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Aisha paseó por la gran cámara llena de humo. El resplandor rojizo de los braseros lo iluminaba todo. El djinn se levantó lentamente, encorvándose para no tocar el techo.

—Tú y yo somos prisioneros en esta nave —le dijo Aisha doblando el cuello hacia atrás para mirarlo—. Compartimos el deseo de escapar. Piénsalo, podemos colaborar.

Huna seal! —bramó la criatura, y las paredes temblaron.

Los símbolos grabados en fuego por toda su armadura destellaron como carbones avivados por un fuelle. La criatura se lanzó contra la mujer, que retrocedió asustada hasta que su espalda chocó contra el mamparo. La garra del gigante se acercó poco a poco a su rostro. Por el calor que emitía parecía hecha de plomo fundido. Las marcas extrañas brillaban cada vez más, como si su luz reflejara la furia de la criatura.

Aisha blandió su cuchillo, que frente a aquel monstruo era un arma ridícula. La garra siguió acercándose.

—¡Detente! —gritó la mujer, agitando la daga en el aire—. ¿Por qué me atacas? ¡Yo quiero ayudarte!

—¡Tú no tienes talismán! —dijo el monstruo pronunciando el árabe con lentitud.

—¡De acuerdo, no tengo el talismán! ¿Y qué? Ya veo que eres un ser inteligente y que hablas mi idioma. Entonces entiendes que si me matas no podré liberarte de tu cautiverio.

El djinn pareció dudar un momento, y su manaza se detuvo cuando estaba a punto de cerrarse sobre la cabeza de Aisha. Después retrocedió un poco.

—Sí. Libérame si puedes.

—No es tan sencillo —dijo Aisha sin bajar la daga—. Si te suelto me matarás, ¿verdad?

Ndiyo!… ¡Sí!

—¿Por qué?

—Tú eres un humano, y el rey humano Salomón me encerró…

—¡Pero yo quiero liberarte!

—¿Y quién eres tú? Un mdudu, un gusano ante mis ojos.

—Y tú eres al-Hajjaj, «el Peregrino». Intenta recordar quién eres.

—Ese nombre. Sí, al-Hajjaj, el Peregrino. Soy yo… Lakini hivi karibuni mimi si habari kwamba jina…

—¿Esa es la lengua de los djinns? —preguntó Aisha—. Pero también puedes hablar en mi idioma, ¿no es cierto?

—Sí. Hace mucho tiempo que no la hablaba, pero estoy recordando… Sí, soy al-Hajjaj. Yo he visto moverse los continentes y cómo tu mísera raza se arrastraba fuera del barro.

Entonces Aisha le contó la historia que una vez le había relatado su esposo:

—Tú luchaste contra Salomón junto con muchos de tus hermanos, pero él os derrotó y os convirtió en esclavos. Os obligó a trabajar en su última obra, la ciudad que duraría hasta el final de los tiempos: la Ciudad de Cobre. El viejo rey os vigilaba desde lo alto de los montículos de piedra del desierto, erguido a pesar de su avanzada edad, pero en silencio.

»Un día, después de muchos años y mucho esfuerzo, los djinns esclavos pusisteis la última pieza y la obra quedó terminada. Esperabais ser liberados en ese momento, pero Salomón siguió allí de pie, sujetando su cayado. Su figura era portentosa, impasible como un dios de mármol. El viento y el sol del desierto agitaban su larga barba e iluminaban su rostro. A pesar de que la ciudad estaba terminada, los djinns pensasteis que el rey no estaba satisfecho, y antes de arriesgaros a un nuevo castigo, decidisteis continuar trabajando bajo el sol y bajo la luna. Mientras, Salomón continuaba mirándoos imperturbable, siempre apoyado sobre su cayado. Pasaron siglos y los djinns os esforzabais más y más para complacer a vuestro amo, pero nada parecía ser suficiente para el rey Salomón. Los djinns no teníais ni idea de cuánto duraba una vida humana, porque vosotros sois inmortales, así que seguisteis. Hasta que un día…

—Hasta que un día —completó al-Hajjaj—, un gusano royó la vara en la que se apoyaba Salomón, y el rey se derrumbó sobre la arena. Era una momia reseca, Salomón había muerto cientos de años atrás.

—Ese gusano liberó a tu pueblo de su tiranía. Del mismo modo yo puedo liberarte a ti ahora. Pero debes jurar que no me matarás. ¡Jura por el Sagrado Gusano! Si mientes, Alá quiera que toda tu raza vuelva a ser esclava de un humano.

El djinn dudó.

—Puedo matarte ahora como a una sabandija.

—Puedes. Y entonces seguirás como esclavo para siempre. ¡Jura, te digo!

El djinn levantó el puño como si fuera a aplastarla. Aisha sintió que se le paralizaba el corazón y cerró con fuerza los ojos. Entonces al-Hajjaj dijo:

—Juro por el Sagrado Gusano que respetaré tu vida si me liberas.

Aisha abrió los ojos. En el dorso del guantelete de hierro negro que el djinn tenía levantado frente a ella vio unos alambres de cobre.

—Córtalos —dijo al-Hajjaj.

Aisha obedeció, y la hoja de su daga fue cortando uno a uno aquellos filamentos. El guantelete se abrió y cayó al suelo. El impacto sonó como una campanada. El djinn retorció entonces sus dedos de una forma asombrosa y consiguió sacar la mano del guantelete, que se desarmó en piezas que también cayeron al suelo con un repiqueteo metálico.

Al-Hajjaj levantó su garra liberada y agitó en el aire unos dedos largos y articulados como patas de araña. Su piel era escamosa y pálida, un poco sonrosada como la piel de un recién nacido. Las uñas parecían los espolones curvados de un ave de presa.

—¡Ya está! ¡Soy libre, soy libre! —gritó mientras soltaba una carcajada, embriagado por la euforia—. ¡Soy libre!

Asustada, Aisha retrocedió aún más y se acurrucó en la esquina de la cámara que formaba la pared de la puerta con la de estribor. Se tapó los oídos, ensordecidos por la risa del djinn, que retumbaba contra las paredes.

Con su mano libre, al-Hajjaj fue arrancándose trozo a trozo la armadura. Sus garras eran tan afiladas como el cuchillo de Aisha y cortaban los nudos de cobre que unían las placas entre sí. Cuando lo hacía, saltaban chispas y su enorme cuerpo se convulsionaba como si soportase un dolor extremo. Las piezas de la armadura saltaban y rebotaban por todos lados. Debajo del metal su piel fue descubriéndose poco a poco, arrugada y rosácea como la de un feto.

Entonces las campanillas empezaron a repicar sobre su cabeza. El djinn las agarró con su mano libre y las arrancó con furia. Después se quitó el otro guantelete, y con ambas manos se agachó para soltar los lazos de las botas, cuyas suelas estaban soldadas al suelo.

* * *

Alertados por los ruidos, tres guardias entraron en la sala. Se quedaron paralizados al ver que el gigante estaba casi completamente desnudo y libre. Con los brazos trémulos, le apuntaron con sus lanzas. Él se llevó las manos a la celada que aún llevaba sobre la cabeza, y con un movimiento rápido se la quitó, mostrándoles a todos su espantoso rostro.

Su aspecto era como el de un anciano que hubiera sobrepasado la edad en la que hasta el más longevo de los hombres estaría muerto. El cuerpo esquelético, los miembros largos y huesudos, las articulaciones hinchadas. Las manos y los pies eran en proporción demasiado grandes. La cara arrugada como una máscara marchita. Una extraña excrescencia ósea nacía sobre el tabique nasal y se proyectaba hacia arriba, dividiendo en dos la frente, como una cresta. Sus ojos eran rojos, como glóbulos de sangre, y brillaban malévolos; las orejas, puntiagudas y carcomidas. La boca, llena de dientes cónicos como los de un pez, era tan ancha que parecía partir en dos su flaco rostro. Cuando se quitó la celada, el pelo se le desenrolló como una nube blanca y flotante a su espalda. Casi llegaba al suelo y era tan sutil como el humo.

De repente, los soldados se encontraron frente a un monstruo esquelético de tres metros y medio de altura, con dientes de alimaña y tan pálido como la muerte.

Eran hombres valientes, pero aquella visión los paralizó. El djinn arrojó su celada contra uno de ellos y lo alcanzó en el cráneo. El soldado cayó hacia atrás, sangrando por la nariz y los oídos. Apartó al otro con un distraído manotazo, como quien espanta una mosca molesta.

El tercer guerrero cargó contra el gigante enarbolando la lanza, y al-Hajjaj hizo algo asombroso. Desde donde estaba, Aisha lo vio con terrible claridad y se quedó paralizada por el horror. El djinn alargó su garra, que era cuatro veces más grande que la mano de un hombre, y la hundió en el pecho del lancero. Pero no rasgó su carne, la garra se metió en ella como si se hundiera en el agua, y al retirarla se llevó consigo el corazón palpitante de aquel desdichado, que murió en un instante mirando cómo aquella víscera latía aún entre las garras del djinn.

Al-Hajjaj lo arrojó a un lado y siguió soltando las grandes botas de hierro que estaban soldadas al suelo. Más guerreros de Ibn Jalid entraron en la cámara. Desde la esquina en la que estaba acurrucada, Aisha vio llegar también al barón Jürgen, rodeado de varios de sus bárbaros.

Entonces irrumpió en la sala Hussein al-Rahmaan y empujó a uno de los guardias para abrirse paso. El viejo derviche corría detrás de él, mientras gritaba:

—¡Detenedlo! ¡Detenedlo! ¡Ha robado el talismán del gran visir!

* * *

Hussein cruzó entre los soldados sin dificultad. Estaban tan pasmados por todo lo que allí estaba sucediendo que no acertaron a sujetarlo cuando estuvo a su alcance. El orfebre los dejó atrás y corrió hacia la criatura gigante que se levantaba al fondo de la sala.

Jürgen, con la espada en la mano, fue el único que se lanzó detrás de él.

Hussein se plantó valientemente frente al monstruo. El djinn aún estaba agachado sobre sus botas, soltando las fijaciones. El artesano levantó la mano y le mostró el humeante talismán que había llevado oculto en el fajín. A aquella distancia del djinn se había puesto al rojo vivo.

—¡Yo soy tu amo ahora! —gritó con todas sus fuerzas. A pesar de que le estaba abrasando la mano, colocó el pentágono sobre su cabeza para asegurarse de que el djinn lo viera bien—. ¡Soy tu amo y te ordeno que destruyas esta nave, y que me lleves a tierra sano y salvo!

Mientras decía esto, el barón Jürgen descargó su espada y le asestó un tajo en la mano. Varios dedos volaron cortados. El pentágono saltó de la mano de Hussein para ir a parar al otro extremo de la cámara, donde desapareció entre jirones de humo y trozos de escombros.

—¡El talismán! —gritó Jürgen a sus hombres—. ¡Que alguien vaya a buscarlo!

Pero el djinn ya había liberado sus pies. Levantó una pieza de la armadura y la arrojó con todas sus fuerzas sobre el barón, que saltó hacia un lado y escapó por muy poco de morir aplastado. No así dos de sus hombres, que obedeciendo sus órdenes habían corrido en pos del talismán. A uno de ellos, el djinn lo aplastó contra el suelo de una patada. Al otro lo levantó con sus garras y lo partió en dos, y lanzó sus pedazos contra las paredes.

El artesano estaba de rodillas en el suelo. Había perdido tres dedos de su mano derecha y con la izquierda se apretaba con fuerza los muñones, para contener la sangre. El djinn lo atrapó con su gigantesca zarpa, luego se puso en pie para empujar con la otra mano el techo de planchas de cobre. Este empezó a combarse y a chirriar. Cuando el djinn clavó sus espolones en el metal se produjo un estallido de chispas que cayeron como una cascada sobre Aisha.

Relámpagos azules saltaron nerviosos como culebras entre el metal y los brazos del djinn, chisporroteando y quemándole la piel. De su brazo izquierdo colgaba Hussein el artesano, inconsciente o muerto, era difícil decirlo. Pero el djinn lo llevaba con él, tal y como le había ordenado. La criatura gigante aulló de dolor pero no cejó en su empeño mientras aquellos relámpagos se extendían por todo su cuerpo, iluminando la cámara con un parpadeante resplandor azul. Pese a todo, consiguió arrancar las placas de metal y las lanzó contra los soldados que seguían atacándole desde abajo. Sin molestarse en mirarlos, el djinn se abrió paso y despejó un túnel que atravesaba la segunda cubierta y la primera.

Una cabeza monstruosa asomó entre los guerreros acampados en el exterior. La primera reacción fue de pánico, pero enseguida los hombres reaccionaron y corrieron a por sus armas. El djinn se agachó otra vez dentro de la cámara en la que había estado encadenado y miró a la figurilla que estaba encogida en un rincón, en medio de todo aquel caos, los escombros, el humo, los relámpagos y la sangre.

—¡Sácame de aquí! —le gritó Aisha—. ¡Cumple tu juramento!

—Te juré que no te mataría, y no te he matado. ¡Adiós, mujer gusano!

El djinn trepó hasta el exterior y se puso en pie sobre la cubierta. Hussein seguía colgando de su brazo. Estaba rodeado de soldados que esperaban una orden para atacarle. Ibn Jalid salió por una de las escotillas sujetando un paño sobre su frente, mientras la sangre le manaba de una herida bastante aparatosa. Al ver a la horrenda criatura se quedó atónito.

El capitán Kassim se plantó al frente de los arqueros y levantó la mano.

—¿Preparados? —Los hombres tensaron sus arcos—. ¡Disparad!

Una nube de flechas voló hacia al-Hajjaj, que flexionó las piernas, hasta que casi tocó la superficie de la cubierta con su huesudo trasero, y saltó haciendo temblar toda la nave.

Las flechas se clavaron inútiles en el lugar donde el blanco había estado hasta un instante antes. Arrastrando con él al artesano, el djinn volaba ya por el cielo, o más bien saltaba trazando un arco asombroso hasta aterrizar en la playa al pie de Mkokotoni.

Después, con otro salto tan asombroso como el anterior, al-Hajjaj se elevó de nuevo en el aire y trazó una curva que lo hizo desaparecer por el otro lado de la isla de Zanzíbar.


Sindbad el Marino 5.ª