22
Aisha contuvo el aliento. La criatura estaba envuelta por una nube de humo proveniente del anillo de braseros que la rodeaba. Sus contornos difuminados no ocultaban su tamaño gigantesco. Medía más de tres metros, y su cuerpo estaba embutido en una armadura negra recubierta por completo de símbolos dorados brillantes y fluidos, similares a los del talismán.
Aquel gigante era un djinn, un ser poderoso y ancestral reducido a simple esclavo, que impulsaba la nave de metal haciendo girar unas grandes ruedas con la fuerza de sus brazos.
—Hay naciones entre los djinns, igual que las hay entre nosotros —explicó el derviche—. Algunas se oponen al contacto con los humanos y otras no. Pero sin duda los efrits son los más hostiles hacia nosotros. Este que vemos aquí prisionero es uno de ellos, un efrit muy antiguo y poderoso, así que hay que tener cuidado con él. Son maestros del engaño y pueden manipular hasta cierto punto lo que vemos de ellos. A veces se pueden hacer pasar por hombres. Pero se les puede reconocer porque, a diferencia de nosotros, no tienen sombra.
—¿Cómo es eso? —quiso saber Ibn Jalid.
El derviche puso su mano delante de una de las lámparas de aceite y dijo:
—Como todos podemos ver, la llama produce sombras en los objetos, pero la llama en sí no tiene sombra propia. Los efrits, aunque tienen una forma corpórea para caminar por este mundo, no pueden ocultar por completo su verdadera naturaleza ígnea.
Intimidados por las palabras del derviche, nadie se atrevió a entrar en aquella sala abrasadora ni a acercarse más al cautivo. Mientras se limitaban a mirarlo desde el otro lado de la puerta, el humo fluyó entre ambas estancias y la zona del djinn quedó algo más despejada. Cuando fue posible ver más detalles, el visir señaló las dos bandas de piel escamosa que ceñían las grandes ruedas situadas en las paredes de babor y estribor.
—¿Sabes qué es eso? —le preguntó al derviche.
—Es tejido vivo, una criatura de ese otro plano de la realidad al que sólo algunos djinns pueden acceder. Apenas vemos alguna pequeña parte de ella, el resto es invisible a nuestros ojos humanos. Mueve esta nave y obedece ciegamente la voluntad del efrit, del mismo modo que él acata nuestras órdenes.
—Es difícil de entender, ¿verdad? —dijo Ibn Jalid—. Un ser tan poderoso como ese efrit que permanece esclavizado y sumiso como si fuera un vulgar corderillo. Me pregunto por qué.
—Es la voluntad de Alá, nada más —explicó el derviche palpando su cuerda de cáñamo—. Fíjate, señor, en los caracteres grabados en el pentágono de cobre.
—Ya veo que son unos símbolos muy parecidos a los que recubren por completo la armadura de ese monstruo. —Al agacharse para comprobarlo, la calva del gran visir brilló como una cúpula pulida bajo la luz de las antorchas.
—Lo que tienes en tus manos, gran visir, es el talismán para controlar a los djinns que concibió el profeta Salomón, que la paz y la misericordia de Alá sean con él —dijo el derviche.
—¿Y crees que su poder es real?
—Lo es. Alá, alabado sea el Señor de los Mundos, creó a los djinns mucho antes que a los hombres, y por ello están bajo su mandato. En total creó a tres mil de ellos.
—¡Tres mil djinns! —repitió el gran visir, admirado.
—Esos son los que Alá creó directamente. Pero como son inmortales y pueden procrear como nosotros, es de suponer que ahora su número será mucho mayor. Fueron algo más de un centenar los que ayudaron a Salomón a construir el Templo de Jerusalén y la Ciudad de Cobre, donde el rey sabio escondió todos sus tesoros. Pero muchos se levantaron contra el rey y hubo una gran guerra entre los hombres y los djinns. Una guerra en la noche de los tiempos, en la que los efrits casi fueron exterminados. A los que sobrevivieron, Salomón los encerró en recipientes de metal que taponó con su talismán para mantenerlos confinados por toda la eternidad.
—Con este simple pedazo de… cobre.
—Así es, gran visir. El talismán te dará el poder del mismísimo Salomón, que Alá lo bendiga y le otorgue paz. —El derviche señaló hacia el gigante encadenado—: Fíjate, señor, cómo se estremece al intuir su cercanía. En los caracteres grabados en su armadura puedo leer que se trata de uno de los efrits que luchó contra Salomón. Su nombre es al-Hajjaj, el Peregrino.
El gran visir sonrió satisfecho y se volvió hacia Hussein.
—Por eso Qaïd quería que su esposa tuviera uno de los talismanes —dijo—. Para protegerla durante el viaje del ataque de los djinns. Pero seguro que mandó hacer más.
—Yo sólo fabriqué uno, gran visir —aseguró el padre de Radi—, precisamente el que ahora tienes en tus manos.
—Pero aún no has contestado mi pregunta, Zafir. —El visir le miró a los ojos—. ¿Estás seguro de que el talismán bastará para protegernos cuando penetremos en la tierra de los djinns?
—Los djinns son como los hombres en sus emociones y deseos —explicó el derviche—. Muchos son pacíficos y reservados, pero a los que debemos temer es a los guerreros. Cuando Alá creó a los hombres, muchos djinns se rebelaron e intentaron exterminarnos. Con su poder, lo hubieran logrado en pocos años. Pero Alá, que es justo y compasivo, nos dio los talismanes para defendernos de ellos. Su fuerza desaparece y su voluntad queda anulada cuando se encuentran bajo el influjo de los caracteres grabados en la superficie del metal de cobre.
—Demuéstramelo —dijo Ibn Jalid, devolviéndole el talismán.
—¿Cómo? —preguntó el derviche sujetando con cuidado la lámina de metal con los dedos, como si fuera un objeto muy caliente—. Yo no…
—Te he traído, Zafir, porque me han asegurado que en todo Bagdad eres el que tiene más conocimientos sobre la raza de los djinns. —Y también el que posee menos coraje, añadió el visir para sí, por lo que no espero que te atrevas a traicionarme—. Quiero que camines hasta el djinn con el talismán, y que coloques una mano sobre su armadura negra.
—¿Qué? —Zafir empezó a sonreír como si Ibn Jalid hubiera hecho una broma.
El gran visir le hizo una señal a un arquero. Este preparó un dardo y apuntó al derviche.
—Es mi mejor tirador —explicó—. Si se te ocurre poner al djinn en mi contra, morirás al instante con una flecha hundida en el cráneo.
El derviche lo miró desconcertado, la sonrisa se había congelado en sus labios.
—¿Y por qué iba yo a hacer algo así, mi señor?
—Es sólo por si acaso —repuso el gran visir con una mueca cruel.
Jürgen se acercó a él y le colocó una cuerda alrededor de la cintura. Luego le dio un empujón para que caminase hacia el djinn.
—¡Ve! —le ordenó.
—Yo no… No puedo hacer esto —tartamudeó el derviche, sus ojos hundidos y asustadizos estaban en continuo movimiento—. ¡Sentirá mi miedo y me matará!
—El talismán te protegerá como me has asegurado —dijo el gran visir.
—Pero esa es la teoría… De ahí a la práctica hay que investigarlo más.
—Eso es lo que vamos a hacer precisamente ahora.
Aisha advirtió que las huesudas piernas del derviche temblaban y que las rodillas le chocaban entre sí, e intercedió por él:
—Vas a enviar a ese desdichado a la muerte. Ese monstruo lo destrozará.
—No lo hará si el talismán funciona como él dice.
* * *
El derviche avanzó poco a poco, encorvado, tirando de la cuerda atada a su cintura. El otro extremo lo sujetaba Jürgen, que iba largándosela poco a poco. El arquero seguía con cuidado sus movimientos, apuntándole siempre a la cabeza.
Zafir cruzó el umbral y se metió en la cámara ardiente del djinn. El calor era tan intenso que empezó a sudar de inmediato, pero siguió avanzando.
No se atrevía a mirar hacia delante, ni siquiera a levantar un poco la vista. Sus ojos estaban fijos en sus propios pies desnudos, que marcaban pasito a pasito la distancia que lo separaba de aquel monstruo de más de tres metros de alto. No lo podía ver, pero sentía su presencia cada vez más cerca. Oía su respiración y el crujido de las láminas de su armadura, y notaba cómo la masa de su cuerpo desplazaba el aire al moverse.
Accidentalmente, el derviche tocó un brasero con el hombro y saltaron algunas chispas que rebotaron en el suelo. Tosió. El aire estaba cada vez más caliente y más cargado, le costaba respirar. Con cada inhalación sentía fuego entrando en sus pulmones.
—Bismillah… —musitó.
Avanzó un poco más y vio las botas de la armadura negra, clavadas al suelo, a dos palmos de sus propios pies. Levantó la cabeza, atemorizado, y vio al djinn sobre él como un titán que sujetase la bóveda celeste. Los símbolos extraños fluían como oro líquido por todo su cuerpo acorazado.
El gigante bajó la cabeza. Tan sólo lo miró, pero el derviche fue incapaz de contener su vejiga y se orinó encima. Se quedó inmóvil, con las piernas temblándole y la humedad resbalando por sus muslos, incapaz de apartar la mirada de los ojos del djinn, dos destellos rojos que relucían a través de las rendijas oscuras de la celada.
—Kwenda mbali, kidogo mtu! —bramó el djinn.
Zafir retrocedió un paso y repitió frenéticamente la invocación:
—Bismillah… Bismillah… Bismillah… Bismillah… Bismillah…
La voz del gran visir le llegó desde la otra sala:
—¡Tócalo! ¡Debes tocarlo con la mano, Zafir!
El derviche levantó el pentágono y lo miró con los ojos extraviados de asombro. De repente se había puesto tan caliente que le quemaba los dedos. Unos caracteres habían aparecido dentro del laberinto de letras hebreas y brillaban como si estuvieran trazados con metal fundido. Zafir no pudo leerlos, pero aquello lo tranquilizó.
El talismán le estaba protegiendo.
Volvió a acercarse al djinn y extendió la mano, muy despacio. Los dedos le temblaban. Por fin, su palma se posó sobre el metal negro. Fue como tocar una estufa de hierro, pero el gigante no le atacó.
—¡Ya puedes volver! —exclamó el visir.
Cuando el derviche regresó con los demás, Ibn Jalid le dijo al artesano:
—Alégrate, el talismán que fabricaste funciona.
—Me alegraré cuando me devuelvas con mi familia —murmuró Hussein.
Uno de los guardias creyó detectar en su tono una falta de respeto hacia el gran visir, y le propinó un sonoro bofetón que lo derribó al suelo.
—Recogedlo y llevadlo a su celda —ordenó Ibn Jalid. Luego señaló a Aisha—: Encerradla también a ella. Pero tratadla como si fuera la favorita del califa, aún puede sernos de gran utilidad cuando nos adentremos en la tierra de los djinns.
Los efrit