30
Cuando el gran visir Ibn Jalid regresó de su reunión con el viejo gobernador de Zanzíbar, su batel venía acompañado por tres dhows con las velas desplegadas.
Subió a la cubierta destrozada de El Conquistador y ordenó a los capitanes que preparasen a sus hombres para abandonar de inmediato la nave de metal. Esta había quedado severamente dañada por la aparatosa huida del djinn, y sin su fuerza muscular impulsándola no era más que un montón de chatarra medio hundida. Afortunadamente, había conseguido que el gobernador le diera otras naves y más hombres para seguir adelante con su viaje.
Pero había algo que le preocupaba aún más, así que llamó a Kassim al-Mamluk para que le informase de lo que había sucedido durante su ausencia.
—Mis disculpas, gran visir —dijo el capitán mameluco—. El talismán no ha aparecido. Es posible que el djinn se lo llevase con él.
—¡Estúpido, no podría ni tocarlo! —bramó Ibn Jalid. La furia despertó un dolor taladrante en su cabeza, allí donde el bastardo de Hussein le había golpeado. Respiró hondo y se tranquilizó. Volvió a dirigirse a Kassim—: Discúlpame, capitán. Son los nervios los que han hablado por mí. Pero esta es una situación muy difícil. Sin el talismán no podremos acercarnos a los djinns y toda nuestra misión estará en peligro.
Es peor aún, se dijo para sí el gran visir. También ha desaparecido el artesano que podría haber fabricado otro talismán a partir de una simple lámina de cobre.
Kassim aceptó las disculpas con frialdad, e Ibn Jalid desvió la mirada para que el mameluco no pudiera ver su rostro enfurecido.
¡Menudo cretino! Como siempre, se sentía rodeado de mentecatos e incompetentes. Y aquel capitán era el peor de todos. Tan alto como una torre y tan necio como un camello. Se juró que en cuanto volvieran a Bagdad se ocuparía de él. Sí, su estúpida cabeza rubia iba a adornar los muros de su palacio: lo juró por las rojas barbas del Profeta. Pero ahora lo necesitaba. A pesar de su inteligencia superior, el visir era un hombre viejo y débil, y necesitaba a aquellos montones de músculos sin cerebro para sobrevivir y seguir adelante con sus planes.
Pero antes era necesario dar un escarmiento.
—¡Barón Jürgen! —llamó—. ¿Puedes venir un momento?
El bárbaro estaba supervisando el embarque de sus hombres. Dejó a uno de sus capitanes a cargo de la tarea y se acercó al gran visir.
—¿Qué pasa ahora?
—¿La mujer sigue encerrada en su celda?
—Por supuesto. —El bárbaro miró de reojo a Kassim y añadió—: Me ocupé de ello en persona, últimamente es difícil confiar en nadie.
—Tráela a cubierta. Necesito hablar con ella.
El barón desapareció por una de las portillas que llevaban al interior de la nave. Ibn Jalid se volvió hacia el mar con las manos entrelazadas a su espalda. Fingió que miraba con interés los trabajos de carga de los dhows para no tener que mirar a Kassim.
* * *
Jürgen regresó a cubierta con Aisha sujeta por un brazo. La joven vestía una chilaba de seda verde, adornada con bordados y perlas. Llevaba el pelo suelto, largo y negro.
Kassim la miró con la expresión del que ve a la mujer de sus sueños.
—Me alegra comprobar que has renunciado a tu atuendo masculino, señora —dijo el gran visir—. No te favorecía, aunque sin duda debió de resultarte muy útil para intentar huir.
—¿Qué quieres de mí, visir? —dijo Aisha con gesto aburrido—. Ya te dije que no sé dónde está el talismán. Fue Hussein quien te lo robó, no yo.
El barón Jürgen sacudió a la mujer por el brazo. Ibn Jalid le pidió calma.
—Tienes razón. Ese malnacido de Hussein se apoderó del talismán. Lo estaba interrogando junto con el derviche, por si podía averiguar más cosas sobre el significado de los símbolos grabados. Entonces él dijo que quizá sí podría hacer otra copia de aquel pedazo de cobre. Aseguró que al ver los símbolos que componían la armadura del efrit cautivo, había comprendido que había una manera sencilla de hacerlo. Yo dudé de sus palabras, pero el beneficio era demasiado grande como para andarse con muchas precauciones, así que se lo entregué durante un momento… Y entonces tú liberaste al djinn. En el caos que se produjo a continuación, Hussein me golpeó y se apoderó del talismán. Tú eres responsable de todo.
—No sabes cuánto lo lamento —se burló Aisha.
—Sí, ya me imagino lo dolida que estás por todo lo que ha pasado.
—No lo estoy, esa es la verdad. De hecho ahora lo estaría celebrando si de ese golpe te hubiera dejado seco, gran visir. Pero por desgracia no me puedo atribuir parte del mérito. Piénsalo, tú que eres tan inteligente, Hussein y yo estábamos separados y sin comunicación, ¿cómo podríamos haber coordinado tan bien nuestras acciones? ¿Has pensado en eso?
—En realidad, no sé si estabais confabulados, ni me importa ahora —dijo Ibn Jalid apretando los labios con rabia—. Lo que quiero saber es dónde se encuentra el talismán.
—Yo no lo tengo. —Aisha le mostró las manos—. Quizá deberías registrar al barón Jürgen por si lo lleva encima. Él lo hizo saltar de la mano de Hussein y se dio mucha prisa en enviar a sus hombres para apoderarse de él. Tal vez te convendría registrar su camarote.
Jürgen levantó la mano para abofetearla, pero Ibn Jalid dio un paso y se la retuvo.
—Ten calma, barón —dijo—. Uno de tus golpes la dejaría sin sentido, y aún no he terminado de interrogarla.
—Pues no parece que estés consiguiendo mucho —bufó el barbitaheño.
—No tengo el talismán —dijo Aisha mirando desafiante al gran visir—. Has registrado mi celda y no lo has encontrado. ¿Por qué no asumes que alguien de tu alrededor te ha traicionado? Alguien en quien ahora confías ha robado el talismán y lo usará contra ti en cuanto tenga la oportunidad de dominar a un djinn.
Ibn Jalid se quedó mirándola durante un instante, con los ojos tan inexpresivos como los de una serpiente. Luego se volvió hacia Jürgen y le dijo:
—Qué curiosa es esta mujer de al-Ándalus. Nunca he conocido a nadie igual en toda mi vida. ¿Cómo es posible que me hable con tanto descaro? ¿Es que en Occidente no les enseñan educación a sus mujeres? ¿Son las mujeres de tu tierra igual de rebeldes?
—A mí no me mires, visir —dijo Jürgen—, en el norte sabemos cómo meter a las mujeres en cintura. Pero esos andalusíes… Los hombres parecen mujeres de tanto perfume como se echan, y las mujeres parecen hombres por su impudicia. ¿Quién los entiende?
—Fascinante lugar. Se me están quitando las ganas de visitarlo algún día.
—Gran visir —dijo Aisha—, acepta que has perdido. Sin el talismán no puedes seguir adelante, bastará un solo djinn para destruir todo tu pequeño ejército.
—¡Silencio, mujer! —dijo Ibn Jalid señalándola con el dedo—. ¡No interrumpas a un hombre mientras habla! ¿Cómo te atreves? ¡Eres una descarada! Te exhibes delante de nosotros con los cabellos sueltos. ¡No tienes vergüenza! ¿Cómo sé que no llevas el talismán encima ahora mismo, oculto debajo de tus ropas?
—¿Qué? —exclamó Aisha.
—Barón, arráncale las ropas a esta desvergonzada. Sin miramientos.
Kassim, que había asistido en silencio a la conversación, dio un paso adelante.
—Señor —dijo—, no puedo consentir que…
No tuvo tiempo de completar la frase. De un tirón salvaje, Jürgen le arrancó la chilaba a Aisha. La seda se desgarró y las perlas que la adornaban se desparramaron por el suelo. La mujer quedó completamente desnuda ante los ojos de todos. El sol arrancó destellos de su piel morena, mientras ella intentaba cubrirse con las manos los pechos y el sexo.
Los hombres que trabajaban al fondo trasladando paquetes y barriles a los dhows lanzaron una exclamación y se acercaron para mirar. Después de varias semanas sin ver a una mujer, la excitación recorrió sus filas como una tormenta de fuego.
Kassim se quitó la camisa y corrió hacia Aisha. Se la echó sobre los hombros y ella la sujetó con las dos manos para cubrirse. Detrás de ellos, algunos de los soldados murmuraban excitados y otros proferían comentarios obscenos. Uno de los cristianos se lanzó hacia la muchacha con los brazos extendidos. El capitán mameluco lo derribó de un puñetazo y desenvainó su espada para hacer frente a los hombres.
—¿Quién va a ser el siguiente? —dijo mientras agitaba el arma en el aire.
Nadie más se acercó, pero todos los ojos estaban clavados en Aisha.
Ibn Jalid soltó una carcajada.
—Capitán —dijo—, es digno de elogio cómo te esfuerzas en defender la virtud de alguien que carece por completo de ella. Deberías dirigir tus esfuerzos a encontrar el talismán que desapareció porque dejaste escapar a esta mujer.
Kassim miró al gran visir y su mano se apretó con tanta fuerza alrededor de la empuñadura de su espada que los nudillos se le pusieron blancos. En su mente se dibujó con nitidez la secuencia: avanzar hacia el gran visir, levantar la espada y dejarla caer con todas sus fuerzas para que la diminuta cabeza calva de aquel canalla rodara por el suelo. Pero no lo hizo, porque con el rabillo del ojo vio que Jürgen desenvainaba también su espada y se quedaba a la expectativa. La tensión entre los dos hombres creció, pero no llegó a estallar.
El gran visir sonrió. Había captado las intenciones del mameluco, y también las ganas del barón de que Kassim pasase de los pensamientos a los hechos para así responder a su ataque. Pero al final no había ocurrido nada. Era precisamente ese equilibrio lo que buscaba cuando puso a aquellos dos perros al frente de la expedición.
Se volvió hacia Jürgen y dijo:
—Barón, revisa bien las ropas de la mujer por si el talismán está oculto en ellas.
Jürgen palpó la chilaba con sus gruesos dedos, pero no encontró nada. Después comenzó a desgarrar la seda tira a tira con su espada hasta cerciorarse de que el talismán no estaba allí.
—Mi marido te matará por esto —le dijo Aisha mientras se esforzaba en no llorar de rabia y de vergüenza. Se había sentado en el suelo, con las piernas dobladas bajo ella, e intentaba en vano cubrírselas también con la camisa de Kassim.
—Tu marido me dará lo que yo le pida a cambio de tu vida —le respondió el gran visir mirándola con desprecio—. Ahora eres mi talismán para controlar a los djinns.
Sindbad el Marino 6.ª