14
Sindbad rodó por el suelo e intentó ponerse rápidamente en pie para enfrentarse a su desconocido enemigo. Pero sus ojos se toparon entonces con unos bellísimos pies desnudos cuyos tobillos estaban adornados con ajorcas de oro y perlas. Alzó un poco más la vista y vio a una hermosa mujer plantada ante él, en el centro de la habitación.
—¿Qué buscas en mi casa?
Su voz tenía un acento desconocido para él, pero era tan fascinante como su presencia, que irradiaba un halo de misterio. Su piel tenía el tono exacto de la canela y los pómulos estaban exquisitamente marcados en su rostro ovalado. Vestía un caftán de raso reforzado con alamares y perlas que realzaban la majestad y arrogancia de su pose. Su cabellera era negra, larga y lisa, apenas cubierta por un pañuelo de muselina sujeto con agujas de oro. Los ojos, grandes, hermosos, de mirada profunda, eran de un color entre castaño y negro.
—Yo… señora… —musitó Sindbad, sin salir de su asombro.
—No te atrevas a intentar nada —le interrumpió ella—. Mi fiel Mesut podría quebrarte el cuello como si fuera una ramita seca. Estás avisado.
Sindbad giró la cabeza y vio a un hombre de abultada barriga y cráneo rapado, con los brazos en jarras y los ojos clavados en él. De su cuello colgaba una cajita de marfil sujeta alrededor del mismo con cintas rojas. Comprendió que el tal Mesut era un eunuco y que en esa cajita guardaba sus testículos momificados para así poder entrar entero en el Paraíso.
Volvió a concentrarse en la presencia mucho más agradable de la dama.
—Quiero disculparme, señora, por haber irrumpido así en tu vivienda —empezó el marino mientras se ponía en pie lentamente.
—Quédate donde estás —le advirtió ella.
—No tengo excusa, pero lo consideré necesario porque tenía que entregarte…
Se llevó la mano a la faja como si fuera a sacar una daga. La mujer volvió los ojos hacia Mesut y le hizo una seña. El eunuco agarró por la espalda a Sindbad y le puso la hoja de un cuchillo en la garganta, de tal forma que no podría mover ni un dedo sin que lo degollara. Ella alargó una mano, cogió el objeto de su cinturón y se lo arrebató.
Era el pentágono de cobre grabado con símbolos extraños.
El bello semblante de la mujer adquirió de repente una expresión muy seria.
—¿De dónde has sacado esto? —preguntó—. No me mientas.
—No tengo intención de mentirte. —Sindbad estiró el cuello para alejarlo de la hoja—. Un anciano sufí me lo confió. Alabado sea Alá en todas las circunstancias. Estaba herido de muerte y me pidió que lo pusiera a salvo de sus asesinos y que se lo entregase a «una dama de Bagdad». «Sigue la luz para llegar a ella», me dijo.
—¿Estuviste en el barco que lo trajo aquí? —La mujer lo miró con interés.
—Sí —dijo Sindbad—. Un extraño barco de metal que podía navegar sin velas ni remos, y lo que vi en su interior me produjo tal asombro que perseguí su estela hasta Bagdad.
—¿Y qué fue lo que viste? —preguntó ella muy lentamente.
Sindbad tragó saliva. El filo de acero seguía apoyado en su gaznate.
—Un djinn.
—¿Un djinn?
—Sé que no me crees, señora. No tienes por qué creerme. Yo mismo no lo creería si no lo hubiera visto. Pero puedo demostrarte que soy un hombre recto. Soy capitán de un dhow atracado en el puerto de Siria, mi tripulación te dará fe de mí.
La mujer le hizo una señal a Mesut y este apartó el cuchillo.
—Dime, en ese barco de metal del que me hablas, ¿viste a mi esposo?
—No sé quién es tu esposo, señora.
—Qaïd abd al-Siqlabi ibn Muawiya al-Dajil, servidor de la Sagrada Casa de Alá, y embajador del califa ante el emir al-Hakam I de al-Ándalus.
Al-Ándalus. La palabra despertó de inmediato ecos de aquella remota región a la que Sindbad siempre había deseado viajar. Le parecía estar paladeando su exotismo y percibiendo los fantásticos y disipados perfumes que evocaba el nombre de aquel lejano Reino del Ocaso.
—¿Acaso tú eres de allí, señora?
—Soy Aisha al-Farida, de Córdoba.
Sindbad asintió. Se decía que las mujeres andalusíes eran diferentes de cualquier otra mujer del islam. En Sevilla había mujeres con la condición de jurisconsultos, y otras mujeres en Córdoba ejercían el oficio de la notaría. Famosos eran los casos de mujeres que lograron repudiar a la segunda esposa de su marido, simplemente porque habían previsto en su propio contrato matrimonial conservar dicha facultad. Ciertamente, las andalusíes eran mujeres sorprendentes. Y en ese momento él podía comprobar que su fama era cierta.
—Qaïd es un hombre alto, de porte elegante, con la barba entrecana.
Sindbad rememoró el aspecto de los tres cadáveres que había visto en el pasillo de la nave de metal, y dijo:
—No vi a nadie con esas características. ¿Dónde se supone que está tu esposo?
—Lejos. Muy lejos. Hace dos años que no sabía de él. Me pidió que encendiera una luz en esa ventana cada noche, y así lo he hecho. Prometió que la persona que acudiera un día a su llamada me llevaría ante él. Pero tú no eres esa persona.
—Lamento decepcionarte, señora, pero no. El anciano sufí me dio ese talismán junto con el encargo de que te lo trajese —dijo Sindbad, señalando el pentágono de cobre que Aisha le había arrebatado—. No sé más.
—Tu acento me dice que también eres extranjero.
—Nací en la India, pero mi barco y mi tripulación son de Basora. Mi nombre es Sindbad, el capitán Sindbad, seguro que habrás oído hablar mucho de mí… —Sonrió—. Sí, soy yo, y te aseguro que muy poco de lo que cuentan sobre mis aventuras es exagerado…
—Nunca había oído hablar de ti, capitán Sindbad.
—¿No? —preguntó él intentando disimular su decepción.
Aisha negó con un gesto pensativo y luego bajó los ojos hacia el pentágono metálico. De repente pareció tomar una decisión, alzó de nuevo la vista hacia él y dijo:
—Capitán, sígueme, quiero mostrarte algo.
Fue detrás de ella y atravesaron una abertura cuadrada y sin puerta que daba a un pasillo muy estrecho. Sindbad se volvió para ver si el eunuco los seguía, pero se había quedado vigilando junto a la ventana. El suelo estaba cubierto por una magnífica alfombra. Los pies descalzos de Aisha no hacían ningún ruido al caminar sobre ella, pero el raso de su falda rozaba contra las paredes con un suave rumor. La siguió fascinado y obediente, como un pagano ante la imagen de una diosa. Su perfume le embriagaba como el humo de hashish. Se sentía sin aliento al estar tan cerca de la mujer más hermosa que había visto en toda su vida. Le asaltaron locos deseos de cogerla del brazo, besarla, y luego escapar juntos en su barco, lo más lejos posible.
Tal vez lo hubiera hecho de ser diez años más joven.
Aisha sacó un manojo de llaves y abrió una pesada puerta de madera. Entraron en una habitación que era una curiosa mezcla de sobriedad y lujo. Las paredes eran de escayola y el suelo estaba cubierto de mosaicos sencillos. Olía a papel y a pergamino. La estancia no tenía ventanas; toda la luz provenía del techo, de una lucerna adornada con vidrios de colores que proyectaban reflejos de arco iris sobre el suelo. Varios almohadones de exquisita seda estaban dispuestos junto a un banco de cedro aromático de modo que se pudiera apoyar el brazo mientras se escribía. La pared del fondo estaba ocupada por una librería repleta de documentos, apilados hasta ocupar todo el espacio disponible.
Sindbad reconoció también diversos instrumentos científicos; un astrolabio, un reloj de sol poliédrico, un calendario lunar y de mareas, varias esferas armilares y un globo de cobre rodeado por un anillo de azófar forrado de cartón con los signos del zodiaco pintados.
De las otras paredes colgaba una gran variedad de mapas; algunos representaban territorios de los que Sindbad nunca había oído hablar. Recordó lo que le había contado Radi: que su padre había trabajado para un erudito miembro de una casa noble.
—Este es el despacho de mi esposo. Aquí pasaba sus horas de estudio.
La mujer cerró la puerta tras de sí y le dio dos vueltas a la llave.
* * *
Sindbad se alegró de que el eunuco se quedase al otro lado, pero se preguntaba qué guardaría ella en aquella habitación.
A un lado de la sala había una mesita redonda de madera de acacia, con los pies tallados como las garras de un león. El centro del tablero contenía una delgada lámina de oro incrustada, con su superficie cubierta por un intrincado damasquinado. Sindbad quedó admirado por la habilidad del artesano que había labrado su superficie. Recorrió los delicados relieves con la yema de los dedos. Con finísimos hilos de oro había dibujado una maraña de formas y motivos de gran complejidad que se cruzaban una y otra vez, capa sobre capa.
La delgada tabla de oro labrado tenía un hueco con forma de pentágono justo en el centro, como si alguien hubiera cortado con una cuchilla una parte de ella.
—Esta mesa ha pertenecido a la familia de mi padre durante generaciones —le explicó Aisha—. Mi esposo descubrió que esos dibujos ocultaban una clave, que decidió descifrar. La estuvo estudiando durante años y encontró referencias a ella en textos muy antiguos provenientes de todas las partes del mundo, desde la India hasta la lejana China. Cuando terminó su embajada y vinimos a instalarnos en Bagdad, formó parte de nuestro equipaje. —La mujer colocó el talismán de cobre en la muesca del centro. Encajaba perfectamente—. Siempre he tenido esta mesa a la vista. Dicen que es la mejor forma de esconder algo. Los hombres del gran visir Ibn Jalid han registrado la casa en muchas ocasiones, buscándola, pero nunca la han relacionado con lo que tanto codiciaban. En una ocasión, incluso tomé sobre ella una infusión de especias con un miembro de la familia de los Barmacíes.
—Eres muy valiente, señora —admitió Sindbad—. Pero dime el motivo de que esta mesa sea tan valiosa que hasta el gran visir de Bagdad la desea.
Aisha avanzó un paso hacia él y su rostro quedó casi pegado al del marino.
—Capitán, te contaré todo lo que sé —musitó—. Necesito confiar en alguien.
Colocó sus manos sobre las mejillas de Sindbad y se inclinó hacia delante. La primera reacción de él fue retroceder un poco, pues no imaginó lo que la mujer pretendía hacer. En su experiencia, era inconcebible que una dama tomase la iniciativa de esa forma. Jamás había oído nada semejante. Pero ella se acercó aún más, hasta que sus labios se rozaron, apenas un roce que puso todo el cuerpo del hombre en tensión, como las cuerdas de un laúd a punto de romperse.
Pero ella no se apartaba y él se dejó llevar por el deseo que había estado conteniendo. La estrechó con fuerza entre sus brazos y aspiró profundamente el sedoso aroma de su piel. Notó cómo su corazón se aceleraba mientras la besaba en el cuello. Recorrió su cuerpo con las manos, con movimientos apasionados, intentando dejar de pensar y de buscarle explicaciones a lo que estaba pasando. Dejó que sus sentidos tomaran el mando.
Ella no rehuyó el contacto. Al contrario, se apretó aún más contra el marino y lo besó en la boca. Un beso hambriento, largo y cálido, empapado de una profunda carnosidad, que hizo que a él se le erizase toda la piel. A través del tejido de su camisa, sintió la presión caliente de los senos de la mujer contra su pecho. Se arrodillaron en el suelo, frente a frente, y empezaron a quitarse la ropa. Él la miraba a los ojos con una expresión de asombro e incredulidad.
Entonces ella desnudó sus pechos. Tenían una forma deliciosa, una curva de suave tersura, la piel un poco más pálida que la del resto de su cuerpo, los pezones oscuros.
¿Está pasando esto de verdad?, se preguntó Sindbad.
Su voz tenía un acento desconocido para él, pero era tan fascinante como su presencia.