener cuidado con los leones que rondan por aquí de noche.

—Nuestras espadas no lograban matar a esos demonios. Si vuelven a aparecer…

El extraño sacó su daga y se la entregó a Sindbad.

—El acero no los mata, pero esta hoja sí lo hará si logras clavarla en uno de ellos.

—Tú eres humano —le dijo Sindbad mirándolo fijamente—. ¿Qué hace un hombre en compañía de djinns?

—Soy Qaïd abd al-Siqlabi ibn Muawiya al-Dajil, servidor de la Sagrada Casa de Alá.

Sindbad asintió en silencio, de repente se le había hecho la luz. No podía ser de otro modo, era el esposo de Aisha.

—Yo soy Sindbad, capitán de la nave mercante El Viajero.

—Una vez hechas las debidas presentaciones, capitán Sindbad, dime: ¿quieres que salvemos la vida de tu compañero herido o no? Decídete.

—Está bien. Ayúdale, te lo ruego.


Uno de ellos saltó como un gato y se plantó frente a Sindbad.