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El Viajero llegó junto al pecio medio hundido de la nave de metal.

La isla de Zanzíbar estaba tan cerca que se distinguían perfectamente los monos de pelaje rojo buscando mariscos en la playa y las bandadas de tejedores que volaban sobre la ciudad blanca de Mkokotoni. El sol arrancaba destellos de las paredes encaladas y reverberaba en algunos cantos que sobresalían de la muralla de tapial. Sólo interrumpían la uniformidad de aquella colmena de marfil el alminar de la mezquita, cubierto de pinturas de vivos colores, y la fortaleza con la bandera abásida verde y blanca ondeando sobre una gran torre cuadrada.

Sindbad ordenó bajar la barca de remos. Abordó la nave de metal en compañía de Yahiz y cuatro marineros. Estaba tan abandonada como parecía. No quedaba nadie a bordo, pero en el interior de la cámara en la que habían mantenido prisionero al djinn encontraron muchos cadáveres, la mayoría destrozados. Sindbad levantó una placa de metal negro y dedujo que había formado parte del peto de la armadura del djinn. Los símbolos luminosos que recubrían su superficie habían desaparecido sin dejar huella.

—La criatura se les escapó —dijo Yahiz, señalando lo obvio mientras volvía con el pie otra placa de la armadura.

—Sí, me pregunto cómo —dijo Sindbad mientras se asomaba al amplio agujero en el techo que atravesaba las dos cubiertas de la nave. A través de él se veía el cielo.

Había examinado con aprensión los cuerpos esparcidos por el suelo, en avanzado estado de putrefacción y cubiertos por nubes de moscas y otros insectos, mezclados con las montañas de escombros. Gracias a Alá, no había ninguna mujer entre ellos.

—En la cubierta hay restos de un campamento que pudo albergar a dos centenares de personas —observó Yahiz—, pero no hemos contado más que siete cadáveres.

—La mayoría escaparon —estuvo de acuerdo Sindbad, rezando para que Aisha estuviera también a salvo.

Los hombres que se habían quedado arriba los llamaron a voces a través del agujero, y regresaron a la cubierta. Entonces vieron que El Viajero estaba rodeado por un enjambre de pequeños barcos de vela con balancines a los lados. Cuando llegaron con el bote junto a ellos, uno de los negros que tripulaban aquellos barquitos de aspecto frágil se puso en pie sujetándose al palo de la vela y señaló hacia la isla de Zanzíbar.

—¡El señor gobernador del califa te espera! —dijo.

* * *

Los monos habían desaparecido de la orilla, espantados quizá por las personas que estaban montando un toldo para proteger del sol una gran alfombra colocada sobre la arena. Cuando llegaron a la playa, el gobernador de la isla les esperaba repantigado en un cómodo almohadón, a la sombra del toldo. Miró a Sindbad sonriente.

—Como súbditos del califa, mi deber es ayudaros en lo que pueda —dijo.

El gobernador tenía una expresión risueña en su mofletudo rostro. Sus cejas eran blancas y su barba, salvo algunos pelos blancos, de un hermoso y profundo color negro. Tendría unos sesenta años y parecía vigoroso a pesar de su edad y de la cojera de su pierna izquierda. Llevaba una raída chilaba y un tahalí de cuero hervido, viejo y gastado, que sujetaba dos alfanjes, uno a cada lado de su voluminoso vientre.

Los siete guardias que había llevado al encuentro también iban armados. Se habían situado entre él y la orilla de la playa, impidiéndole cualquier intento de huida hacia el bote y sus compañeros. A Sindbad no le pasó desapercibido ese detalle.

A pesar de todo, el marinero le enseñó al gobernador el sencillo mapa que Yahiz había trazado a partir de los datos que había ido descifrando de la tabla de oro.

—Al otro lado de la isla de Zanzíbar está la costa de Bilad al-Sudan, la Tierra de los Negros. Y el río que desemboca en esta playa se interna hacia las montañas.

—El río Pangani, sí —dijo el gobernador cruzando los dedos.

—¿Qué hay más allá de esa cadena montañosa?

—Mesetas cubiertas de hierba.

—¿Y más allá de ellas?

—Más colinas y pantanos, rocas y barro —contestó el gobernador mientras se acariciaba su larga barba—. Es el País del Sueño, el reino de la mosca tse-tse, que acaba por igual con los hombres y el ganado. Un sitio poco saludable.

—¿Y no hay ciudades en el interior?

—¿Ciudades? —dijo el gobernador, mirando pensativo hacia el mar—. ¡Ah, sí! Río arriba hay una ciudad llamada Hofu, pero no creo que jamás la haya visitado ningún musulmán. Es un lugar enfermizo. ¿Sabes que Hofu significa «Miedo» en la lengua de los negros?

—¿Y cómo consiguió ese nombre tan poco agradable? —preguntó Sindbad.

—Te contaré una historia. Hace muchos años, cuando yo aún era joven, visité un lejano país. Tan lejano, tan lejano, que ya ni recuerdo su nombre ni cómo llegué a él. No sé si fue por la Ruta de la Seda hacia la inmensa China, o tal vez fue cruzando el Índico en la ruta por mar hacia el sagrado Ganges, o quizá ocurrió en mis años de camellero por la ruta de Ubar… Lo que sí recuerdo es que conocí a un anciano marinero que me habló del País del Sueño y de los inmensos tesoros que el rey Salomón escondió en algún lugar de él. A partir de entonces, mi única obsesión fue viajar a dicho país y encontrar ese tesoro. Tras años de empeño, conseguí ser nombrado gobernador del califa y por fin toda esa riqueza estuvo a mi alcance. Pero, ¿sabes, capitán?, nunca me atreví a ir más allá de la costa. Organizaba una expedición tras otra, hacía planes minuciosos, pero, a última hora, siempre encontraba la excusa para no partir.

—¿Qué era lo que tanto temías? ¿Las moscas del sueño?

El gobernador sonrió ante el descaro de Sindbad y dijo:

—No, capitán, hay algo mucho más terrorífico que los insectos en ese país ignoto. Dicen que esas tierras están habitadas por los ghuls, una raza innoble que antaño fue tributaria del poderoso imperio de los djinns. Son alimañas despiadadas que asesinan y devoran a todo extranjero, blanco o negro, que intenta cruzar por su territorio. El río, por lo que sé, ya no es navegable a partir de Hofu. Si quieres llegar a la Gran Montaña tendrás que dejar tu barco y seguir a pie por territorios desconocidos y malsanos, que están habitados por los djinns.

—¿Los djinns viven en esa «Gran Montaña»?

—Desde la costa situada frente a la isla de Bemba, hasta la Gran Montaña, es territorio de los efrits. Y desde el otro lado de la cordillera Korogwe hasta el río Sabaki. Se dice que los efrits son los más despiadados entre todas las razas de djinns. Ni siquiera las caravanas de negros que traen especias y marfil se atreven a cruzar por allí. Gracias a la bondad de Alá, nuestras islas se han mantenido a salvo de ellos. Y ojalá que sigan así para siempre.

—¿Has visto alguna vez uno de esos efrits?

El gobernador se puso en pie y caminó cojeando por la playa hacia el lado contrario a la ciudad. Un muchachito negro lo siguió con un parasol de mimbre.

—Ven, quiero mostrarte algo.

Se detuvo junto a un gran agujero en la arena. Lo señaló y dijo:

—Esto lo hizo un djinn. Un efrit, para ser más precisos. El más grande que he visto. Saltó del barco de metal que está encallado frente a la costa y aterrizó aquí. Luego saltó de nuevo hacia el continente. Era un gigante, calculo que sobrepasaba los tres metros de altura. No sé si sabes que los efrits no dejan de crecer a lo largo de su vida. Crecen muy despacio, por lo que intuyo que este era muy viejo. Y decir que un efrit es viejo es decir mucho, mucho tiempo.

—Sí, creo que vi a ese efrit encerrado en la bodega de la nave de metal.

Las cejas blancas del gobernador se levantaron con fingida sorpresa.

—Entonces debes de ser la persona sobre la que me avisó el gran visir. Verás, Ibn Jalid llegó a estas costas hace dos semanas, y me advirtió de que quizá un día vendría alguien que me haría muchas preguntas sobre los djinns y el País del Sueño.

Sindbad se giró hacia donde habían dejado el toldo. Los guardias seguían allí.

—No te preocupes —dijo el gobernador—. No nos oyen desde donde están, podemos hablar con calma de estos asuntos.

—¿Qué tienes planeado hacer? —le preguntó Sindbad.

—¿Qué quieres que haga? —dijo el gobernador extendiendo los brazos—. Soy el representante del califa en esta apartada región, y me encuentro con la sorpresa de que nada menos que el gran visir de Bagdad ha venido hasta aquí en persona. Por cierto, que usando sus prerrogativas se ha llevado con él a toda mi dotación, más de cien hombres, y tres dhows y un baghlah de carga… ¡Ah! —Chasqueó los dedos como si acabase de recordar algo—. Y también me dio una orden muy clara: que apresase a la primera persona que llegara preguntando por los djinns, junto con toda su tripulación, y que los hiciera decapitar a todos inmediatamente. ¡Zas! Y que luego colgase las cabezas cortadas de las almenas de la alcazaba de Zanzíbar para que él pudiera verlas a su vuelta. Esas fueron sus instrucciones. ¿Qué te parece, capitán? Tendrás que reconocer que se trata de una situación espinosa.

—Lo que me interesa saber es si tienes previsto cumplir esa orden.

—Debería cumplirla, es mi deber. Pero mírame… —El gobernador se señaló sus deslucidas vestiduras—. ¿Crees que este es el atuendo para un representante del califato?

—¿Quieres oro?

El gobernador volvió a alzar las cejas. Esta vez su sorpresa era real.

—¿Oro? ¿Te refieres al oro que esperas conseguir en esa Ciudad de Cobre de los djinns? Ese te lo puedes quedar todo para ti. Lucirá muy bien sobre vuestros esqueletos blanqueados por el sol. No quiero oro. Tan sólo deseo seguir aquí sin demasiados sobresaltos. Viviendo sin lujos pero en paz con Alá. En el trono de Bagdad se sienta hoy un califa y mañana se sentará otro. Ahora es la familia de los Barmacíes la que domina la política de Bagdad, pero mañana pueden caer en desgracia y ser otros los que se sienten en sus cómodos almohadones de plumas. A veces una corona enjoyada sólo es una diana para saber qué cabeza hay que cortar. Pero yo vivo aquí ajeno a todo eso. Te puedo asegurar, capitán, que ni en la selva hostil, ni el campo de batalla más sangriento, puede un hombre demostrar tan notoriamente su valor como en la corte de Bagdad. Tanto por la infinita variedad de sabandijas y sujetos despreciables que la componen, como por los infortunios que siempre nacen de tan confuso abismo.

—¿Entonces?

—Lo que quiero, y lo que te aconsejo, es que regreses a tu barco y te marches lejos de mis tierras. Yo juraré que no te he visto. Pero si sigues adelante con esta aventura encontrarás la muerte, igual que la va a encontrar ese presuntuoso gran visir. Es el País del Sueño, la tierra de los djinns; se puede entrar en él pero no hay forma humana de regresar.

—Yo no tengo elección.

—¿Por qué?

—¿Viste a una dama que iba con el grupo que acompañaba al gran visir?

—¡Sí! La muchacha más hermosa que vieron jamás estos viejos ojos.

—Entonces lo entenderás. No puedo dejarla en manos de esos desalmados.

—Sí, te entiendo, capitán. Eres un héroe y un romántico. Dos cualidades apreciadas por las mujeres, que sin embargo no auguran una larga vida para el hombre.

—Mi dhow remontará el río y encontraré a esa dama, aunque para ello tenga que luchar contra el ejército del gran visir, contra los djinns, y hasta contra esas malditas moscas que te hacen dormir. La cuestión es, ¿qué harás tú, gobernador?

El anciano se pasó la mano por la barba como si meditase.

—¿Qué quieres que haga? ¿Cómo podría ser inmune ante tan heroica estupidez? El hecho de que existan hombres como tú me confirma que he elegido el camino correcto en mi vida: el de ser un cobarde que sigue vivo para contar las hazañas de gente de tu categoría. Te dejaré pasar, por supuesto, pero hazlo cuando caiga la noche.

—Entonces, ¿el gran visir y sus barcos me llevan dos semanas de adelanto?

—No. Te llevaban dos semanas de ventaja cuando llegaron aquí, pero perdieron siete días organizando los nuevos barcos y consiguiendo los víveres para los cien hombres de más que iban a acompañarlos. Además, el baghlah que se llevaron es muy espacioso y recio, pero lento y torpe para navegar río arriba. Con tu ágil dhow, capitán, no tendrás problema en darle alcance. Si ese fuera tu deseo, claro.

—Lo es. Pero necesitaremos suministros. Nuestra bodega también está casi vacía.

—Pides demasiado —gruñó—. De acuerdo, encargaré a mis hombres de confianza que los lleven en barcazas un tramo río arriba. Así nadie más sabrá que te he ayudado.

—Mis hombres y yo lo sabremos, y nuestro agradecimiento se mantendrá.

—Si eres listo, utilizarás esos víveres para regresar. Pero ya sé que no lo vas a hacer. El mundo se compone de dos clases de hombres: hombres de fe sin inteligencia e inteligentes sin fe, y tú perteneces al primer grupo y yo al segundo. Aun así, te deseo suerte y ojalá que consigas rescatar a esa dama. Vuelve ahora a tu dhow y espera la noche, capitán.


Sindbad el Marino 7.ª