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Mientras contemplaba la ciudad de Basora alejarse, Radi no podía dejar de pensar en su madre. No se había atrevido a ir a verla por miedo a que alguien le estuviera esperando allí. Pero se sentía avergonzado por las angustias que le había causado a lo largo de los años. Le dolía recordar todo lo que la había hecho sufrir por haber sido tan mezquino e indolente. Se juró que cuando la volviera a ver a su regreso, la abrazaría. Y luego le entregaría el gran tesoro que sin duda iban a encontrar, y le diría: «¡Nunca más vamos a pasar penalidades, madre!».

Pero no le hablaría de su venganza. Sabía que eso no iba a gustarle, pues sólo la haría sufrir de nuevo y recordar la pérdida de su hijo mayor. A él tampoco le gustaba, pero no tenía más remedio que seguir adelante. Aquel bárbaro pelirrojo tenía que pagar por haberle arrebatado la vida a su hermano. Eso era más importante para Radi que todo el oro del mundo.

Pero, de algún modo, la muerte de su hermano había hecho que sus sueños se cumplieran, y él también se sentía mal por eso. Hacía mucho que había decidido que necesitaba escapar lejos de su ciudad, abandonar aquella existencia gris para enfrentarse al mundo exterior. Desde que era niño, había deseado enrolarse en un barco y hacer carrera en el mar. Su padre le apoyaba en esa idea; después de todo, el taller iba a ser para su hermano.

Pero, claro, todo se torció el día que se lo llevaron de casa. Desesperado, Radi llegó a planear esconderse en un barco que se dirigiese a algún remoto lugar del mundo. Ser un polizón sin más equipaje que sus ganas de vivir aventuras, su deseo de aprender y de ver cosas nuevas, de gozar de la libertad y vencer los peligros que surgieran en el camino. Ahora navegaba hacia la aventura y el peligro en el dhow del famoso capitán Sindbad. Esta era la vida que siempre había soñado, pero qué precio tan terrible había tenido que pagar para conseguirla.

—Algún día volveré, madre —musitó mirando hacia la ciudad que se perdía en el horizonte—, y ese día todos nuestros problemas terminarán.

* * *

Cuando atravesaron el estrecho de Ormuz, el mar embravecido sacudió el casco del dhow con un firme balanceo que adormeció a los más curtidos en el mar, pero que a Mustafá le hizo echar la papilla. Los tripulantes recogieron una de las velas. El viento arreciaba y las olas rompían contra las amuras. En el timón, Sindbad miraba hacia el cielo y sacudía la cabeza, augurando que la cosa pintaba mal y que se avecinaba una tormenta.

—Capitán, tienes que dejarme en tierra —rogó Mustafá cuando consiguió arrastrarse junto a él—. ¡Yo no estoy hecho para esto!

—Haberlo pensado antes —respondió Sindbad, sujetando con fuerza el timón.

Aquel sujeto había sido un grano en el culo desde el primer momento. El Viajero sólo disponía de dos camarotes a popa: el de Sindbad y el que ocupaba Yahiz. Mustafá se había negado a dormir en cubierta, y le había disputado al erudito su espacio privado. Pero Yahiz se pasaba el día estudiando y descifrando los complejos enigmas del libro negro. Tenía su camarote repleto de trozos de papel, recortados y clasificados. Era imposible hacer ese trabajo sobre cubierta. Sin embargo, Mustafá, que no sabía nada del tema, seguía insistiendo. Tanto, que al final Sindbad, para dejar de escuchar sus lamentos, le cedió su propio camarote. A él no le importaba dormir en cubierta con la tripulación. De hecho, lo prefería. Sólo tuvo que trasladar los tratados náuticos y las cartas de navegación al compartimento de Yahiz, donde los guardó bajo llave.

Pero ni siquiera con eso cesaron las protestas de Mustafá, que encontraba el camarote de Sindbad demasiado estrecho y pretendía entrar en el de Yahiz para comprobar si era más espacioso. Se quejaba de que no le cabía ni el turbante, y en eso no le faltaba la razón, porque Sindbad no había visto en su vida uno tan enorme como el que lucía el comerciante. Mustafá se paseaba por cubierta con él y a veces el viento lo arrastraba rodando, y sobresaltaba a los hombres. En una ocasión, harto ya, Sindbad lo agarró y lo lanzó al agua. Se acabó el problema del turbante. Hubiera querido poder hacer lo mismo con el propio Mustafá. Pero un tal Ozman, uno de los nuevos marineros, de elevada estatura y aspecto bestial, nunca andaba muy lejos de él, y Sindbad tenía la seguridad de que Mustafá le pagaba para que lo protegiese.

—¡Me estoy muriendo, capitán! —exclamó ahora el gordo comerciante agarrándose a la borda para no caer de bruces—. ¡Serás culpable de mi muerte!

Sin el turbante, su cabeza calva parecía diminuta, pues tenía las orejas de ratón y la barba afilada y retorcida hacia arriba como la punta de una babucha. Los ojos eran dos botones negros en medio de una cara tan redonda y tan pálida en ese momento como la luna.

—Te diré lo que tienes que hacer: come algo, eso te aliviará el mareo.

Se había instalado en cubierta el cuenco de un fogón, donde se calentaba un espeso potaje de habas para los que estaban de guardia. Para que el fuego no se apagase a causa de las rociadas del mar, el cocinero lo avivaba de vez en cuando con cucharones de brea que chisporroteaban e impregnaban el aire de un olor denso y grasiento. Sólo pensar en tragar aquel engrudo verde hizo que a Mustafá se le revolviese de nuevo el estómago. Se dio la vuelta y vomitó con fuerza hacia el mar.

Durante la noche sufrieron una fuerte tempestad de relámpagos y truenos. Estalló una descarga de rayos sobre sus cabezas, iluminando con destellos sobrecogedores la superficie del mar y haciendo visible a lo lejos la costa de Omán.

Radi nunca había imaginado el mar tan alto, negro y espumeante como lo vio entonces, rugiendo como una bestia furiosa. De entre las nubes se desprendían rayos que reptaban por el cielo hacia ellos, como si los moviese el deseo de incendiar las velas de la nave. Los relámpagos iluminaban brevemente las espesas cortinas de lluvia que se perdían en el horizonte difuminado y oscuro. De repente, el dhow se precipitó bajo una montaña de agua que inundó la cubierta barriéndola de proa a popa. La estructura del casco se estremeció con el pantocazo, como si fuera a reventar deshaciéndose en mil astillas. Los tripulantes se agarraron a los pasamanos y a todo lo que encontraban para no verse arrastrados hacia el mar.

* * *

Al final de esa larga noche en la que nadie pegó ojo, El Viajero se encontraba a la altura de la isla de Masira, empujado por un viento cuya fuerza terrible hacía crujir los palos como si quisiera arrancarlos de cuajo. Nada podía permanecer en su sitio del costado de barlovento, donde unas descomunales olas se estrellaban contra el casco con la fuerza de un alud.

Gafar se había amarrado al timón e intentaba ver a través de la cortina de lluvia. Las gotas de agua azotaban su rostro como perdigones. El piloto lanzaba ansiosas miradas en dirección al océano, de donde provenían los vientos que los empujaban impetuosamente hacia el promontorio rocalloso conocido como Ra’s al Ya, cuya parte más peligrosa quedaba justamente a sotavento. Gafar, uno de los mejores pilotos del océano Índico, sabía que la costa oriental de Omán se cruzaba muy a mar o muy a tierra, ya que en medio había arrecifes y corrientes submarinas de distintas direcciones provocadas por las mareas, que se encontraban entre las más temibles del océano Índico. En tales circunstancias convenía apartarse de los bancos de arena para evitar el arrastre y las rompientes.

Pero el viento los empujaba obstinadamente hacia los arrecifes, y todo el empeño de Gafar poco podía hacer para desviarles de ese curso fatal. Aunque la costa de Omán estaba cada vez más cerca, si el dhow escollaba se haría pedazos y no habría ser humano capaz de medir sus fuerzas contra la furia de aquel mar embravecido. Todos morirían ahogados. Frente a la proa las aguas ya amarilleaban por causa de las arenas removidas por la corriente.

Alí Gafar, aislado de sus compañeros por el fragor de las olas y la cortina de lluvia, se sentía solo en el universo luchando contra un poder implacable. Oteaba el mar en busca de algún signo que revelase la presencia de rocas bajo la superficie con la misma desazón con que un condenado a muerte ve llegar la hora fijada de la ejecución.

Felizmente para todos, el viento aflojó de forma inesperada y el capitán ordenó de inmediato desplegar la mayor. Poco a poco, el dhow consiguió volver su popa hacia el arrecife y remontar aquella peligrosa encrucijada.

Después continuaron el rumbo, siempre hacia el sur, mientras la claridad del alba iluminaba un mar ceniciento pero ya calmado, entre el regocijo y el alivio de los hombres que durante unas horas habían quedado hermanados en una lucha desesperada contra el mar embravecido. En esos momentos dramáticos, el capitán Sindbad había tenido la oportunidad de calibrar a los nuevos marineros, y se sentía satisfecho de su comportamiento.

Incluso el forzudo y avieso Ozman había arrimado el hombro como un marinero más, mientras su amo corría a encerrarse en su camarote.

El Viajero tenía una tripulación y un destino comunes. Sindbad deseó que con los últimos truenos de aquella tormenta hubiesen quedado atrás los peores momentos de la travesía.


Sindbad el Marino 3.ª