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El Viajero navegaba por el delta del río Pangani, que se diluía desde su desembocadura en una amplia extensión de tierras desoladas. El creciente de la marea oceánica a través de la telaraña de riachuelos era lo que provocaba aquellos asombrosos cambios en el curso de las aguas mansas. Se desplazaba por una especie de laguna formada por la confluencia de varios cauces fluviales, que se juntaban y separaban tejiendo una intrincada red luminosa, y que a veces desaparecían en grandes extensiones de barro de color rojizo para volver a fluir poco después.

Era un lugar insalubre y desolado, que parecía existir ajeno al resto del mundo. En el aire sólo resonaban los chillidos de los pájaros y las grullas y el constante zumbido de las nubes de insectos que atormentaban sin piedad a los navegantes. Una planicie sin fin de vegetación salpicada por islotes de aguas turbias. A lo lejos se distinguía una cordillera: las montañas Korogwe, cuyas cimas se perdían entre las nubes. El mar había quedado atrás. Estaban adentrándose en el Bilad al-Sudan, la Tierra de los Negros. El corazón del continente africano.

—Capitán, ¿me llevas contra mi voluntad a una zona de peligro? —dijo Mustafá.

—Nadie te obliga a venir con nosotros. Podrías haberte quedado en Zanzíbar.

—¡Sabes perfectamente que el gobernador de Zanzíbar tenía orden de ejecutar a cualquiera que te acompañase, capitán!

Sin embargo, el gobernador había cumplido su palabra de ayudarles. Varias barcazas enviadas por él acudieron a la desembocadura del río Pangani, con víveres y suministros para que pudieran continuar su viaje. Sindbad había reunido a la tripulación en la cubierta y les había expuesto con claridad la situación y las advertencias del gobernador sobre lo que iban a encontrar si seguían el viaje río arriba. No quería repetir su error de arrastrar a unos hombres a sus órdenes hacia un destino incierto. Contaba con Yahiz, que se metería en un volcán en erupción si pensase que con eso iba a aprender algo nuevo. Con su fiel Gafar y también con el joven Radi, que estaba dispuesto a seguirle hasta el fin del mundo para tener su venganza.

Pero del resto no se sentía tan seguro. Algunos habían venido con Mustafá, cuando Sindbad estaba tan desesperado que los aceptó como tripulación sin preguntar nada más. El riesgo de un motín que colocase al gordo comerciante al frente de la expedición siempre estuvo en su mente. Por supuesto, el hecho de que las cartas de navegación estuvieran en su poder, y de que nadie más excepto él y Yahiz pudieran interpretarlas, jugaba a su favor. Aquella había sido una situación peligrosa pero necesaria, porque era imposible tripular El Viajero en alta mar sin todos esos hombres. Pero la navegación por un río era diferente y podrían arreglárselas perfectamente sin la gente de Mustafá. Aunque él echaría de menos al egipcio Husam, que era un gran espadachín con el que solía practicar. Y también a Fahd y a Kanu, que trepaban por las jarcias con la velocidad de dos gatos salvajes.

Pero fueron precisamente aquellos tres hombres los primeros que dijeron que estaban dispuestos a seguirle río arriba, hacia el corazón del continente negro.

Tarif, que había hecho la labor de contramaestre durante la travesía, preguntó:

—Y además de todos esos peligros, ¿qué más nos espera al final de este río, capitán? Todos hablan de un tesoro inmenso, pero nadie está seguro de la verdad.

—El gran visir de Bagdad lo ha dejado todo para viajar hasta este lugar desolado —intervino Gafar—. ¿Qué crees que ha venido a buscar?, ¿un poco de calderilla? No, amigos míos; estamos hablando del tesoro del rey Salomón, nada menos. Un tesoro tan grande que el monarca tuvo que esclavizar a los djinns para que le construyesen toda una ciudad donde guardarlo. ¡Una ciudad! Imaginad ahora la cantidad de oro de la que estamos hablando.

—Pero el gran visir no ha venido solo, sino acompañado por un ejército. Quizá la voluntad de Alá es que el tesoro sea para él —dijo otro de los marineros.

—La voluntad de Alá es que luchemos con todos los medios que Él nos da —replicó Sindbad—. Así que decidid ahora mismo lo que queréis hacer: continuar río arriba en El Viajero, o regresar a la seguridad de Zanzíbar en una de esas barcazas.

Todos, incluso el joven y tímido Bilal, decidieron seguir.

—No había ninguna elección que hacer —le reprochó el comerciante a Sindbad cuando las barcazas del gobernador desaparecieron río abajo—. Les has dado a elegir a los hombres entre ser ricos o morir, porque en Zanzíbar pesa una pena de muerte sobre nuestras cabezas.

Sindbad señaló las riberas del río Pangani, ahogadas por las hierbas altas.

—Puedes quedarte aquí con Ozman, si eso es lo que quieres. Te dejaremos víveres para varias semanas y a nuestro regreso te recogeremos.

—Y en el dudoso caso de que regreséis, ¿compartirás el tesoro conmigo?

Sindbad sonrió y dijo:

—Donde no hay riesgo no hay beneficio. Eso deberías saberlo hasta tú.

—Mis hombres te van a ayudar a conseguir ese beneficio.

—Y son ellos los que se arriesgan por voluntad propia.

El comerciante se quedó mirando a Sindbad a los ojos. Parecía buscar algo que decir, pero finalmente se dio media vuelta y fue a encerrarse en su camarote.

* * *

Las grandes montañas que se extendían perpendiculares al río Pangani eran pálidas, desoladas y descoloridas por el ardiente sol, como una muralla levantada por Alá para separar del resto del mundo las extensas sabanas de África. Una señal que avisaba a los hombres para que se mantuviesen lejos de las peligrosas tierras que se alzaban al otro lado de sus acantilados, de sus ciudades olvidadas que se iban convirtiendo en polvo arrastrado por el viento, y de los poderosos y malvados djinns que las habitaban.

Sindbad se sentía fascinado por aquel paisaje, tan distinto de cualquier cosa que hubiera visto hasta ese momento. Más allá de los asentamientos en la playa, todo rastro de presencia civilizada en aquellas tierras primigenias había desaparecido. Aquellos territorios sólo eran recorridos por las caravanas que se dirigían hacia Zanzíbar cargadas de sal, especias y marfil traídos desde las profundidades de África, y por tribus salvajes que no conocían la lengua común y que aún vivían en la Era de la Ignorancia.

El sol abrasaba los cañaverales coronados por penachos de color verde oscuro. La vida se mostraba exuberante de criaturas insólitas: colonias de cangrejos amarillos que sembraban el cieno de diminutas bolitas de excrementos, plantas y flores de todos los colores, aves, gaviotas y cormoranes que punteaban el cielo y anidaban entre los mangles. Peces de escamas brillantes de color cobalto y vientres pálidos nadaban, saltaban y se perseguían entre los juncos y las raíces. Cocodrilos que miraban su paso con ojos ansiosos.

Gafar había tenido que extremar sus precauciones para que la nave no quedase irremisiblemente atrapada en un barrizal o un banco de arena. Un marinero lanzaba la plomada, midiendo las variaciones de la profundidad, que iba cantándole al piloto. En algunos tramos, Gafar había ordenado que el bote navegase delante de ellos.

Durante todo el día remontaron la tibia corriente. Los meandros se fueron fundiendo poco a poco en un único cauce, que se volvió más ancho y ganó profundidad, fluyendo a través de lo que parecía una infinita pradera de hierbas altas salpicadas por algunos árboles de grandes troncos. Lentamente, las riberas cobraron un tono cada vez más intenso y se poblaron de más árboles. El verde azulado de los manglares se transformó en el verde turquesa de la selva. En el ocaso, una bruma pálida se elevó de las aguas, reduciendo el horizonte de visibilidad a menos de un tiro de arco frente a ellos. Ni siquiera desde lo alto del palo mayor distinguían el final de aquella jungla enturbiada por el vapor.

Al amanecer, las verdes ondulaciones de la selva se mancharon con una ciudad de barro ocre y edificios cúbicos, que se desparramaban sin orden ni concierto cerca de la orilla, como castillos de arena olvidados por un niño gigante. Destacaba por encima de todos una insólita torre de piedra, gallarda y esbelta como una columna de humo blanco, una construcción incongruente con el resto que fascinó a Yahiz, quien tomando papel y pluma se dedicó a registrar cuidadosamente sus detalles.

—Nunca había visto nada igual —murmuró ensimismado mientras dibujaba—. Esa torre no tiene las características de ninguna civilización que yo conozca. Sin duda es algo mucho más antiguo que todo lo que registran los libros.

Junto a aquella ciudad vieron a hombres de piel negra que contemplaban el paso del dhow por el centro del río. Algunos corrieron hacia la orilla y se lanzaron al agua en unas canoas largas y estrechas. Sindbad ordenó entonces coger las cimitarras y estar preparados para el intento de abordaje. Pero las piraguas no se acercaron demasiado, y sus tripulantes se contentaron con navegar paralelamente a ellos durante un trecho, manteniendo la distancia y agitando los brazos frenéticamente.

—¿Por qué hacen eso? —se preguntó Yahiz.

—Es como si quisieran advertirnos que no sigamos navegando —dijo Gafar.


Sindbad el Marino 8.ª