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Sindbad despertó en el interior de una sala de la alcazaba de la Puerta de Kufa. Estaba rodeado de guardias. Preguntó por Radi, pero nadie le dio ninguna explicación.

Rezó para que Aisha y el erudito hubieran conseguido escapar. Pero en ese caso, ¿adónde irían? Su tripulación también habría sido apresada y su barco, requisado. Tendrían que buscar otro medio para salir de Bagdad, y Yahiz no era precisamente un hombre de recursos.

No mucho después, llegó un herrero que le colocó lo que jocosamente llamaba «pie de amigo»: unos hierros que unían ambos tobillos y de los que subían unas cadenas que llegaban a su cintura, donde se asían dos argollas que le sujetaban las manos.

Cuando estaba encadenado, apareció el oficial mameluco del muelle. Vestía una camisa blanca y unos pantalones bombachos. Era rubio, alto y musculoso, con los rasgos marcados y los ojos azules. Un color imposible de olvidar.

—Capitán Sindbad… —dijo mirándolo fijamente—. Había oído contar historias sobre ti. Tu nombre es muy conocido entre los navegantes del Índico…

—No te lo creas todo —dijo el marino, mirándolo.

—Sindbad… —repitió el mameluco—. Hasta ahora no me había fijado, pero tu nombre no tiene significado en árabe ni en persa. ¿Es tu verdadero nombre, capitán? No lo creo… Sind-bad. En la lengua urdu significa: «El Señor del Sind».

—Ya veo que hablas urdu.

—El río Sind, al que en otros lugares se conoce como el Indo. Por lo tanto, eres del nordeste de la India, del valle del Indo. Yo estuve allí y aprendí su lengua.

—¿Me recuerdas? —dijo Sindbad—. Porque yo no olvido que tú me liberaste de la prisión en la que me encerró mi tío. Pero nunca supe quién eras.

—Mi nombre es Kassim, fui esclavo y luego mercenario libre en el valle del Indo, luchando por cualquiera que pudiera pagarme. Sí, yo te liberé de aquella torre hace ya muchos años, pero fue por orden de tu tío. Por desgracia para ti, no puedo hacer lo mismo ahora.

—¿Mi tío te dijo que me dejases libre? ¿Por qué?

Sindbad no podía entenderlo. Era el legítimo heredero, y libre siempre sería un peligro para el usurpador de su tío. ¿Por qué había decidido dejarlo con vida?

El oficial mameluco no contestó, y se limitó a fruncir el ceño.

—Siento que no podamos seguir hablando, capitán. Alguien que está muy por encima de mí tiene planes para tu futuro. Que Alá te guarde, porque no creo que volvamos a vernos.

El mameluco se dio media vuelta y abandonó la sala. Dos guardias turcos cogieron a Sindbad por las axilas y le hicieron ponerse de pie. Lo sacaron a la luz del sol y lo arrastraron por el patio de la alcazaba. Intentaba avanzar con pasos cortos, pero los guardias le obligaban a ir más deprisa. Pensó que su destino era uno de los agujeros excavados en el patio de la fortaleza, que estaban cubiertos con una reja y recibían el nombre de «olvidaderos».

De repente, alguien lo agarró por el brazo y lo obligó a darse la vuelta. Y Sindbad se encontró cara a cara con el bárbaro que había asesinado al viejo sufí.

Jürgen sonrió burlonamente mientras los turcos lo arrastraban lejos del olvidadero. Lo llevaban en vilo, con la punta de los pies apenas rozando el suelo. El pelirrojo señalaba el camino. Bien, pensó Sindbad, no hay duda de que el bárbaro me va a matar, pero nada puede ser peor que ser enterrado vivo en uno de esos míseros agujeros.

* * *

Llegaron a una casucha de adobe y paja que se hallaba al final de la alcazaba. Junto a la puerta de tablas que cerraba la choza esperaba un hombre viejo y calvo, extremadamente delgado, vestido con una túnica negra sin adornos.

—Capitán Sindbad, supongo —le dijo señalándolo con un dedo—. Tú y yo tenemos asuntos que tratar.

—Gran visir, Yahia Ibn Jalid al-Baramika. Te vi una vez.

—Entonces ya me conoces. —El visir tenía los ojos vidriosos y la piel amarillenta, agrietada de finísimas arrugas que se plegaban alrededor de su boca en una desagradable mueca que pretendía ser una sonrisa—. Pasa, te lo ruego.

El visir abrió la puerta. Desde fuera parecía la garita de un guardia, pero una vez dentro el ácido olor del guano de paloma inundó las narices de Sindbad. Había jaulas de caña para las mensajeras amontonadas contra las paredes, y el suelo estaba cubierto de paja y excrementos de ave. El sol penetraba por entre los numerosos vanos en la cubierta de paja del techo, trazando lanzas luminosas que parecían casi sólidas por la cantidad de polvo suspendido en el aire. En el centro de la estancia había una figura solitaria con las manos en la espalda. Una capucha de arpillera le cubría el rostro. A pesar de eso, la reconoció de inmediato. Era Aisha.

Los dos guardias lo lanzaron contra el suelo. Sindbad forcejeó e intentó levantarse.

—¡Aisha! —gritó.

El bárbaro le cerró la boca de un puntapié. El dolor fue como un estallido de luz frente a sus ojos. Perdió el conocimiento durante un segundo o dos. Cuando abrió los ojos se hallaba boca arriba, mirando el azul del cielo a través de los agujeros en el techo de paja. Dos palomas se acurrucaban sobre uno de los palos que sustentaban la techumbre. Una tercera, que penetró envuelta en luz por uno de los huecos, empezó a disputarles el sitio.

Tenía la boca llena de sangre. Palpó con la lengua las pequeñas astillas de un diente roto, y tuvo que escupirlas antes de lograr articular:

—Aisha, soy yo… No tengas miedo… voy a sacarte de aquí.

—Capitán, no deberías hacer promesas que no puedes cumplir —le aconsejó Ibn Jalid.

—Te lo ruego, no le hagas daño…

—Entonces dime dónde está el talismán de cobre.

—¡Sindbad! —gritó Aisha. Su aliento empujaba la tela pegada a su rostro y la volvía a aspirar dibujándole el hueco de la boca—. ¡No les cuentes nada!

Intentó responderle, pero se atragantó. Tosió, escupió y, al fin, logró decir:

—Suéltala, gran visir. Te juro que ella no tiene el talismán.

El anciano se había situado detrás de Aisha. Tenía las manos apoyadas en los hombros de la mujer, que temblaba bajo su contacto como un cervatillo aterrorizado.

—Ya sabemos que ella no tiene el talismán, capitán —dijo el gran visir—. Y eso es porque te lo entregó a ti. La mujer no tiene por qué sufrir, dinos dónde lo has escondido.

—Yo tampoco lo tengo —murmuró Sindbad.

—Falso —dijo Ibn Jalid—. Sabemos que lo tienes tú, capitán. No lo llevabas cuando te capturamos porque lo escondiste en algún lugar entre la casa de Aisha y el muelle. —La sonrisa de oreja a oreja del anciano parecía a punto de rasgarle la piel.

Para mirarle a los ojos, Sindbad tuvo que alzar la cabeza en una postura tan forzada que sintió una punzada en la espalda.

—Gran visir, te ruego que…

—Basta de súplicas, capitán. Así están las cosas, acéptalo, porque te voy decir lo que va a suceder a continuación… Lo voy a explicar muy claro para que no te quede ninguna duda.

Al decir esto, el visir tiró de la capucha que cubría la cabeza de Aisha y descubrió su rostro pálido por el miedo, sus hermosos ojos hinchados por las lágrimas.

Se sintió desolado al tener que contemplar, impotente, su sufrimiento.

—Capitán —musitó Aisha girando los ojos hacia Sindbad, y la palabra sonó casi como una plegaria—. Por favor, no…

—Confía en mí —dijo él.

—Capitán, ¿te importa si continúo con lo que te estaba diciendo? —dijo Ibn Jalid mientras caminaba alrededor de la silla con el saco de tela en la mano—. La verdad es que tú puedes liberar de inmediato a esta desdichada si así lo deseas.

—Ya no tengo el talismán, gran visir. Los guardias turcos que me capturaron me lo robaron, igual que un pendiente de oro que tenía en gran estima. —Separó los brazos del cuerpo, todo lo que permitieron las cadenas—: Regístrame y comprobarás que digo la verdad.

Ibn Jalid se volvió hacia Jürgen y le ordenó con voz tranquila:

—Barón, puedes empezar cortándole la nariz y las orejas a la mujer.

El bárbaro del pelo rojo desenvainó un largo cuchillo de hoja recta, y como una bestia furiosa se abalanzó hacia ella.

—¡No! —suplicó Sindbad—. ¡Espera!

El gran visir alzó la mano para que Jürgen se detuviera.

—Espero —dijo—, pero mi paciencia se agota. ¿Qué tienes que decirme?

—Es que no lo tengo ahora conmigo. Lo juro por las rojas barbas del Profeta.

—Ya sé que no lo llevas encima. Repito: ocultaste el talismán en algún lugar entre la casa de Aisha y la Puerta de Siria. ¿Dónde?

—Yo… —Sentía la mente tan entumecida como el cuerpo. No sabía qué hacer.

—Ya veo que pretendes seguir mintiéndome. Ella pagará ahora por tus mentiras. Barón Jürgen, empieza, por favor.

Aisha estaba tan aterrorizada que ni siquiera lograba gritar. Sus ojos estaban clavados en la daga que el bárbaro sujetaba frente a su rostro. Sindbad intentó levantarse para saltar contra él, pero uno de los turcos que lo vigilaban lo agarró por el pelo y aplastó su cara contra la paja apestosa que cubría el suelo, obligándole a respirar a través del excremento de paloma. Se debatió, pero con las manos y los pies atados por una cadena, y tan débil que no tenía de dónde sacar fuerzas, no pudo hacer gran cosa. Cuando lo soltaron, logró alzar el rostro para gritar:

—¡Te lo diré! Te diré dónde escondí el talismán…

—Sindbad, no —musitó Aisha con un hilo de voz.

—Tendrás otra oportunidad de ser sincero, capitán —advirtió el gran visir—. Si no me convences, ella perderá la nariz. ¡Habla!

—Cerca de la Puerta de Siria hay una casa que hace esquina, con unos leones tallados en su fachada. Encima del marco de la puerta principal encontrarás el talismán.

—Más vale para los dos que estés diciéndome la verdad.

—Si la dejas libre, juro que te llevaré al lugar y te lo entregaré.

—Me temo que no —dijo el gran visir, rascándose la barbilla lampiña—. Si el talismán está donde dices, Aisha será muy valiosa para mí. No puedo permitirme liberarla.

—¡Este hombre es mío! —gritó Jürgen en latín mientras señalaba a Sindbad—. ¡Tenemos una cuenta pendiente!

—Tampoco puedo permitirlo —dijo Ibn Jalid con calma.

—¿Por qué? —gritó el bárbaro.

Los dos guardias turcos se interpusieron entre él y el gran visir.

—Porque aún puede serme útil, y asesinarlo por una venganza personal sería un derroche estúpido. Primero comprobaremos si lo que nos ha dicho es verdad.

El barón Jürgen apretó los puños malhumorado, pero aceptó la orden del visir.

—Ibn Jalid, si le haces daño a esa mujer, ¡te mataré! —dijo Sindbad desde el suelo—. No importa lo alto que estés, te buscaré y te mataré.

El más grande de los turcos asió la cadena que iba desde los pies de Sindbad a las muñecas y dio un violento tirón que a punto estuvo de descoyuntarle los huesos de los brazos.

—Tienes razón, capitán, estoy demasiado alto para ti. Tu lugar, desde ahora y hasta el final de tus días, va a ser un profundo agujero en el suelo.

Sindbad iba a contestar, pero el turco levantó un pie enfundado en una pesada bota y lo descargó con todas sus fuerzas sobre su frente. Y la oscuridad volvió a abatirse sobre él como una bandada de cuervos negros.

Nunca supo cuánto tiempo permaneció sin sentido, hasta que todo empezó a aclararse.

—Háblame, Sindbad, dime algo —murmuró la voz de una mujer.

¿Había cruzado la orilla y se encontraba en el Paraíso? Levantó un poco la cabeza para averiguarlo. El movimiento le provocó un estallido de dolor que recorrió su cuerpo y una oleada de náuseas. Intentó contenerlas, pues sabía que si vomitaba aún le dolería más. Se pasó la mano por los ojos y parpadeó. El resplandor de las antorchas del exterior teñía de color escarlata los barrotes de una ventana. La mujer que le había hablado estaba arrodillada junto a él.

Tenía la mente tan confusa que le costó reconocerla.

—¿Aisha? —musitó intentando fijar la vista.

—Aquí estoy —dijo ella acercándose más.

—¿Qué ha pasado?

—No te muevas. Estás muy débil, pero te he curado la herida de la frente y la he vendado con trapos limpios. Siento lo que ha pasado.

Sindbad le suplicó que le diera un poco de agua. Ella mojó un trapo y lo acercó a sus labios. Chupó ansioso el líquido, tosió y volvió a sentir otro ramalazo de náuseas. Permaneció inmóvil hasta que remitió, y entonces le preguntó:

—¿Dónde están los demás?

—Han ido a buscar el talismán allí donde dijiste que estaba escondido. ¿Era verdad?

—Sí. No podía arriesgarme a que te lastimasen.

Aisha sacudió la cabeza con un gesto lastimero y cerró los ojos como si rezara.

—Entonces todo está perdido —musitó—. Con el talismán, el gran visir y los bárbaros viajarán al país de los djinns para enfrentarse a mi esposo.

—Lo siento.

—Sé que lo has hecho por mí —dijo ella acariciándole la mejilla.

Aisha se inclinó y lo besó en los labios. No fue el momento ni el beso que a él le hubiera gustado volver a compartir con aquella mujer, pero le hizo sentirse mejor durante un instante.

Oyó que la puerta de la celda se abría, y entró la luz del exterior.

—Ya están aquí —dijo Aisha—. Van a separarnos, Sindbad. Que Alá te guarde.

Los ojos de él se encontraron con los de Aisha. No había espacio para las palabras; tan sólo cruzaron una mirada de dolor y desesperación. En ese momento todo parecía perdido.

Pero Sindbad sujetó la mano de la mujer entre las suyas.

—¡Te encontraré —le prometió—, aunque te arrastren al fin del mundo!


El río Sind