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Sindbad estaba supervisando los preparativos para la larga travesía, cuando Gafar llegó al muelle acompañado por un individuo bajo y gordo, tocado con un enjoyado turbante de raso blanco, adornado con una larga pluma de garza. Su túnica llevaba más perlas, plumas, bandas, cadenas, cintillos y botones de oro que la fachada de un platero. Sindbad reconoció al comerciante con el que Gafar regateaba cuando partieron hacia Bagdad.
Además, iban con ellos siete hombres con aspecto de marineros de agua dulce.
—Es lo que he podido encontrar, capitán —se disculpó Gafar.
—Y yo estoy dispuesto a apoyar tu expedición con algo más que con tripulantes, capitán Sindbad —dijo Mustafá.
El comerciante hizo un gesto amplio y señaló varias carretas cargadas hasta los topes que entraban en ese momento en el muelle.
—Gafar, ¿puedes explicarme esto? —pidió Sindbad.
—Mis disculpas, capitán, pero no he encontrado a nadie dispuesto a unirse a nuestra expedición ni crédito para comprar los víveres que necesitamos. Excepto Mustafá al-Ualid, que quiere asociarse con nosotros. No sólo eso, también pretende acompañarnos.
Sindbad se quedó con la boca abierta, sin saber qué decir.
—¿Qué contestas, capitán? —preguntó el comerciante—. ¿Me aceptas como socio?
—¿Tenemos otra opción?
—Me temo que no, capitán —dijo Gafar—. No si queremos partir cuanto antes.
—De acuerdo —dijo Sindbad frunciendo el ceño—. Que lo carguen todo.
El cabestrante del dhow empezó a izar los toneles llenos de agua y víveres que transportaban los carros y los fue colocando en la bodega. Las piezas de carne salada de vaca y los sacos con legumbres secas eran cargados sobre los hombros de la tripulación y subidos por la pasarela. Mustafá se ocupaba de llevar el registro, mientras que Gafar se aseguraba de que los suministros estuvieran bien asegurados en la bodega. No había nada que le pusiera más nervioso que una carga pesada soltándose durante una tormenta.
Sindbad lo miraba todo con expresión desolada. No tenía ninguna duda de que aquel gordo comerciante le iba a dar problemas.
* * *
—¡Capitán! —llamó una voz femenina.
En el muelle se había congregado un grupo de unas diez mujeres; algunas de ellas llevaban niños pequeños en los brazos y otros mayores asomaban entre sus faldas.
Descendió por la pasarela y se acercó a ellas.
—Tú eres Fátima, la esposa de Habib —le dijo a la que había hablado. Se volvió hacia otra de las mujeres y afirmó—: Y tú eres Jameela. Te recuerdo.
—Capitán —dijo Fátima—, ¿dónde están nuestros esposos?
Sindbad se volvió hacia ella. Sólo el óvalo de su rostro era visible, el resto estaba cubierto por un chador de color azul oscuro.
—En Bagdad, encerrados en un calabozo de la ciudad —respondió Sindbad, y añadió a toda prisa—: Pero no tienes nada que temer, los liberarán muy pronto. No hay nada de lo que puedan acusarlos, así que en unas semanas os reuniréis todas con vuestros maridos.
—¿Y de qué viviremos hasta entonces, capitán? —preguntó Fátima.
—¿Cómo dices?
—Estábamos aguardando que nuestros esposos llegaran a casa cuando supimos que El Viajero había zarpado de nuevo. Habían estado seis meses fuera, los esperábamos a ellos y esperábamos el dinero que traían, porque ya no nos quedaba nada.
Sindbad suspiró y se llevó las manos a las sienes con un gesto de dolor, como si sufriera jaqueca. Por fin volvió a mirar a las mujeres con una expresión calmada.
—Esperad aquí. Voy a ver lo que puedo hacer.
Volvió a subir a la cubierta de El Viajero y caminó hasta Mustafá, que hacía cálculos sobre la tapa de un tonel.
—Necesito que me hagas un préstamo.
El comerciante levantó su gruesa cabeza hacia él.
—¿Cómo? —preguntó.
—Necesito dinero. Sólo quinientos dinares. Te lo devolveré.
—Las cosas no se hacen así, capitán. ¿Para qué quieres ese dinero?
Sindbad se apartó para que pudiera ver a las mujeres con sus hijos en el muelle.
—No entiendo —dijo Mustafá.
—Son las esposas de mi tripulación, y necesitan la paga que nos requisaron.
—La tendrán cuando regresemos con ese tesoro del que me ha hablado Gafar. Así es como acordaste hacerlo con tu gente, ¿verdad?
—Sí, pero ellas estaban esperando el dinero que iba a llegarles con nuestro regreso. Ahora no tienen nada para alimentar a sus hijos. Es culpa mía, ya lo sé, pero…
—No te culpes, capitán —dijo Mustafá—. Las cosas pasan aunque no queramos, sólo por la voluntad de Alá. Pero ahora no puedo atender tu petición, mi fortuna no es un pozo sin fondo, por desgracia. A veces hago inversiones arriesgadas, sí, pero no veo qué beneficio puedo obtener dándoles mi dinero a esas mujeres.
—¿Ni siquiera un beneficio para tu alma?
—Para eso ya doy limosna en la mezquita. Pero una donación de quinientos dinares me parece demasiada generosidad.
—Te lo devolveré a su tiempo —le aseguró Sindbad.
—Quizá. Pero ya me debes demasiado y sólo tengo como garantía la palabra de Gafar.
Malhumorado, Sindbad bajó de nuevo la rampa y se acercó a las mujeres.
—Vuestros maridos volverán pronto —les aseguró.
Fátima empezó llorar y Sindbad tuvo el impulso de abrazarla para consolarla. Echó los brazos hacia delante, pero apenas le rozó los hombros con la punta de los dedos, una furiosa bola de pelo surgió de detrás de sus faldas y se estrelló contra su estómago. Era un niño de unos diez años. Lo sujetó por el pelo para alejarlo de él y aun así el muchacho se las arregló para alcanzarle con un puñetazo en el costado.
—¡Mi padre te matará!
—¡Ya basta, Adel! —le ordenó Fátima—. ¡Quieto ahora mismo!
—¿Es tu hijo? —preguntó Sindbad mientras sujetaba la cabeza del niño.
—Sí. Te pido perdón, capitán.
Dejó que la madre se ocupase del niño, y se dirigió hacia la fila de carros que esperaban pacientemente su turno de descarga.
—¿Es el tuyo? —preguntó a uno de los arrieros que estaba tumbado a la sombra.
—Sí, capitán —dijo sin levantarse.
—¿Y qué llevas?
—Grano y legumbres sobre todo. También galletas secas.
—¿Y este? —dijo Sindbad señalando el siguiente carromato.
—Ese es mío, capitán. Llevo carne conservada en salazón.
—Muy bien. —Los ojos de Sindbad brillaron—. ¿Veis a esas mujeres de allí?
—Sí —respondieron los dos arrieros.
—Bien, porque vais a llevar los víveres a donde ellas os indiquen.
Sindbad regresó a la cubierta de El Viajero. El traqueteo de los dos carros que se alejaban llamó de inmediato la atención de Mustafá. El comerciante corrió hacia la borda y empezó a dar voces y a agitar los brazos para llamar la atención de los arrieros.
El capitán le cogió una de las manos y se la bajó.
—¿Qué haces, capitán? —preguntó Mustafá, rojo de rabia.
—Me comprometo a devolverte el coste de esos carros a nuestro regreso —le aseguró.
—¡Muy bien, capitán! —exclamó furioso—. ¿Te sientes mejor ahora? La generosidad con dinero ajeno es sin duda una experiencia reconfortante.
—No me siento feliz —admitió Sindbad—. Lamento de verdad lo que les ha pasado a mis hombres. Ojalá estuviera en mi mano cambiarlo.
Mustafá lo miró fijamente y dijo:
—Un consejo, vuelve cargado de oro y nadie se acordará de los malos momentos.
Sindbad el Marino 1.ª