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Sindbad llevaba días sentado en la negrura, abrazándose las rodillas y con la cabeza apoyada contra la pared del pozo. Sólo cambiaba de posición para estirarse todo lo que le era posible en aquel espacio tan estrecho y desentumecer los músculos. Y cada vez que lo hacía sonaban en la oscuridad los chasquidos de sus huesos doloridos.

Percibió el filo de luz que se escabullía por la boca del agujero, una señal de que la noche estaba llegando y el mundo exterior también penetraba en la oscuridad. En el interior del olvidadero, la negrura al caer la noche se volvía tan profunda que se perdía toda noción del espacio y el tiempo. En esas circunstancias lo único que podía hacer Sindbad era dormir hecho un ovillo y esperar a que llegase la mañana con la única comida que tomaría en todo el día.

Soñó con una mazmorra oscura y maloliente, y en su tobillo brillaba un grillete enjoyado. Unos verdugos cubiertos con ropas negras se reían de él mientras se iban acercando ocultos en las tinieblas.

—Todo ha sido una ilusión —le dijo una de aquellas sombras con una voz que le recordó a la de su tío—. Nunca saliste de la mazmorra en la que te encerré, nunca navegaste impulsado por los monzones, nunca te llamaron capitán. Siempre has estado aquí encerrado, en las tinieblas, rodeado por estas paredes de piedra. Es tu locura la que ha tejido en la oscuridad todas esas historias de Sindbad el marino, pero todo es mentira, engaño, y morirás aquí solo.

En sus sueños y duermevelas le costaba diferenciar la tenebrosa realidad que lo rodeaba de las sombrías pesadillas de su pasado, y llegó a dudar de qué era real en sus recuerdos.

* * *

Despertó de repente, confuso y sin saber dónde estaba, pero no tardó en recordarlo cuando sus manos palparon las ásperas paredes del pozo.

Alzó la cabeza sobresaltado al oír cómo algo repicaba contra los barrotes de hierro que cerraban el pozo. Con mucho cuidado para no hacer más ruido, la persona que estaba arriba retiró la verja y lanzó la misma soga de esparto que utilizaban para bajarle los alimentos.

—¡Sube! —le apremió.

Sindbad se puso en pie y sujetó la soga con las manos. Dio un tirón para comprobar que estaba bien sujeta, y empezó a trepar. No sabía lo que le esperaba, pero no podía ser peor que seguir en aquel olvidadero hasta la muerte. Trepó con dificultad, pues sus brazos parecían seguir dormidos. Pero consiguió impulsarse apoyando los pies contra la cuerda, hasta que llegó a la boca del pozo. Con las manos se agarró a la reja para salvar el último tramo.

Era de noche, y no se veía movimiento en el patio de la alcazaba. Frente a él se erguía una sola persona. El desconocido levantó su linterna para iluminarle el rostro.

—Cálmate, capitán, soy yo —dijo.

Sindbad apartó la vista, cegado, pero reconoció la voz.

—¿Radi? —preguntó en tono ronco.

—¡El mismo! ¡Me alegro mucho de volver a verte, capitán! —La sombra lo abrazó y a punto estuvo de hacerlo caer.

Los ojos de Sindbad empezaban a acostumbrarse a la luz, y por fin pudo distinguir el rostro risueño del muchacho.

—¿Cómo es que estás libre, Radi? ¿Sabes algo de Aisha?

—Me encerraron en una casa junto a Yahiz y el resto de la tripulación. Pusieron dos guardias en la puerta, pero no era un lugar muy seguro y conseguí escaparme por el techo.

—¿Sólo dos guardias? ¿Estás seguro?

—Seguro, capitán. Pero debemos apresurarnos ahora. Durante tres días he estado espiando el patio de la alcazaba. Dentro de un momento llegará el relevo de la guardia y esto se llenará de soldados. Tenemos que salir de aquí cuanto antes.

El chico lo llevó hasta la base de uno de los muros y levantó la linterna por encima de su cabeza para mostrar el cuerpo ensangrentado que colgaba en lo alto de unos ganchos. Sindbad reconoció a Mesut, el eunuco. Los cuervos le habían comido los ojos.

—Tenemos que irnos —insistió Radi.

En un rincón, apoyado contra el muro, habían abandonado un viejo carro sin ruedas. Le habían quitado los atalajes metálicos y la madera se desmenuzaba entre los dedos de tan podrida que estaba. Radi apartó a un lado unas tablas que él mismo había colocado un momento antes y descubrió una grieta bastante estrecha. Sindbad la miró abatido.

—¿Has entrado por ahí?

—Sí, capitán.

—Pues te felicito, porque yo no puedo pasar por ese agujero tan estrecho.

—Tienes que hacerlo, capitán. He revisado todo el perímetro de la alcazaba y no hay otra forma de salir de aquí. Yo iré primero.

Con mucho esfuerzo, Sindbad consiguió meterse por el agujero después de quitarse toda la ropa y hacer un bulto con ella. Se arañó el pecho y las piernas con los bordes afilados de la grieta, pero siguió adelante ignorando el dolor, y pasó. Se hallaba en una especie de túnel largo y estrecho, entre la pared donde estaba el agujero y otro muro que se levantaba tan cerca del primero que podía tocarlo con alargar la mano. Era de piedra asentada con mortero.

—¿Y ahora qué? —preguntó.

—Sígueme, capitán —dijo Radi levantando la linterna.

Recorrieron el túnel caminando hacia la derecha hasta que se encontraron con otro muro. En realidad era un arbotante de la muralla, y cerca de su base se encontraba la salida de un desagüe por el que Radi pasó después de retirar la reja.

—Muchacho —dijo Sindbad mientras volvía a vestirse—, eres asombroso.

—Siempre tuve la habilidad para colarme en cualquier sitio —dijo Radi con una sonrisa.

—Muy bien, llévame ahora con mi tripulación.

Se alejaron de la alcazaba y corrieron por las callejas paralelas a la muralla.

—¿Qué más ha pasado en estos días? —preguntó Sindbad.

—La nave del djinn partió después de embarcar tropas. Dicen que el propio gran visir iba al frente de ellas, y que ahora es su hijo Yafar quien está a cargo del gobierno de Bagdad. También hay quien cuenta que vieron a una hermosa mujer subir a bordo.

Sindbad sacudió la cabeza. La imagen de Aisha, atada y aterrorizada, era demasiado dolorosa. Intentó apartarla de su mente, pero le resultó imposible. Se dirigieron hacia una de las casuchas apoyadas en la cara interna de la muralla.

* * *

Como Radi le había dicho, dos hombres armados montaban guardia frente a una puerta de madera remachada con clavos. Lo hacían en una actitud muy poco marcial, pues uno estaba tumbado en el suelo boca arriba y el otro, sentado a su lado, se había quitado las alpargatas y se rascaba concienzudamente la piel entre los dedos. Al verles llegar se pusieron en pie a la vez y los miraron con recelo. Sindbad alzó una mano para saludarlos y, antes de que pudieran reaccionar, se lanzó contra ellos. A uno lo aplastó contra la puerta y le clavó una rodilla en el estómago. Tras arrancarle la lanza de las manos, golpeó al otro con el asta en la cabeza.

—No tengo tiempo para tonterías —le dijo al muchacho cuando se acercó.

Se agachó sobre los dos cuerpos inconscientes y buscó entre sus ropas hasta que encontró un manojo de llaves atadas con una cuerda. Abrió la puerta y entraron.

Era una especie de almacén. Junto a la entrada se apilaban dos torres de capazos de mimbre cubiertos de moho y polvo. Se adentraron en un corredor que desembocaba en la escalera que conducía al sótano. Al llegar abajo, la luz anaranjada de varios velones en la pared les mostró una espaciosa cuadra de dos pisos de altura. Estaba encalada, aunque algunas grietas y desconchones dejaban ver el ladrillo rojo de las paredes. Un aljibe ocupaba el centro, y a su alrededor se encontraban los tripulantes de Sindbad, echados sobre esteras en el duro suelo de cantos de río. La mayoría roncaban ya a aquellas horas.

—¡Capitán! —exclamó una voz conocida.

El piloto Alí Gafar sujetaba una linterna en la mano. Se la entregó a uno de los que le acompañaban y así pudo abrazar a su capitán.

—¡Amigo mío! —dijo Sindbad emocionado.

Yahiz se acercó a saludar a Sindbad.

—Capitán, me alegra verte —dijo el erudito—, creímos que habías muerto.

—¡Sigo por aquí, amigos míos, y he venido a liberaros a todos!

El resto de los hombres que estaban en la cuadra se habían despertado y miraban a Sindbad desde sus duros lechos. Ninguno de ellos parecía tan entusiasmado como Gafar.

—¿No me habéis oído? —repitió Sindbad extrañado—. ¡Poneos en pie! Vamos a salir todos juntos de este sucio agujero.

—Yo no voy a ningún sitio, capitán —respondió Habib Qudama desde el fondo—. Me alegro de que estés vivo, pero los que tenemos familia no podemos seguirte más. Porque si huimos ahora, nuestras esposas e hijos serán los que sufrirán las consecuencias.

—Habib… —empezó Gafar.

—Tú no tienes familia, hermano —dijo este—. Márchate con ellos y con los que están en tu situación. Pero yo me quedo, e imagino que unos cuantos harán lo mismo que yo.

—Amigos míos, siento el daño que os he causado —dijo Sindbad con sinceridad—. Pero oídme todos: juro que más pronto que tarde os compensaré por las pérdidas de este año.

Los marineros mantuvieron el silencio. Esta vez no estaban enfadados, sólo parecían cansados. Intercambiaron miradas entre ellos, pero sus ojos rehuyeron los de Sindbad.

—Agradecemos la intención, capitán —dijo Habib—. Pero lo único que deseamos ahora es salir de este trance lo mejor posible. Para ello creemos que lo mejor es que te marches cuanto antes de este lugar y nos dejes en paz, porque tu presencia nos compromete a todos.

—¡Pandilla de desagradecidos y mezquinos! —masculló Gafar.

—Déjalo, amigo —dijo Sindbad—. Tienen razón.

—Pero…

—No hay nada más que hablar. Salgamos de aquí.

Con la mitad de sus hombres, Sindbad abandonó la mazmorra.

—¡Después de todo lo que has hecho por ellos, capitán! —masculló Gafar cuando los otros hombres no podían oírles.

—De los panes del pasado no se come. Por mis errores soy yo quien está ahora en deuda con ellos, y te aseguro que haré todo lo que esté en mi mano para compensarles. Pero debo decirte que estoy obligado por una promesa, y no puedo esperar que me sigáis en mi destino.

—No te entiendo, capitán. ¿A qué promesa te refieres?

—Hay una mujer, Aisha, que ahora está en manos de los malvados que nos encerraron. Le prometí que no la iba a abandonar, y no pienso hacerlo. Voy a ir tras ella.

—¿Adónde, capitán?

—Al fin del mundo si hace falta. Pero no te puedo pedir que me acompañes.

Gafar dudó. Era evidente que estaba cansado de aventuras, agotado tras la temporada de viajes y con ganas de regresar a su casa en Basora. Sin embargo, al cabo de un instante dijo:

—No hace falta que lo pidas, capitán. A donde vayas, iré contigo, yo también estoy atado por una promesa. Los buenos pilotos no abandonan una nave cuando son necesarios.

Sindbad se detuvo y abrazó a Gafar con emoción.

—Muchas gracias, amigo mío. Te aseguro que todo volverá a su cauce. No voy a rendirme nunca. Pero lo primero es recuperar El Viajero y dejar atrás esta ciudad.

Tomaron el camino del puerto.


Mazmorras