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El anillo exterior de murallas de Bagdad estaba protegido por un sólido terraplén hecho de ladrillos y cal. Sindbad cruzó el puente tendido sobre el foso en compañía de Radi y Yahiz, a los que había pedido que le acompañasen. Los tres entraron en la ciudad por la Puerta de Siria, que era la que estaba situada más al noroeste.

Las cuatro puertas se llamaban Kufa, Basora, Khorasán y Siria, como los nombres de los caminos que partían hacia esos lugares. Cada una de ellas tenía hojas dobles de hierro, tan pesadas que hacían falta varios hombres para abrirlas y cerrarlas. Después de cada puerta, ocupando el espacio entre la primera y la segunda muralla, era necesario atravesar el patio de las alcazabas donde vivía la dotación de guardias que custodiaban día y noche las entradas a Bagdad. A continuación se entraba en la ciudad propiamente dicha por una amplia avenida radial, acotada por bulliciosos bazares cubiertos con bóvedas de lonas pintadas de azul y blanco.

El aire vibraba al son de los tambores, las cítaras y las flautas. Los comediantes y los saltimbanquis animaban a la multitud que fluía alegre, entre los puestos de comida y las tiendas en las que se podía adquirir cualquier mercancía imaginable. Comerciantes sirios, árabes, hindúes, malayos y chinos se daban cita en la ciudad. Las cortesanas, con vistosas flores de alheña pintadas en las mejillas, competían con los faquires y los predicadores por atraer la atención del público. Desde lo alto de los minaretes, los muecines se contagiaban de la excitación general y llamaban a la oración con un arrebato incesante.

—Bien, Yahiz —dijo Sindbad mientras caminaban junto a las filas de tiendas—. Me dijiste que tenías una idea de cómo encontrar a esa dama de la que me habló el sufí.

—Tras estudiar el libro del muchacho —el erudito hizo un gesto hacia Radi, que iba a su lado—, he llegado a la conclusión de que su padre realizó ciertos trabajos para algún distinguido ciudadano de Bagdad. Creo que el libro proviene de esa casa noble, y que el artesano dibujó un plano de calles para encontrarla en caso de que tuviera que ir a visitarlo.

—Es verdad —asintió Radi—. Fue hace más de dos años, pero recuerdo que mi padre viajó a Bagdad para recoger un encargo. A su regreso, nos habló de una gran casa y de un erudito que vivía en ella con su bella mujer extranjera. Al parecer era un trabajo importante al que dedicó muchos meses encerrado en su taller, pero ya no nos contó nada más.

—Su bella mujer extranjera —repitió Sindbad—. ¿Crees que puede tratarse de la «dama de Bagdad» de la que me habló el sufí?

—Quizá, capitán, quizá —dijo Yahiz—. En cualquier caso, es un buen punto por el que podemos empezar a buscar a esa tal dama misteriosa.

—¿Qué necesitas para encontrar esa casa?

—Un lugar situado a una buena altura sobre la ciudad.

—Te lo conseguiré.

* * *

Sindbad condujo a sus amigos por una calle que discurría paralela a la muralla. Sus pensamientos iban y venían por la cabeza como pájaros asustados. A pesar de su aparente seguridad, empezaba a temer que todo aquello no le llevaba a ninguna parte y que había arrastrado a sus hombres lejos de sus familias para nada. Pero no podía mostrar ni la sombra de una duda. En eso se basaba la autoridad del capitán de un barco, en no dudar nunca. Y si además llevaba razón, es que era un buen capitán.

Llegaron a una gran casa que se apoyaba contra el muro, no mostraba nada especial ni ostentoso en su fachada. Una figura envuelta en un chador de seda negra les abrió la puerta. El velo le cubría el rostro, la nariz y la boca, de modo que el único detalle que revelaba su condición femenina eran sus grandes ojos negros y el aroma del perfume de jazmín. Les condujo en silencio hacia el interior y al cruzar un gran patio abierto todo cambió.

Entraron en una gran habitación, y las luces y los colores se volvieron suntuosos de repente. Radi sintió que se le aceleraba el corazón. Nunca había visto tal exuberancia de tejidos y aromas, y no tuvo más remedio que admirarse ante la variedad y brillantez de los atuendos de las bellísimas mujeres que se exponían sin recato ante sus jóvenes ojos, vestidas de sedas, terciopelos, rasos y brocados. Algunas estaban casi desnudas, ataviadas sólo con piedras preciosas y plumas que relucían sobre la piel de color ébano, alabastro o canela.

Al fondo de la sala, el rostro oscuro de un eunuco reflejaba la luz de las lámparas de aceite. Apartó una cortina y por ella entró una mujer muy alta, vestida con un caftán de raso de color verde bordado de oro. Era una dama de larga cabellera rubia recogida a su espalda con una trenza. Sólo unas finas arrugas alrededor de los ojos azules delataban su verdadera edad.

—Bienvenido, capitán —dijo—. Es un placer recibirte de nuevo en mi casa.

—Ella es Aquilah —explicó Sindbad tras saludarla—. Fue la esclava favorita del anterior califa, que poco antes de morir le regaló la libertad y una pequeña fortuna. Ahora es dueña de esta casa y de varias similares en el centro de Bagdad.

—Y tú eres uno de mis mejores clientes —dijo ella con una sonrisa—. Mi casa está a tu servicio y al de tus amigos.

—Gracias, Aquilah. Necesito esa habitación discreta, junto a la muralla.

—Entiendo —asintió—. Acompañadme, por favor.

Caminando detrás de la mujer, cruzaron otro patio abierto al cielo raso, cercado por deslumbrantes fachadas encaladas y solado con cantos de río, con fuentes de agua cantarina y abundante vegetación. Desde allí se podía ver la muralla interior de ladrillo rojo, que se elevaba a gran altura sobre la casa de Aquilah. El olor del sándalo y el jazmín lo inundaba todo.

Una veintena de pequeñas habitaciones individuales comunicaban con aquel patio. La mayoría preservaban su intimidad con gruesas cortinas de lienzo. De algunas llegaba la música de una tañedora de kuitra, una especie de laúd de sonido gangoso y seco. Junto a la puerta de cada una había una pileta de mármol con agua para hacer abluciones rituales. A eso se dedicaba la casa de Aquilah. En ella, los hombres ricos de Bagdad se podían reunir en un ambiente agradable para hacer sus negocios. Y también, si así lo deseaban, podían contraer matrimonios de tiempo limitado. La fórmula era una especie de contrato de boda abreviado. El precio del servicio era la dote simbólica que aseguraba la rectitud de la dama durante el tiempo del matrimonio, que podía durar apenas una hora, el tiempo justo para la consumación.

Aquilah los llevó por un pasillo muy estrecho hasta una habitación cerrada por una puerta de madera. Su interior era un cubo sin ventanas, con sólo una estera de paja colgada de la pared del fondo. Ella se quedó en el umbral mientras sus invitados pasaban.

Yahiz miró atónito el cuarto vacío, intentando entender por qué estaban allí.

—Gracias, Aquilah —dijo Sindbad—. Aprecio tu hospitalidad. Ahora debes dejarnos.

La mujer cerró la puerta y se oyó el sonido del pestillo.

—Parece que eres un personaje privilegiado en esta casa —comentó Yahiz, no sin ironía.

—Me paso la vida en el mar, ¿crees que tengo tiempo para cortejar a una mujer? Pero dejemos eso, ahora debemos apresurarnos. Venid detrás de mí.

Se acercó a la pared opuesta a la puerta y apartó la estera, descubriendo un pasadizo oculto que continuaba con una estrecha escalera de caracol.

—Creo que nos debes una explicación, capitán —dijo Yahiz—. ¿Qué es esto?

—Aquilah utiliza esta escalera para facilitar la salida discreta de algunos clientes. Por debajo desemboca en un pasadizo que lleva a otro edificio. Pero por arriba…

Treparon por los húmedos escalones de piedra. Sindbad llegó al final y empujó una trampilla sobre su cabeza. Salió por ella y sus dos compañeros lo siguieron. Con medio cuerpo aún dentro del hueco, Yahiz lanzó una mirada a su alrededor. Estaban en el antepecho de la gran muralla interior. Era como una amplia calzada de ladrillo que recorría todo el perímetro con una anchura que permitía a varios hombres recorrerla a caballo. Las torres de vigilancia se elevaban a lo lejos a gran altura, silueteadas de rojo por el sol poniente y arrojando largas sombras.

Sindbad corrió hasta las almenas y les hizo una señal para que fueran con él.

—¿No crees que podrían vernos desde las torres, capitán? —preguntó Radi.

—La muralla es demasiado grande para tenerla toda vigilada en tiempo de paz. No te preocupes por eso: las sombras son nuestras aliadas. Ahora, mirad los dos hacia fuera.

Yahiz apenas asomó la nariz por encima del muro y lanzó una exclamación de sorpresa:

—¡Es el barco del djinn! ¡Lo has encontrado, capitán!

A no mucha distancia, remontando la corriente del Tigris, había una curva con un remanso. Sindbad la conocía bien; algunos pescadores solían ir allí para ahorrarse el arancel del puerto. La nave de metal estaba atracada en ese meandro, tal y como había adivinado.

Radi se asomó también y entornó los ojos con odio.

—En ese barco está el hombre que asesinó a mi hermano —dijo entre dientes.

Sindbad lo obligó a volverse y a mirarle.

—Sí, pero si te he traído conmigo es porque a partir de ahora vas a hacer las cosas a mi modo. Solucionaremos este asunto juntos. ¿Está claro?

—Sí, capitán —dijo el muchacho bajando los ojos—. Será como tú dices.

—Muy bien, lo primero es encontrar la casa de esa mujer.


La mujer en el Islam