35
Se adentraron en una selva de hierros oxidados y retorcidos en formas sin sentido, y de vigas carcomidas como troncos de árboles en un paisaje de pesadilla. En aquel barro inmundo no podía crecer otra cosa que aquellos tristes restos.
Un gigantesco pecio se alzaba frente a ellos. En el costado de babor de su casco, consumido por el viento y la lluvia, se abrían grandes agujeros por los que asomaban las cuadernas, como el costillar de un cadáver medio devorado por los cuervos.
Sindbad se introdujo sin dudarlo por una de las brechas hundidas en el barro. Llevaba una linterna de aceite que encendió de inmediato para iluminar el espacio delante de él. La levantó sobre su cabeza y señaló el techo del camarote; estaba sujeto con vigas de cedro y se conservaba bastante bien teniendo en cuenta la ruina del exterior.
—En la tierra de Laban ya no quedan cedros lo bastante grandes para fabricar esas cuadernas —dijo Yahiz—. Esta es una nave muy antigua, quizá de la Era de la Ignorancia.
—Eso significa que tiene casi trescientos años —comprendió Sindbad.
—Por lo menos. Y es posible que todos los pecios que están aquí varados provengan de la misma época. Si subimos a la siguiente cubierta quizá lo averigüemos.
—Ten cuidado donde pisas. Este lugar se tiene en pie por un milagro.
Sindbad señaló una escalera de vieja madera que, adosada a la mampara, trepaba sinuosa hasta la cubierta superior. Empezaron a subir por ella, y a cada paso la madera húmeda y carcomida de los escalones crujía siniestramente bajo sus pies. Pero el miedo de que todo se derrumbase en un instante, enterrándoles bajo una montaña de escombros, no les impidió seguir ascendiendo. Llegaron a una especie de bodega, y al asomar la cabeza vieron varias palmeras. Nacían de unos montículos de arena para elevarse sobre sus cabezas por encima de la cubierta agujereada por la que entraban los rayos del sol. Radi se acercó a la base de una de las palmeras y cogió un dátil caído sobre la arena. Luego alzó la cabeza para contemplar los brillantes racimos que colgaban sobre él, iluminados por la turbia luz del exterior. Se llevó el fruto a la boca y exclamó:
—¡Dulce como la miel!
—Quién sabe. —Yahiz frunció el ceño pensativo—. Hace trescientos años, quizá esta nave llevaba un cargamento de dátiles y al quedar varada los frutos germinaron en la arena húmeda arrastrada por el viento desde el río hasta el interior de la bodega. Como nada puede arraigar en ese cieno inmundo, han crecido aquí a resguardo de los elementos.
—Cosas más raras se han visto —asintió Radi llevándose a la boca otro dátil.
* * *
Treparon hasta la cubierta principal por un lateral. Allí las mamparas se habían hundido, creando una ladera de escombros sobre los que la arena se había asentado.
De nuevo estaban en el exterior, en lo alto de aquella antigua nave, envueltos por la luz plomiza del sol que se colaba a través de la atmósfera saturada de polvo. Los rodeaba una gran explanada de vieja madera blanqueada por el sol, en la que se amontonaban mástiles y fragmentos del aparejo que habían sido derribados por el viento hacía mucho. También asomaban, a través de grandes desgarrones en la tablazón, las copas de las datileras que crecían en el nivel inferior.
Husam se dio la vuelta y señaló hacia el río, diciendo:
—¡Mirad! Allí está nuestra nave.
Y esas fueron sus últimas palabras, porque dio un par de pasos en dirección a la borda y desapareció por un agujero que se abrió en ese instante bajo sus pies. Se oyó un grito agudo y luego el silencio. Cuando los demás se asomaron, vieron su cuerpo estrellado contra la cubierta inferior, la cabeza doblada en un ángulo imposible.
—¡Alabado sea Alá en todas las circunstancias! —exclamó el erudito.
—Pertenecemos a Alá y a Él regresaremos —rezó Tarif por su compañero muerto.
—¡Dejaos de rezos y mirad dónde ponéis los pies, o seguiréis a Husam! —advirtió Sindbad—. Pisad sobre los traveseros, son de buen cedro y es lo único que puede soportar nuestro peso.
Desde la altura de aquella cubierta no sólo podían distinguir el dhow que los había llevado hasta allí, sino que se tenía una privilegiada perspectiva de las otras naves naufragadas en aquella orilla del Pangani. Perfectamente alineadas una junto a otra, se extendían a ambos lados del mercante en el que se encontraban, dispuestas en una formación extrañamente simétrica entre el río y las colinas de dunas que lo bordeaban.
—Estas naves no están aquí varadas por un naufragio —concluyó Sindbad—. Su alineación es demasiado perfecta. Una junto a otra, a más o menos la misma distancia, la proa encarada hacia el interior, y la popa hacia el río.
—¿Qué quieres decir? —le preguntó Yahiz.
—He estado en demasiados puertos como para no reconocer que esto es una dársena. Es posible que el barco de metal partiese justo de aquí. Me ha parecido ver los restos de una nave similar a lo lejos, medio tapada por la vegetación que ha crecido a su alrededor. Se me ocurre que el curso del río debió de cambiar de improviso, dejando estas naves varadas en tierra, pero con la misma disposición con la que habían atracado.
Yahiz se pasó la mano por la barba, pensativo.
—¿Qué utilidad tendría un puerto en este lugar desolado?
—Este lugar no siempre ha sido así. Si hay un puerto, también debe de haber una ciudad cercana, aunque ahora esté oculta. Tenemos que intentar ver más lejos.
A falta de un mástil que se mantuviera en pie, Radi trepó hasta la copa de una de las palmeras sujetándose a sus largas hojas. Una vez allí, contempló desde aquella altura la panorámica espectacular del río, que discurría hasta el lejano horizonte.
El sol ya descendía por debajo del nivel de las nubes, lanzando rayos transversales sobre la superficie líquida que brillaba como un espejo. El Viajero se veía tan diminuto como una cáscara de nuez y mantenía el equilibrio en medio de aquella corriente de plata que se desplazaba mansamente. El rumor del agua era casi imperceptible desde allí, pero sonaba como algo imaginario, como una ilusión de su mente. Pequeños remolinos de espuma blanca se formaban y desvanecían, rompían en ondas contra la orilla y se desparramaban sobre la arena mojada para retirarse al momento, como un espadachín fintando para eludir una cuchillada.
Sindbad se acercó a la palmera caminando con cuidado sobre una viga de cedro.
—¿Qué has visto, muchacho? —le preguntó.
—Aquí no parece haber nada, pero toda la orilla está llena de escombros y…
Las nubes se despejaron durante un instante, revelando un destello a lo lejos. Era una montaña inmensa que dominaba majestuosa el horizonte. La nieve cubría sus umbrías y manchaba de blanco y negro la espalda del titán, como la piel de una pantera.
Radi no pudo evitar sentirse intimidado ante aquella mole cónica alzándose hacia el cielo. Pero lo más asombroso es que a sus pies se derramaba un enorme banco de nieblas perpetuas, de modo que los árboles crecían para superar esa bruma y creaban un exuberante dosel verde. Entre los árboles, rasgando la niebla como cuchillos de obsidiana, distinguió unas torres negras y afiladas, siniestras como huesos negros.
—Creo que he encontrado la ciudad —dijo—. Pero no parece un lugar al que nadie quisiera ir.
—Hofu —comprendió Sindbad.
—¿Cómo?
—Así la llamó el gobernador.
El sol iluminó por debajo de la capa de nubes, arrojando largas sombras que revelaban detalles en el río que Radi antes no había visto. A lo lejos, atracados en una especie de red de canales que surgían del río, el muchacho distinguió tres dhows y un baghlah. Lo más extraño fue que le pareció divisar en la orilla a un grupo de soldados en formación de batalla. Fuera quien fuese el enemigo al que se iban a enfrentar, no alcanzaba a verlo, pues quedaba oculto detrás de una cortina de cañaverales.
—Veo las naves del gran visir —anunció el muchacho—. Hay hombres en la orilla, y…
Nadie escuchó su última frase, porque en ese momento Bilal gritó:
—¡Husam ha desaparecido!
Sindbad se asomó al agujero y miró hacia la bodega en la que había caído Husam. Era verdad, su cuerpo ya no estaba. Durante un instante pensó que tal vez el marinero había tenido suerte y había sobrevivido a la caída. Pero no era posible. La posición de su cuello demostraba que estaba muerto.
—¡Muchacho, baja de una vez! —le ordenó.
Radi se descolgó con agilidad desde la copa de la palmera y saltó sobre un travesero.
Cuando miró hacia abajo, al interior de la nave, vio una turba de criaturas de piel grisácea que trepaban por los maderos con una asombrosa agilidad. ¿De dónde habían salido? Era imposible decirlo, pero sin duda podían haber estado escondidos, observándolos al acecho, pues el color de su piel era casi exactamente igual al del barro que los rodeaba.
Ahora eran como una marabunta de hormigas grises que se abalanzaba hacia ellos.
—¡Alá tenga misericordia! —gritó Yahiz presa del pánico.
Sindbad desenvainó su espada e hizo un gesto a sus compañeros para que mantuvieran la calma. Pero él mismo sentía el corazón apresado por una garra oscura.
—Basta de rezos —dijo una vez más—, ahora ha llegado el momento de luchar.
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Sindbad el Marino 11.ª