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Yahiz estaba sentado con las piernas cruzadas en el primer patio de la casa de Aquilah, frente a un atril con el Sagrado Corán abierto en la sura LXXII. Tenía los hombros echados hacia delante y una expresión de abatimiento en el rostro.

La muchacha del chador negro le había ofrecido comida, pero él la rechazó y pidió a cambio alimento para su alma. No había servido de nada; era incapaz de concentrarse en la lectura mientras su mente le reprochaba una y otra vez el haber perdido a Sindbad.

—¡Estúpido, cretino, grandísimo estúpido!… —murmuraba para sí. Sentía ganas de abofetearse en ambas mejillas.

En momentos como aquel, dudaba incluso de su propia capacidad y eso le causaba la sensación de que la tierra se abría debajo de sus pies. ¿Qué quedaba de él si perdía también ese asidero? Había nacido en una familia acomodada, pero desde niño todos lo habían considerado un vago y un indolente que perdía el tiempo entre libros en vez de hacer algo útil con su vida.

Además, su feo rostro lo hacía parecer un cretino, por lo que nadie había esperado nunca demasiado de él. Quizá por eso se había aferrado a la ciencia como último recurso para darle sentido a su mundo. Se había esforzado y había conseguido grandes cosas, o al menos así lo consideraba él. Pero situaciones como la que acababa de vivir le dejaban la sensación de que quizá quienes lo menospreciaban no andaban tan errados. En cualquier caso, el capitán sabía que él no era un hombre de acción, sino de espíritu y razonamiento sosegados. No debería haberle puesto en semejante aprieto. Eso también había sido poco considerado por su parte.

Entonces, para su asombro, la muchacha del chador negro regresó acompañada por Radi y Sindbad. Caminaba junto a ellos una bellísima mujer vestida como una gran dama.

—¡Alabado sea Alá! —exclamó Yahiz—. Estaba muy preocupado por ti, capitán.

—Todo está bien, amigo mío, pero debemos apresurarnos. Quiero presentarte a Aisha al-Farida de Córdoba, del lejano reino de al-Ándalus.

El erudito hizo una reverencia y saludó formalmente a la dama.

—Al-Ándalus —murmuró con voz soñadora—. Siempre deseé viajar a aquella tierra.

—Hay que regresar al barco de inmediato —le interrumpió Sindbad—. No perdamos ni un instante más, la tripulación estará preocupada.

Yahiz frunció el ceño y miró al capitán y a la dama sucesivamente. Allí pasaba algo. ¿A qué venía tanta prisa? Se preguntó qué interesantes sucesos se habría perdido en esas horas.

Salieron de la casa de Aquilah y se dirigieron hacia el muelle en el que estaba atracado El Viajero. Aisha iba cubierta con un chador que sólo dejaba ver sus ojos. Las calles estaban vacías como un cementerio y no quedaba ninguna luz encendida en los portales. Evitaron la avenida radial y caminaron por callejuelas tortuosas. Radi iba hablando con Aisha, contándole la desdicha que se había abatido sobre su familia desde que su padre fue reclutado. Ella apenas tenía memoria de él, pero sí recordaba que le pareció un hombre honesto.

Yahiz y el capitán se adelantaron unos pasos. El erudito aprovechó para preguntarle:

—Una mujer muy hermosa. Pero ¿qué tiene ella que ver con el barco de metal?

—Es la esposa de Qaïd abd al-Siqlabi ibn Muawiya al-Dajil. ¿Te dice eso algo?

—¡Qaïd el erudito! Por supuesto, capitán, eso lo explica todo. Qaïd abd al-Siqlabi es el más respetado estudioso de las tradiciones sobre los djinns.

—¿Lo conoces?

—Lo vi en alguna ocasión, hace años. Pero no puedo enorgullecerme de conocerlo.

—¿Es un hombre viejo?

—¿Viejo? No, capitán. Es algo mayor que yo, pero no diría que es viejo.

¿Por qué casarse con una mujer tan bella como Aisha si su intención era no tocarla?, se preguntó Sindbad. Le parecía tan absurdo que dudó que ella le hubiera dicho toda la verdad.

Consideró lo que estaba haciendo, había empeñado su palabra, su barco y a su tripulación en la improbable misión de buscar a ese tal Qaïd abd al-Siqlabi en las lejanas tierras de África. En el país de los djinns, le había dicho Aisha.

¿Es que me he vuelto loco? ¿Cómo le voy a explicar ahora esto a mis hombres?

Si no podían volver a sus casas con sus familias, iban a amotinarse. Y, por otro lado, él también se había ganado un descanso después de una dura temporada. Pero allí estaba, embarcándose en una nueva aventura. ¿Le proporcionaría ese viaje algún beneficio o sólo peligros sin fin? Pensó que aquella mujer le había hechizado de una forma mucho más efectiva que si hubiera realizado un conjuro o le hubiera hecho tomar un bebedizo.

Estar al servicio de una mujer era una lastimosa sensación que no le gustaba. Pero lo único que él tenía entonces en la mente era buscar la oportunidad de volver a estar a solas con ella.

Avanzaban rodeados por una oscuridad casi completa. Las fachadas de las casas se alineaban una junto a otra como una única e interminable muralla.

—Esto no me gusta —murmuró Aisha—. Hay demasiado silencio.

Sindbad les ordenó detenerse y dijo:

—Me voy a adelantar hasta El Viajero. Si todo está bien te haré una señal.

—Capitán, yo voy contigo —dijo Radi.

—De acuerdo. Pero es mejor que los demás os quedéis aquí —aconsejó Sindbad—. Yahiz, la dama y tú estaréis seguros mientras no abandonéis este callejón. Si todo está en calma en el muelle, enviaré a alguien a buscaros.

—Ten mucho cuidado, capitán —dijo Aisha.

Sindbad la miró. ¿Estaba preocupada por él o por el capitán del barco que podía llevarla hasta su esposo? Lo más lógico era lo segundo, claro, pero la voz de aquella hermosa mujer poseía una cualidad íntima y sensual que le hacía sentirse como un héroe legendario.

Hinchó el pecho y le dijo:

—Antes de que te des cuenta, señora, estaremos navegando río abajo. Y luego por el mar hacia la tierra de los djinns. Lo peor ha pasado, pero no está de más ser precavidos.

* * *

Sindbad y el muchacho abandonaron su escondite y recorrieron la calle ancha hasta la Puerta de Siria. No se veía ni un alma, ni siquiera los guardias de la puerta, y eso sí que era extraño. El muelle se hallaba también en silencio. Al fondo podían ver el perfil de su dhow recortándose contra la bruma del río. Parecía vacío.

—Aquí pasa algo raro, capitán —dijo Radi.

—Me temo que tienes razón, muchacho.

Sindbad retrocedió varios pasos, sacó de su fajín el talismán y lo colocó sobre el quicio de una puerta. Luego cruzaron el muelle y caminaron hacia el barco. De pronto, notó que tenía la boca seca. Todo estaba tranquilo; demasiado tranquilo, como si no hubiera nadie a bordo. Cuando estaba a punto de poner un pie en la pasarela, se detuvo.

—Hay gente escondida en cubierta —dijo dando un paso atrás.

Radi no tuvo tiempo de decir nada. De repente, todo se precipitó. Una decena de guardias turcos del califa aparecieron por encima de la borda, con arcos tensados en sus manos, preparados para lanzar una andanada de flechas contra ellos.

Sindbad y el chico se dieron media vuelta e intentaron huir hacia la ciudad, pero más soldados se materializaron en lo alto de la muralla y les apuntaron también. Estaban rodeados y no tenían escapatoria. Si intentaban correr hacia el río, su única posibilidad, los dejarían agujereados como dos cedazos antes de que lograsen dar un par de pasos.

Un oficial de la guardia del califa, un mameluco muy alto que lucía una brillante armadura de placas y estaba tocado con un turbante azul, apareció en la cubierta del dhow.

—¡Ríndete y vivirás para ver un nuevo día, capitán! —dijo.

—¿Dónde está mi tripulación?

—No estás en posición de hacer preguntas.

Detrás del oficial, los soldados tensaron sus arcos.

—¿Qué hacemos, capitán? —musitó Radi.

—Nos hemos quedado sin opciones, muchacho —contestó Sindbad.

Sacó muy despacio su espada y la dejó caer en el suelo. Al menos, esperaba que Aisha y Yahiz hubieran tenido tiempo de ponerse a salvo.

—Has hecho lo correcto, capitán —dijo el mameluco con voz amable—. Te prometo que tus hombres están bien. Te llevaré con ellos…

Cuando el oficial dio un paso más, la luz de la luna le iluminó el rostro. Su barba era rubia y tenía los ojos azules, de un tono tan oscuro como el acero bruñido. Sindbad se quedó petrificado por la sorpresa. El oficial se detuvo, extrañado por la expresión del marino, tan intensa que el instinto le hizo llevar de inmediato la mano a la empuñadura de su espada.

—¡Tú! —exclamó Sindbad.

—¿Es que me conoces? —preguntó el mameluco.

Sindbad no tuvo tiempo de responder. Alguien se acercó por detrás y le golpeó en la cabeza con el pomo de una espada.


Los mutazilíes