17
Un tropel de criados entraron en la gran sala de audiencias del Palacio de la Eternidad. Iban cargados con paquetes que fueron depositando en el suelo, frente a los extranjeros vestidos con pieles, cueros y cotas de malla cubiertas de grasa. Eran cristianos; sus ropas oscuras y sucias contrastaban con el esplendor multicolor de la corte del califa. Y olían mal; algunos cortesanos habían empapado sus pañuelos con perfume y se los llevaban discretamente a la nariz.
Harún al-Rashid estaba recostado sobre un montón de almohadones de plumas de ganso, impasible, con los brazos extendidos a los lados y la mirada perdida. El rictus de sus labios mostraba la incomodidad y el fastidio que le producía aquella recepción. El califa sentía un profundo desagrado por la ciudad de Bagdad, a la que llamaba «la Sauna», pues deploraba su calor sofocante y las polvaredas procedentes del desierto. Debido a ello había trasladado su residencia a Raqqa, en el Alto Éufrates, dejando el gobierno del califato en las hábiles manos de sus visires, todos miembros de la familia de los Barmacíes. Pero la llegada de la embajada del Carlomagno le había obligado a permanecer en la ciudad durante los meses más calurosos, y eso le desagradaba más que ninguna otra cosa en el mundo.
Un lacayo iba cantando los presentes ofrecidos por el califa a sus invitados cristianos. Pasaba junto a las cajas y las abría para que se pudiera admirar su calidad. Pero iba muy lento, consultaba una y otra vez la tablilla en la que llevaba todo anotado. El gran visir Yahia Ibn Jalid al-Baramika se impacientó y apartó al criado para ocuparse él de anunciar los regalos. Era un hombre pequeño, encorvado, de rostro agrio y ceñudo, vestido con una aparatosa túnica de brocado, acolchada y recamada de oro, de cuyo cuello su cráneo rapado sobresalía como un pájaro asomando de un nido. Iba tocado con un turbante negro, insignia de su rango.
El viejo gran visir estaba convencido de que vivía rodeado de inútiles y holgazanes, y de que sólo podía confiar en él mismo si quería un trabajo bien hecho.
—Ropajes de marta cebellina, de lobos cervales y de armiño —dijo sin tener que consultar ninguna nota. Su memoria era prodigiosa—. Otro ropaje de lobo con raso carmesí, con una guarnición de dos palmos en la que está bordada la historia de los persas. Seis piezas de brocado muy fino, de tres cañas y media la pieza. Dos juegos de ajedrez tallados en marfil y en jade. Una decena de alfombras con urdimbre farsbaf, bordadas con oro, seda y plata. Tapicerías de cueros adobados con fragancias de maderas olorosas. Varios frascos de resina de Zufar. Botones olorosos de fino almizcle. Un reloj hecho por los relojeros del califa que tañe una campanada cada hora. Cuchillos, espadas y dagas guarnecidas de oro, turquesas y rubíes…
Los muros de piedra se elevaban a gran altura, hasta el techo abovedado, soportado por numerosas columnas. El sol de la tarde penetraba entre las celosías de las ventanas proyectando sombras romboidales sobre las interminables cajas de regalos.
—Impresionante —dijo en su lengua bárbara el duque Eginhardo, embajador de Carlomagno, a la vez que se atusaba el bigote—. Pero ¿cómo esperan estos sarracenos que nos llevemos todo esto a nuestro país?
El gran visir hizo una mueca ante la notoria descortesía del extranjero. Hablaba perfectamente el latín, pero apenas entendía unas pocas palabras del dialecto cristiano que había utilizado el embajador. Sin embargo, su comentario le había llegado muy claro. Dio unas palmadas y los criados retiraron un cortinaje, descubriendo una gran puerta con forma de arco que daba a un patio. Por ella entró un elefante pintado de blanco y cubierto de adornos y joyas.
—Me han informado —dijo en latín— que esta bestia puede acarrear todo el peso hasta vuestras tierras sin ningún problema. Ella misma será otro regalo para vuestro rey.
Un murmullo de admiración corrió entre los presentes. Ni siquiera los cristianos pudieron seguir fingiendo indiferencia, pues en Europa no se había vuelto a ver un paquidermo desde los tiempos del cartaginés Aníbal. Cuando acabó la ceremonia, retiraron al elefante de la gran sala, y el aburrido Harún al-Rashid desapareció casi al mismo tiempo.
* * *
Ibn Jalid condujo a la delegación extranjera a un salón más pequeño donde se sirvieron xarab y pastelillos. Los cristianos pidieron vino a voces, pero nadie les hizo el menor caso. Desde una ventana arqueada se podía ver la ribera del río Tigris orlada de juncos y arbustos.
—¿Dónde está el califa? —preguntó bruscamente el embajador, hablando en latín con la boca llena. Era bastante gordo, y la papada le colgaba desde las orejas como una bolsa de grasa que parecía a punto de desprenderse en cualquier momento. El pelo gris, largo y enredado, le caía sobre los hombros manchando de grasa el cuello de piel de marta de su capa. Su barba era tan fina como una línea de carboncillo—. Debo tratar con él personalmente los asuntos que mi señor Carlomagno me ha encomendado.
Ibn Jalid levantó la mano derecha para que el duque Eginhardo pudiera ver el gran anillo con sello Abassí que lucía en su dedo medio, y dijo con su perfecto latín:
—Hace dos años, el califa Harún al-Rashid me entregó este anillo y me dijo: «Mi fiel Yahia Ibn Jalid al-Baramika, te invisto a ti con el dominio sobre todos mis súbditos. Gobiérnalos como te plazca, destituye a quien quieras, ejecuta a quien desees, nombra a quien consideres oportuno, conduce todos los asuntos como mejor te parezca». De modo, duque, que es conmigo con quien tienes que tratar esos asuntos de tu señor Carlomagno.
Sus labios se estiraban en una sonrisa cortés, pero los ojos permanecían tan fríos como cuentas de vidrio negro. Eginhardo captó aquella mirada y cambió de actitud.
—De acuerdo —dijo—. Hablemos. En primer lugar, transmítele al califa el agradecimiento de nuestro señor Carlomagno por su generosidad. Sus regalos serán bien recibidos en el día de su coronación como Emperador de los Romanos.
Ibn Jalid alzó las cejas y dijo con la voz más suave que fue capaz de articular:
—Por favor, ¿puedes repetir? No sé si he oído bien. ¿Has dicho… «emperador»?
Pomposo como un gallo por la mañana, el duque Eginhardo se acercó al gran visir y le habló con un lento y teatral susurro:
—Aún no lo sabe demasiada gente, pero creo que a nuestros queridos aliados de Oriente puedo confiárselo: durante la misa del próximo día del nacimiento de Nuestro Señor Jesucristo, Carlos I el Grande será coronado Imperator Augustus por el papa León III.
Ibn Jalid asintió mientras retrocedía un poco, asqueado por el fuerte olor de sudor revenido del embajador. Después dijo:
—Esa sí que es una noticia inesperada. Pero merece celebrarse como corresponde. Desde Bagdad enviaremos una delegación y más regalos a… ¿Adónde?
—La coronación se celebrará en la basílica de San Pedro y San Pablo, en Roma. Pero no son baratijas lo que el futuro emperador espera del califa. La coronación reabrirá viejas heridas con el Imperio bizantino. Por eso contamos con la ayuda de Bagdad, del mismo modo que nosotros somos vuestros aliados frente a los emires omeyas de Córdoba.
Desde que el emir Abd al-Rahmán se independizó de Bagdad, el califa no había tenido otra obsesión que recuperar aquellos territorios. Pero al-Ándalus se encontraba demasiado lejos, fuera del alcance de su mano. De modo que en Bagdad miraban con buenos ojos que los cristianos hostigaran desde el norte a los emires de Córdoba.
—Esa alianza es ahora más fuerte que nunca —le aseguró Ibn Jalid llevándose la mano al corazón y con una amplia sonrisa dibujándose en sus labios.
—Los tiempos que se avecinan reclaman algo más que palabras —dijo Eginhardo, advirtiendo que Ibn Jalid jamás sonreía con los ojos—. Sabemos que está en tu poder la esposa del hombre que descubrió el país de los djinns. Puesto que participamos en la captura del barco milagroso, también queremos compartir todos sus beneficios.
—¿A qué te refieres exactamente, duque?
—Queremos formar parte de la expedición que preparáis hacia el país de los djinns como embajadores de Carlomagno. Queremos presentarle nuestros respetos al rey de los djinns.
Por encima de mi cadáver, pensó Ibn Jalid. Pero dijo:
—Por supuesto, estoy convencido de que nuestras dos naciones, que ahora son hermanas, pueden beneficiarse juntas de un encuentro tan importante.
Uno de los extranjeros, un enorme pelirrojo con trenzas y largos mostachos, se dirigió al gran visir en latín con un tono poco respetuoso:
—Soy el barón Jürgen de Westfalia, missi dominici de Carlomagno. Ese tal Sindbad que tienes prisionero asesinó a uno de mis hombres. Exijo que me lo entregues de inmediato.
Ibn Jalid respiró hondo y consiguió mantener la calma. En vez de responder directamente al pelirrojo, le dijo a Eginhardo:
—Por favor, dile al barón que el hombre que él mató era un sufí, un hombre sabio, no un guerrero, y que por lo tanto no había necesidad de asesinarlo. Además, ahora sabemos que transportaba el talismán. Por culpa del barón, el sufí se ha llevado su secreto a la tumba.
—Entregadme a ese capitán Sindbad y yo le sacaré la verdad —gruñó Jürgen.
—O lo matarás antes de que pueda decir nada.
—¿Me estás llamando estúpido? —preguntó el barón apretando los dientes. Un extraño fulgor de amenaza brilló en sus ojos. Ibn Jalid comprendió que tenía enfrente a un animal feroz e imprevisible que de un momento a otro podía volverse muy peligroso.
—¡Por favor! —dijo el embajador alzando las manos en gesto conciliador—. No sirve de nada llevar la conversación por esa senda.
Ibn Jalid mantuvo la mirada del pelirrojo y dijo:
—Quizá te lo entreguemos, pero primero lo interrogaremos nosotros. No queremos que sucedan más «accidentes». Somos aliados, como bien dices, pero ahora estáis en nuestro país y debéis ateneros a nuestras costumbres.
—¿Dónde está la mujer de al-Ándalus? —preguntó el embajador.
—Encerrada de nuevo. Esta vez nos hemos asegurado de que tenga un guardián que no la deje escapar.
Jürgen miró al gran visir con una expresión de absoluto desprecio.
—Sois demasiado blandos.
Ibn Jalid asintió con una sonrisa que ocultaba su ira. Estaba asqueado por tener que recurrir a semejantes aliados, pero no le quedaba más remedio. Debía actuar con cautela. Cada vez había menos hombres a su alrededor en los que podía confiar. Sólo se sentía seguro de la desmedida codicia por el oro de aquellos bárbaros. Sabía que la alianza se mantendría mientras creyesen que gracias a él podían conseguirlo en cantidades indecentes. Decidió mantener la calma; ya se presentarían otras oportunidades de castigar la arrogancia de aquel barón.
Cuando dos años antes llegó a Bagdad desde al-Ándalus, Qaïd abd al-Siqlabi ibn Muawiya al-Dajil le había propuesto al califa algo asombroso. Afirmaba conocer el paradero geográfico del país de los djinns de los que hablaba el Sagrado Corán, y le pedía al califa, como comendador de los creyentes, que abasteciese una expedición por mar para dirigirse a aquellas tierras y atraer a los djinns a la Casa del Islam.
—Lo que propones es una locura —había dicho entonces Ibn Jalid—. Aunque de verdad encontrases a los djinns, necesitarías un ejército inmenso para penetrar en sus tierras.
—Llevaré la mínima escolta posible —dijo Qaïd—, porque ningún poder humano nos preservaría de la cólera de esas potencias oscuras cuyos dominios vamos a penetrar. Por ello no es conveniente que nos enemistemos desde el principio con los djinns alardeando de llevar unas armas que resultarían tan amenazadoras como inútiles.
—En ese caso, lo que propones es un suicidio y un derroche de recursos del califa.
—No es tal —afirmó Qaïd con seguridad, mostrándole un pentágono de cobre con unos símbolos extraños grabados en él—. Poseo los antiguos talismanes que Alá entregó a los hombres. Con ellos, podré defenderme de los djinns.
A pesar de los consejos en contra del visir, Harún al-Rashid había aprobado la expedición. Una madrugada, tres baghlahs zarparon hacia lo desconocido con el propio Qaïd al frente. Iba acompañado por un centenar de ulemas, mulás y otros eruditos en la ley coránica. Después de aquello, el califa había delegado su poder en los Barmacíes para retirarse a su agradable palacio situado en la orilla del Éufrates.
Ibn Jalid había aprovechado para llevar adelante sus planes, y preparó un recibimiento adecuado para Qaïd por si regresaba algún día. Comprendió que sólo podía confiar en los miembros de su propia familia y en aquellos bárbaros cuyo único interés era el oro que iban a obtener de esa alianza. Estúpidos ignorantes, pensaba ahora el visir. El oro no era nada comparado con el poder inmenso que poseían los djinns. Aunque se mantenían ocultos y apartados de los humanos, estaba seguro de que existían. Y aquel que lograse dominarlos y esclavizarlos, como había hecho Salomón, se convertiría en el amo absoluto del mundo.
De todo el mundo, tanto del islam como de las tierras dominadas por los infieles.
—Me ocuparé personalmente de la esposa de Qaïd —dijo el visir mirando a los bárbaros—. Ella nos dirá dónde está escondido ese medallón. Os lo aseguro.
Carlomagno