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Después de la tormenta llegó la calma. El horizonte se convirtió en una línea perfecta que separaba los dos tonos, cada vez más oscuros, del azul del mar y el del cielo, diluyéndose uno en el reflejo del otro. La luna empezó a elevarse; era como un gigantesco globo de luz. El Viajero, con su velamen triangular desplegado, atrapaba la brisa suave pero constante y se deslizaba mansamente por una superficie tersa como un espejo de acero. Los peces voladores saltaban frente a la proa creando extrañas fosforescencias que permanecían en la retina.

Era una noche mágica. Tumbado en cubierta, Sindbad echó la cabeza hacia atrás para contemplar el cielo meridional y saboreó la brisa fresca y salobre como si fuera una esencia exquisita. Desde que era un grumete había disfrutado con la sensación de atravesar durante la noche la inmensidad líquida, bajo un cielo empapado de estrellas, dirigiéndose hacia un destino ignoto. El vértigo de lo desconocido, de lo inmenso, se apoderaba de su alma en noches como aquella, pero nunca rechazaba esa emoción sino que disfrutaba de ella mientras cerraba los ojos y soñaba con lugares llenos de maravillas. Estaban justo en el período de cambio del monzón, por lo que los vientos aún eran suaves e inciertos en ocasiones. Pero aquella brisa soplaba ya desde el Extremo Oriente y la India hacia el sudoeste, y los llevaría bordeando la Península arábiga y las costas del África Oriental hasta la isla de Zanzíbar.

Ese era el destino de la nave del djinn, si Yahiz no se equivocaba en sus cálculos.

Miró hacia el mar oscuro y pensó en Aisha. Se preguntó qué sería de ella y deseó con todo su corazón que estuviera a salvo. No podía quitársela de la cabeza, y en la distancia su imagen se hacía más y más grande. Apenas la conocía, excepto por ese inesperado encuentro que lo había dejado prendado de su belleza. Le había conmovido también su entereza y la fuerza serena que había demostrado ante las amenazas de Ibn Jalid. Y, sobre todo, la forma en la que había dominado su miedo. Un valor así lo había visto Sindbad muy pocas veces. Se preguntó cómo sería compartir la vida con semejante mujer y envidió a Qaïd abd al-Siqlabi.

Ella admiraba a su marido, lo había comprobado en sus ojos cada vez que le hablaba de él. «Mi esposo es un idealista», le había dicho. Pero también que nunca había tenido sexo con él.

Entonces eso no es amor, se dijo Sindbad.

Les llevaban mucha delantera, sería imposible alcanzar a la nave de metal antes de que tocaran el puerto de Zanzíbar. Sindbad miró a Yahiz, que paseaba por cubierta, y rezó una vez más para que no errara en sus cálculos.

El erudito llevaba un resplandeciente astrolabio de cobre con el que estaba midiendo la altura de una estrella sobre el horizonte. Giró la araña hasta hacer coincidir la altitud medida con el almicantarat, y el extremo de la regla le indicó la hora local. Ajeno a la curiosidad que despertaba su ritual entre los marineros que lo observaban, Yahiz abrió el cuaderno forrado en piel y anotó sus mediciones para compararlas luego con los datos que le daba el libro negro.

—Haz bien tus cálculos, erudito —le dijo Ozman—, porque tu ciencia no nos servirá cuando estemos en la tierra de los djinns. En esos mundos extraños el más sabio de los hombres es un ignorante.

Ozman tenía un aspecto amenazador. Sobrepasaba a todos los hombres en altura, tenía el pecho tan ancho como un toro y el rostro cubierto de cicatrices. Pero estas cicatrices no eran producto de heridas casuales, pues formaban intrincados dibujos. Alguien había labrado intencionadamente su cara con espirales y líneas sinuosas que dibujaban una máscara horrenda, y que permanecían lívidas cuando todo su rostro enrojecía por la ira.

Cuando alguien le preguntaba, Ozman solía hablar de la vez que viajó en el barco de un capitán loco, muy lejos, siempre hacia el sur, hasta una tierra desconocida poblada por los poonyaboong, los salvajes cazadores de cabezas, y que fue el único que regresó vivo.

—¿Qué crees que encontraremos en nuestro destino? —le preguntó Radi.

—Monstruos —dijo Ozman sin dudarlo—. Criaturas de pesadilla. Y sé de lo que hablo.

Soltó una carcajada. Al hacerlo su rostro enrojeció un poco, marcando por contraste las pálidas cicatrices de formas espirales que lo cubrían, y él mismo pareció un monstruo.

—Chico, déjate de preguntas y tráeme agua, que estoy sediento —pidió Gafar.

Radi se levantó y llenó una jarra en una de las pipas. Luego se acercó al piloto.

—Tú ya has viajado por esas aguas, ¿verdad? ¿Es cierto lo que dicen?

Gafar dio un largo trago y, tras limpiarse con la manga, dijo:

—No te creas todo lo que oyes de los marineros. A ellos les gusta contar historias aterradoras, sobre todo si hay un joven impresionable en los alrededores.

—No soy impresionable —se defendió Radi—. Pero nunca he navegado. Sólo siento curiosidad por saber con qué podemos encontrarnos. Hablan de serpientes marinas capaces de tragarse un barco entero y de pájaros que alimentan a sus polluelos con elefantes.

—Hay cosas en este océano que la mayor parte de la gente ni siquiera alcanza a imaginar. Los que navegamos las vemos a veces, en el mar o en tierras lejanas. Criaturas asombrosas que habitan lejos de nuestras ciudades, pero que son tan reales como tú o como yo, y que viven sus vidas de modo diferente a como tú vives la tuya. Pero no por eso son demonios.

Sindbad, sentado en la borda del castillo de popa, no muy lejos de ellos, dijo:

—Venga, Gafar. Cuéntale tu historia.

—No quiero asustar al chaval —dijo el piloto, sujetando con ambas manos el timón.

—Yo no me asusto fácilmente —dijo Radi, irguiéndose con orgullo.

Otros se acercaron a escuchar el relato. Incluido Mustafá, que deambulaba aburrido por cubierta. Finalmente, Gafar asintió y empezó su relato.

—Yo era un joven marino con sólo unos pocos años más que tú —dijo dirigiéndose a Radi—. Viajaba en un dhow que hacía la ruta hasta China. Zarpábamos de Omán cuando el sol estaba en Sagitario, impulsados por el monzón de invierno, y llegábamos a Janfú en sólo ciento veinte días de navegación. En una ocasión, cerca de Ceilán, nos vimos metidos en una tormenta como la que pasamos anoche, y un golpe de mar me arrastró fuera de cubierta hacia las aguas embravecidas. En medio de un mar negro vi alejarse la popa del dhow y pensé que contemplaba la imagen de mi propia muerte.

—Pero no fue así —dijo Sindbad, que había oído la historia un centenar de veces.

—No, porque de otro modo no estaría aquí contándolo —respondió Gafar con paciencia—. Me salvé porque, cuando estaba a punto de hundirme hasta las profundidades del océano, una hembra marina me atrapó y me llevó hasta una isla, con lo que me salvó la vida.

Yahiz se acercó, con el astrolabio aún entre las manos, y preguntó:

—¿Puedes describir a esa criatura? ¿Era una sirena?

—No, no exactamente —dijo Gafar, rascándose la barba—. Las sirenas, según se cuenta, tienen medio cuerpo de mujer y medio de pez. Pero esta tenía dos piernas de mujer, y sólo era diferente de las rodillas hacia abajo, pues en vez de pies tenía aletas, pero no con escamas como los peces, sino suaves y brillantes como la piel de los delfines. En realidad toda ella tenía una piel suave y brillante, y nada de pelo.

—¿Es que estaba… desnuda? —preguntó Ozman enrojeciendo un poco.

—Sí, desnuda como su madre la trajo al mundo. Y, al parecer, se enamoró de mí.

—¿Quieres decir que…? —Ozman frunció la máscara que era su rostro.

—Sí.

—¿Qué? —preguntó Radi, que estaba perdiendo el hilo—. ¿Qué pasó?

—Pues pasó lo que tenía que pasar —dijo Gafar—. Yo estaba solo en aquella isla perdida en el océano, y ella venía a besarme, abrazarme y a tratarme íntimamente. Y me demostró tantas señales amorosas que al final, cuando llevaba varios meses en la isla, yo acabé cediendo. Sabía que no era humana y que probablemente era un gran pecado lo que hacíamos, pero en mi soledad la llegué a ver como una criatura hermosa y fascinante. Salvo por el detalle, claro, de que no tenía un pelo en todo el cuerpo, tenía aletas en vez de pies, y no hablaba. Al final practicamos el coito, no una sino muchas veces. Tantas que ella acabó por preñarse y cuando salió de cuentas parió un hermoso niño varón. ¡El único hijo que he tenido!

Los ojos de Gafar se humedecieron, y se los frotó con gesto brusco.

—¡Continúa! —pidió Mustafá, que también escuchaba atentamente.

—Sí, ya voy. —El piloto resopló y siguió hablando—: El niño no podía vivir en el agua como ella pues su naturaleza se parecía más a la mía. Pero la hembra marina acudía diariamente a cuidarlo y darle el pecho, como el amor y el instinto les enseña también a nuestras mujeres. Llegó a querer tanto a aquel niño, que se quedaba con él y conmigo en tierra todo el tiempo que podía. Salvo por la noche, cuando regresaba al mar para alimentarse.

—Entonces eras un hombre feliz —dijo Yahiz.

—Durante un tiempo sí. Pero pasaban los meses y yo me sentía cada vez más desesperado de seguir encerrado en aquella isla perdida. Siempre en silencio, sin poder ver ni hablar con otra gente, viviendo desnudo y sin ninguna posesión, como un animal. Mi única compañía eran aquella hembra y el hijo que me había dado. Entonces se me ocurrió la idea de hacer un fuego para atraer a algún barco que hiciera aquella ruta, pero ella me lo impidió y me robó todos los utensilios que conseguí reunir para encenderlo.

»Una mañana, cuando ella estaba a punto de llegar, harto ya de esta situación miserable, me oculté en una pequeña cueva del interior de la isla, decidido a no regresar hasta que lograse hacer un gran fuego. Dejé al niño a resguardo en la playa, pues ella tenía que seguir dándole el pecho. Para encenderlo utilicé el sistema de frotar una varilla contra un trozo de madera. En eso estaba cuando oí gritos en la playa y corrí a observar lo que pasaba desde detrás de unas piedras.

»Al ver que yo había desaparecido, la hembra marina había enloquecido de rabia. Iba de un lado a otro de la playa, cada vez más frenética, y lanzaba los aullidos más espantosos e inhumanos que nunca había oído proferir. Al ver así a su madre, el niño también lloraba desesperado, sentado en la arena. Arrepentido de mi decisión, me dispuse a salir para tranquilizarla. Pero nunca la había visto tan alterada, se comportaba como un animal furioso. Así que dudé porque sentí miedo, lo confieso.

»Y en ese instante de duda, todo se precipitó.

»Ella cogió al niño en brazos. Como estaba hecho un mar de lágrimas, pensé que iba a consolarlo. Pero en vez de eso lo levantó sobre su cabeza y lo arrojó contra las rocas.

»Me quedé aterrorizado, sin dar crédito a lo que acababa de ver. Pensé que aún podía salvar al niño y corrí ciegamente hacia playa. Cuando me vio llegar, ella cogió el cuerpo entre sus brazos y se hundió en el mar con él. Nunca los volví a ver.

»Ya solo en la isla, conseguí encender el fuego. El humo atrajo a un barco que pasaba cerca, y así escapé por fin de mi encierro. Pero, de algún modo, siento que mi alma sigue encerrada en aquella isla horrible. Nunca me he vuelto a enamorar, nunca he vuelto a desear tener una familia. Estoy solo y soy un viajero, eso es todo.

Hubo un instante de silencio y por fin Yahiz dijo:

—Ciertamente, es una historia asombrosa.

Los demás también se habían quedado sobrecogidos por el relato de Gafar.

—Asombrosa pero cierta —aseguró el piloto.

—Por supuesto —dijo Yahiz—. Pero esa criatura no era una sirena, sino un marid hembra. Una raza de djinns asociados a las aguas abiertas de los mares y océanos. Tuviste suerte de sobrevivir, porque en la naturaleza de los marids está el ser coléricos y vengativos.

—Pero ¿es posible que un hombre engendre descendencia en una djinn hembra?

—No lo sé —dijo el erudito rascándose la cabeza confuso—. Pero son maestros del engaño. Ella muy bien podría haber robado ese niño para decirte después que era tuyo.

—No, ese era mi hijo; de eso estoy seguro.

La historia había impresionado a Mustafá, que dio rienda suelta a su locuacidad y empezó a relatar cuentos fantásticos que había oído en los muelles de Basora, o que quizá se estaba inventando en ese momento para causar asombro a los demás. Sindbad ya había observado que el comerciante era ese tipo de hombre que se pone nervioso si durante un momento no es el centro de una conversación.

Al cabo de un rato, Gafar le interrumpió y dijo:

—Por eso siempre digo que hay cosas extrañas y asombrosas tanto en la tierra como en el mar. Razas de las que no sabemos nada y que viven ocultas a nuestros ojos, pero con las que sin ninguna duda compartimos este mundo por voluntad de Alá.

—Es verdad —dijo Yahiz—. Somos razas muy diferentes las que hemos habitado este mundo desde la noche de los tiempos. Siempre apartados los unos de los otros por los desiertos y los mares. Pero ahora eso está a punto de cambiar. Encontrarnos con los djinns, conocer su cultura y su percepción del mundo cambiará para siempre nuestra visión de nosotros mismos. Por eso, y no por el oro o los tesoros que podamos encontrar, es tan importante este viaje.

—Bueno, yo me quedaré con el oro ya que tanto lo menosprecias —dijo Mustafá—. Que incluso al perro que tiene dinero todos lo llaman «señor perro».

—Hay algo más en todo esto que el dinero o la satisfacción de la curiosidad —dijo Gafar, pensativo—. Imaginad el poder que logrará la nación que establezca un pacto con los djinns. Con unos aliados semejantes, nadie podrá oponérsele jamás.

—Has dado en el clavo, amigo mío —dijo Sindbad—. Es ese el motivo por el cual el gran visir desconfiaba del viaje de Qaïd y ha decidido ir en persona. El embajador de la humanidad ante los djinns será el hombre más poderoso de todos.

Si es capaz de sobrevivir a su encuentro, añadió para sí Sindbad.


Sindbad el Marino 4.ª