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Kassim al-Mamluk se detuvo durante un instante antes de entrar en el camarote. Se atusó con la mano su bigote rubio, ajustó con cuidado el turbante de seda azul y comprobó que todos los detalles de su atuendo militar se hallaban en orden. Luego llamó a la puerta y esperó hasta que una voz de mujer preguntó quién era.

—Soy el capitán Kassim —dijo—, de la guardia del califa.

—Pasa —dijo Aisha.

El camarote era apenas un cubo con las paredes, el techo y el suelo de madera. No tenía ventanas y los únicos muebles eran un pequeño arcón y la estera sobre la que Aisha estaba sentada. La mujer tenía la cabeza gacha, como si rezara, no la levantó para mirarle.

—¿Qué deseas? —preguntó.

—Me han ordenado que te lleve a la bodega de popa.

Aisha alzó por fin los ojos hacia el mameluco. Era un hombre alto y de porte altivo, sin caer en lo arrogante. Sus ojos eran de un asombroso color azul oscuro, grandes y expresivos. Estaba levemente inclinado hacia ella, con los brazos a los lados.

—La bodega de popa —repitió Aisha—. Allí está encerrado el djinn, ¿no es así?

—Sí, señora. Tienes que acompañarme porque el gran visir desea que estés presente mientras interroga a la criatura.

—¿Por qué?

Kassim sonrió, y al hacerlo se dibujaron unos profundos surcos en sus mejillas.

—No lo sé, señora. El gran visir no acostumbra a explicarme sus intenciones. Pero te puedo asegurar que no correrás ningún peligro. Se nos ha dado orden de que protejamos tu vida por encima de cualquier otra circunstancia.

Aisha sonrió con amargura. El cansancio había dibujado dos sombras amoratadas debajo de sus grandes ojos.

—¿Y si mañana te ordena que me degüelles mientras duermo, lo harías?

El mameluco quedó desconcertado por la pregunta, como si esta hubiera sido una estocada inesperada.

—No, señora —dijo por fin.

—Entonces ¿me despertarías antes de degollarme? —se burló ella.

—No lo haría, señora. Yo no asesino a mujeres.

—Entonces traerías a alguien para que lo hiciera.

—Basta, señora. —El capitán se puso muy recto y la sonrisa se borró de su rostro—. Debo llevarte con el gran visir.

Aisha pensó que no estaba bien torturar a la única persona en aquel barco que le había demostrado algo de compasión. Pero se sentía furiosa y aterrorizada, y necesitaba que alguien le explicase qué hacía allí y qué iban a hacer con ella. Si alguien te muerde, te hace recordar que tú también tienes dientes, pensó.

Se puso en pie.

—De acuerdo, vamos.

Salieron del camarote y recorrieron juntos el pasillo central de la nave de metal, a la que el gran visir había bautizado con el rimbombante nombre de El Conquistador.

* * *

Habían atravesado el estrecho de Ormuz tras recorrer el golfo Pérsico en un tiempo imposible y se habían adentrado en el océano Índico. Ni las mareas ni los vientos retenían el avance implacable de aquel milagroso barco.

Luego, El Conquistador puso rumbo hacia el sur, bordeando la costa de Omán.

La tropa embarcada estaba compuesta por los guerreros turcos comandados por el capitán Kassim y por los hirsutos bárbaros del barón Jürgen.

Cuando Aisha se encontró de nuevo con el gigantesco pelirrojo, se quedó paralizada por el miedo y la rabia. El barón Jürgen dio un paso hacia ella y soltó una risotada.

—Veo que no puedes olvidarme —se burló.

Se hallaban en la sala que daba acceso a la cámara del djinn. Inconscientemente, Aisha se refugió un poco detrás de Kassim. Entre el mameluco y el bárbaro se produjo un largo cruce de miradas, y las manos de ambos rozaron los pomos de sus espadas.

La calma tensa regresó cuando el gran visir Ibn Jalid entró en la sala por la misma puerta por la que habían llegado Aisha y el capitán. Observó a los guerreros desafiándose con un gesto de satisfacción. Mantener a Jürgen y a Kassim enfrentados le garantizaba la fidelidad de ambos, pues se tendrían que vigilar el uno al otro durante todo el viaje.

—Fíjate bien, Zafir —le dijo al hombrecillo vestido de blanco, con la cabeza rapada y aspecto de mendigo que le acompañaba—, yo siempre lo digo: ten cerca a tus amigos y aún más cerca a tus enemigos. Al menos hasta que sepas distinguirlos.

El hombrecillo llevaba una cuerda de cáñamo enrollada en su antebrazo izquierdo. Con sus manos nudosas tejía distraídamente su extremo. Al advertir que Aisha lo estaba observando, se volvió hacia ella y desplegó una amplia sonrisa que enseñaba sin complejos los numerosos vacíos entre sus dientes. Kassim le explicó con susurros a la mujer:

—Es un derviche famoso en Bagdad. Se dice que su baraka es poderosa y que se ha enfrentado a djinns que habían poseído a personas. El gran visir lo ha traído como asesor.

Un guardia apareció entonces arrastrando a un hombre atado de pies y manos. Las cadenas lo obligaban a andar tan encorvado que casi arrastraba por el suelo una larga barba entrecana. Ibn Jalid ordenó que lo librase de sus cadenas, y aquel desdichado pudo por fin adoptar una postura recta. Lo que demostró que era un hombre de extraordinaria altura y fuerza. Aisha oyó los chasquidos de su columna vertebral cuando se puso en pie después de tantos días en aquella incómoda postura. El cautivo la miró con ojos vidriosos y cansados.

—Siento volver a verte en estas circunstancias, señora —dijo.

—¿Te conozco? —le preguntó Aisha.

—Así es, señora. Soy Hussein al-Rahmaan, el artesano de Basora al que tu esposo encargó fabricar el talismán. Estos hombres me sacaron con engaños de mi casa y quisieron que crease una réplica para ellos. Lo que, según les expliqué, era imposible sin el libro negro que me entregó tu esposo. Hay infinidad de parámetros en las medidas y proporciones del talismán que es necesario cumplir para que funcione. Ningún hombre podría recordarlos todos, y por eso es preciso seguir minuciosamente las fórmulas que contiene ese libro. Por favor, te ruego que les confirmes mis palabras para que me suelten y pueda regresar con mi familia.

Aisha lo miró con tristeza.

—No creo que estos canallas den ningún crédito a lo que yo diga. Y tu familia…

—Dime, ¿sabes algo de ellos? —preguntó ansioso.

Aisha asintió, pero desvió la vista. No quería contarle a aquel desdichado que su hijo mayor había sido asesinado. Y precisamente porque los esbirros del gran visir habían entrado en su casa buscando ese libro negro que él necesitaba para fabricar otro talismán.

En cambio le preguntó:

—¿Tienes un hijo de quince años llamado Radi?

El orfebre abrió mucho los ojos.

—¡Sí! —exclamó—. Ese es mi pequeño, ¿lo has visto? ¿Está bien?

—Lo he visto y está bien… —No podía decirle más. Con los ojos chispeando de ira, se volvió hacia el gran visir y añadió—: Te estás arriesgando mucho, Ibn Jalid. El califa es amigo personal de mi esposo. ¿Tiene él noticia de tus nauseabundas acciones?

El gran visir sonrió, y en su rostro se formaron cientos de diminutas arrugas.

—A nuestro califa ya no le importa nada. Ni amigos ni enemigos, ni propios ni extraños. Él vive feliz en su paraíso privado a las orillas del Éufrates. Yo tengo todo el poder.

—La crueldad es el único poder de los cobardes —escupió ella.

El derviche se acercó con un estuche de madera. Dentro estaba el talismán de cobre. Ibn Jalid lo levantó para que todos pudieran verlo. Después se volvió hacia Aisha y le preguntó:

—¿Lo reconoces? Estaba justo donde Sindbad nos dijo que estaría. No se atrevió a mentir porque lo convencí de que estaba dispuesto a llegar a donde fuera. Aunque no lo creas, soy un hombre de Estado que odia la crueldad, pero esta muchas veces es el camino más corto.

—Ya tienes todo lo que has ansiado durante tanto tiempo —dijo Aisha—. Entonces, ¿por qué nos mantienes prisioneros a mí y a este hombre?

Los labios del gran visir se curvaron en una sonrisa.

—Porque espero que ambos me sigáis siendo útiles en el futuro. Sé que el talismán contiene las indicaciones para llegar a la tierra de los djinns, y mis expertos ya lo están descifrando. Tu esposo me habló de ello cuando intentaba conseguir el apoyo del califa. Pero si este hombre logró fabricar un talismán, es posible que otros artesanos hayan creado otras réplicas. Se trata de un cabo suelto, y no me gustan los flecos en mis planes. Por lo tanto, debo preguntarte: ¿encargó tu esposo la fabricación de otros talismanes?

—Cientos de ellos —dijo Aisha.

El gran visir hizo un gesto de despecho.

—Por supuesto, no esperaba que me dijeses la verdad. Pero quiero que sepas que si nos siguen nos encontrarán preparados, así que abandona toda esperanza… Ahora, basta de charla.

El visir le hizo una señal a uno de los guardias y este descorrió los cerrojos.

Cuando la puerta de metal oscuro se abrió, una densa bocanada de calor los golpeó a todos. La temible silueta del djinn se perfiló al fondo.


El Conquistador puso rumbo hacia el sur, bordeando la costa de Omán.