38
Cayó sobre las naves una noche sin luna ni estrellas, llena de recelo, ansiedad y terrores atávicos. Hasta el más pequeño sonido parecía contener una amenaza.
Sentado en cubierta, con la espalda apoyada en la borda, Jürgen se llevó las manos a los ojos y notó la humedad que fluía de ellos. Cuando se miró los dedos los vio manchados de sangre y pus. Le abrasaban como si tuviera dos carbones encendidos clavados en las cuencas. Llamó al barbero, que le lavó los ojos con agua y vino, pero no sintió demasiado alivio.
Entonces el vigía de uno de los dhows gritó. Todos se volvieron hacia la playa, allí donde señalaba el horrorizado marino que daba voces. Así pudieron ver cómo las criaturas habían levantado una empalizada alrededor de un fuego. En ella fueron colgando los cuerpos mutilados de sus compañeros muertos en la playa. Jürgen oyó los gritos de sus hombres que clamaban venganza, apartó al barbero de un empujón y caminó hacia la borda donde se hallaba el gran visir. Estaba acompañado por el derviche, que contemplaba como todos tan espeluznante espectáculo.
—Voy a volver a la playa para recuperar los cadáveres de mis hombres —dijo Jürgen—. De paso, les daré un escarmiento a esos monstruos.
—Piensa lo que haces, no sabes a lo que te enfrentas —le advirtió el viejo derviche.
—Son demonios —dijo Jürgen besando la cruz grabada en el pomo de su espada—, y con la fe en mi Señor los derrotaré.
—No son demonios, sino criaturas creadas por Alá al igual que los hombres —dijo Zafir.
Jürgen enrojeció de ira.
—Estoy hasta los cojones de oír toda esa mierda sarracena. Esa criatura estaba encerrada dentro de una vasija demasiado pequeña para contenerla. Pero se transformó en llamas y me abrasó los ojos… ¡Te digo que son demonios!
—Tus ojos están lastimados, cristiano, pero yo te digo que no hay peor ceguera que la del que se niega a ver —dijo el derviche—. Los djinns son criaturas de este mundo, no del infierno. Pero Alá les otorgó el poder de habitar una esfera de la percepción que se halla fuera del alcance de nuestros sentidos. No están limitados a moverse en las tres direcciones en las que nos movemos nosotros. No, Alá los creó con la habilidad de desplazarse en una dirección más, en una que no podemos ni imaginar, pero que está también a nuestro alrededor. El rey Salomón, mediante el talismán y sus símbolos ocultos, fue el único que logró encadenarlos en ese otro mundo. Los encerró en esas vasijas de cobre por haber desobedecido a Alá, y al ser liberados, cuando se rompen los sellos de la vasija, regresan a nuestra esfera y se ven obligados a adoptar una forma corpórea. Durante el instante de su liberación es posible ver su verdadera naturaleza ígnea. Fue esa llama primordial la que te deslumbró y te quemó.
Jürgen lo agarró por el pecho de su toga y lo levantó en alto como si fuera un muñeco.
—Lo único que me interesa saber, hombrecillo, es: ¿pueden sangrar? ¿Puedo matarlos?
—Ya basta, barón —dijo Ibn Jalid—, deja ahora mismo al derviche en el suelo.
El guerrero obedeció, pero repitió su pregunta.
—Sí, si se los hiere con cobre —dijo Zafir, arreglándose la toga que se le había subido casi hasta el cuello—. Pero aun así son más poderosos de lo que imaginas.
—Me da igual. Si sangran y se los puede matar, es todo lo que quería saber. Porque voy a regresar a la playa para recuperar los cuerpos de mis hombres.
—No lo puedo permitir —le dijo Ibn Jalid, acercándose a él.
—¡No te estoy pidiendo permiso!
El gran visir se enfrentó a él. Apenas le llegaba al pecho, pero dijo sin arredrarse:
—Obedecerás mis órdenes, barón. Ya se han perdido demasiadas vidas por actuar precipitadamente. Como verás, aún no he ordenado que nos retiremos… ¿Te das cuenta de eso?
—¿Qué pretendes hacer?
—Esperaré a que amanezca, y entonces lanzaré contra esa playa un ataque con todos nuestros hombres. Ahora la noche es su aliada en un terreno que desconocemos.
—Has decidido esperar porque los cuerpos que están colgados no son los de tus hombres.
—Ya no puedes hacer nada por ellos, barón. Obedece y aguarda al nuevo día.
Jürgen se negó, tozudo.
—Voy a regresar a esa orilla ahora. Con o sin tu ayuda, gran visir —dijo.
Ibn Jalid se acercó al guerrero. Sus labios, delgados como una cuchilla, susurraron:
—Te entregaré a la mujer si esperas hasta el amanecer. Será tuya. Pero escucha mis instrucciones.
Jürgen abrió los ojos con interés y oyó lo que el gran visir tenía que decirle.
—De acuerdo —dijo cuando terminó—. Esperaré, pero sólo hasta que amanezca.
En ese momento, sin que ellos lo advirtieran, un arquero turco que había escuchado la conversación se retiró discretamente. Fue a popa, donde se encontraba Kassim, y le informó.
* * *
El capitán mameluco descendía al interior del barco. Abrió la puerta de la celda en la que se encontraba encerrada Aisha. Estaba a oscuras, así que encendió la lámpara de aceite que colgaba en una esquina de la cámara. La estancia era apenas un cubículo situado entre dos cuadernas de la bodega. Una densa humedad atravesaba las tablas del suelo.
Allí dentro apenas se podía respirar.
—¿Quién te ha dejado en esta oscuridad? —le preguntó a la mujer.
Aisha estaba sentada sobre una estera, con la espalda apoyada contra la pared curva que formaba el casco del dhow. Al oír al capitán mameluco levantó la mirada. Sus cabellos caían en mechones de color ébano sobre los hombros.
—¿Qué está pasando ahí arriba? —preguntó—. Oigo los gritos desde aquí.
—Se prepara una batalla —respondió Kassim—. El gran visir pretende conquistar el poblado de la orilla al amanecer. Pero al parecer hay djinns que luchan al lado de esos nativos con aspecto monstruoso. Hemos visto cómo esos salvajes rescatan a los djinns de las aguas del río. A cambio, parece que los protegen. La incursión del barón Jürgen fracasó.
Pese al horror de contemplar cómo los salvajes masacraban a aquellos hombres, Kassim no pudo evitar que una sonrisa asomase a sus labios. Ver a aquel bárbaro engreído regresar al dhow con el rabo entre las piernas y los ojos abrasados le había resultado bastante satisfactorio. Al final, sus arqueros habían salvado a los cristianos de una muerte segura. Durante unos segundos, a Kassim, que también manejaba un arco, se le había pasado por la cabeza la idea de lanzar una flecha algo más baja, que cerrase para siempre la bocaza de Jürgen.
—¿Qué quieres de mí? —le preguntó Aisha.
—Podemos luchar contra los salvajes, pero no contra los djinns. Por ello te ruego, señora, que si tienes escondido el talismán me lo des ahora. Será nuestra última oportunidad de sobrevivir al día que se avecina.
—¿Te ha mandado Ibn Jalid?
—No, señora. Pero sé que muy pronto mandará a alguien para llevarte con el barón Jürgen. Has sido entregada a él, ese será tu destino si no devuelves el talismán.
Ella asintió, aparentemente tranquila.
—Será mi destino tanto si tengo el talismán como si no —dijo—. Ya nada puede impedirlo. La muerte no me da miedo, ya que estoy en paz con el Creador. Pero tengo que reconocer que me horroriza lo que va a suceder justo antes. Sé que cuando el barón termine conmigo, me entregará a su sucia tropa de bárbaros, y que ese horror seguirá hasta que un cuchillo se apiade de mí y me libere de tanto dolor.
—No lo permitiré —le aseguró Kassim.
—¿Serás tú quien me dé esa daga? —preguntó ella con un hálito de esperanza.
—No. Pero voy a impedir tanto tu sufrimiento como tu muerte.
Aisha hizo un gesto de amargura.
—¿Y qué puedes hacer para evitarlo? Vi cómo intentaste defenderme en la cubierta de la nave de metal, y te lo agradezco, pero sólo eres un hombre frente a muchos.
—Soy un capitán de Bagdad, y tengo a algunos fieles aquí. Como tú misma dijiste en una ocasión, señora, el gran visir está actuando en contra de las órdenes del califa.
Aisha se inclinó un poco más hacia él, interesada por fin en la conversación.
—¿Tienes algún plan?
—Cuatro de mis hombres más leales están aprestando ahora una barca de remos. Con la confusión de los preparativos para la batalla, nadie advertirá que escapamos río abajo.
—¿Estás seguro?
—Lo estoy. Empeño en ello mi vida y mi honor. No pienso permitir que sucedan más infamias ante mis ojos. —Kassim descubrió un bulto que había mantenido oculto a su espalda hasta ese momento y añadió—: Ya sé que no te resulta extraño vestirte con ropa de hombre. Aquí tienes un uniforme de arquero que te permitirá pasar desapercibida.
Aisha cogió las ropas, las palpó como si fueran su tabla de salvación, y dijo:
—Gracias, capitán. Estaré siempre en deuda contigo.
Kassim la miró a los ojos. Alargó las manos y la sujetó por los hombros. Durante un instante, Aisha pensó que el capitán iba a atraerla hacia sí para intentar besarla. Pero el mameluco la soltó y se volvió hacia la puerta.
—Vístete rápido, señora, y sube a cubierta. Yo estaré en la amura de babor con mis hombres. No te retrases, te lo ruego. Ahora cada instante cuenta.
Salió de la celda y cerró la puerta detrás de él, pero no dejó caer el pestillo.
Las ropas de arquero consistían en una chilaba de color verde y blanco con una amplia capucha rematada por una borla, y una chaqueta acolchada. Todo ello iba sujeto a la cintura con una correa de cuero de la que se podía colgar el carcaj, detalle que Kassim no había incluido en su atuendo. Aisha se cambió a toda prisa y se echó la capucha hacia delante para ocultar su pelo y su rostro. Luego subió a cubierta y se mezcló con todo el ajetreo de los preparativos.
Los tres dhows estaban situados muy cerca, y se habían tendido cabos y rampas para cruzar de una cubierta a otra. El baghlah, en cambio, era una nave de alto bordo y no podía aproximarse tanto a la orilla sin embarrancar. Por eso se mantenía anclado en el centro del canal, mientras una fila de lanchas iba y venía llevando a los hombres embarcados en él hacia los dhows, desde los que se iniciaría el ataque. Los capitanes se transmitían las órdenes a gritos de un barco a otro. Los carpinteros trabajaban a destajo para completar unas barcazas que usarían para llegar hasta la orilla, y el ruido de los martillazos ahogaba casi cualquier otro sonido. Las tropas, tras tomar un ligero rancho servido de un humeante caldero, se iban ordenando en escuadrones, proveyéndose de flechas, hachas, cimitarras y todo lo que fuese necesario para combatir. Los armeros distribuían las lanzas entre los infantes y estos se las cargaban al hombro.
Aisha se movió entre los guerreros como uno más. Pero, en vez de dirigirse inmediatamente hacia la amura de babor, se acercó al palo mayor y retiró la tapa de uno de los toneles atados a él. Se asomó y respiró aliviada al ver el brillo anaranjado en el fondo. Gracias a Alá, nadie lo había descubierto. Se quitó el cinturón del uniforme y usó la hebilla para pescar el talismán. Guiándose con el resplandor que emitía, le resultó fácil atraparlo a pesar de la oscuridad. Lo guardó bajo sus ropas de arquero y caminó hacia la amura.
Kassim ya la estaba esperando.
—Has tardado —le reprochó.
—Mis disculpas.
—Vamos, no hay tiempo que perder. Nos confundirán con una de las lanchas que van y vienen del baghlah.
Descendieron por una escalera de cuerda hasta un batel. Allí les aguardaban cuatro hombres con uniforme de arquero, sujetando los remos. Kassim no se molestó en presentaciones; la dejó en la proa y él se situó en la caña del timón. La embarcación mediría siete metros de eslora y tenía en el fondo un mástil y una vela desmontados.
—Remad con fuerza —les ordenó Kassim a sus soldados—. Pero con calma y sin llamar la atención. Que parezca que nos dirigimos hacia el baghlah a recoger a más gente. Y estad preparados, porque cuando lleguemos al centro del canal montaremos el aparejo.
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Sindbad el Marino 14.ª