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La campana de relevo de guardia repicó bajo el tendal de popa. Habían pasado un día y otra noche remontando el río, así que Bagdad no podía estar ya muy lejos. Sindbad salió de su camarote, se lavó la cara en un barreño de agua y trepó a la cofa donde Radi montaba guardia.

—Ya está a la vista, capitán —dijo el muchacho señalando hacia la proa.

Bagdad, la suntuosa, brillaba entre las ondulaciones ocres de la tierra. Varios anillos concéntricos que encerraban un gran montículo verde, un jardín salpicado de palacios que parecían astillas de plata y mármol. Sindbad nunca se cansaría de admirar su belleza.

La Ciudad Circular era una idea tradicional de los arquitectos sasánidas, que seguían consideraciones cosmológicas que se remontaban a los asirios. Se ubicaba en las planicies fértiles del Tigris, y su diámetro externo era de casi tres kilómetros. Tres murallas concéntricas protegían la ciudad. La primera tenía una altura de treinta metros y estaba guardada por ciento doce torres. La segunda alcanzaba los cuarenta metros. Entre una y otra se abría un ancho glacis, mientras que entre la segunda y la tercera se encontraba el anillo de barrios de la ciudad, distribuidos en cuarenta y cinco cuadrantes separados por cuatro avenidas radiales que partían de las cuatro puertas de entrada.

Dentro de la tercera muralla había un inmenso parque circular de mil quinientos metros de diámetro donde se situaban los palacios, los edificios del gobierno y los templos. El Palacio de la Puerta de Oro, la residencia del califa y de su familia, ocupaba su corazón, flanqueado por la Gran Mezquita. Una gran cúpula de color verde, revestida de ladrillos esmaltados, dominaba el complejo, alzándose por encima de los demás edificios y palacios. Los brillantes destellos de su pulida superficie eran lo primero que el viajero distinguía al acercarse a Bagdad.

* * *

La nave de Sindbad pasó por delante de varios muelles y fue a atracar en el que estaba situado más al norte de la ciudad, después de completar la curva que el Tigris dibujaba alrededor de Bagdad. Hasta ese momento no habían visto ni rastro de la nave del djinn.

Sindbad empezaba a sentirse preocupado. Había remontado el río calculando que su destino era Bagdad. Pero el barco metálico no estaba allí. Su tripulación lo miraba con el ceño fruncido, de modo que continuar el viaje río arriba no parecía una buena opción.

Aquel último puerto de la ciudad disponía de dos muelles. Uno empedrado, con una torre cuadrada de defensa en su extremo exterior. El otro estaba construido sobre pilones de madera y daba servicio a las pequeñas embarcaciones que transportaban mercancías y personas hasta los grandes barcos fondeados en el centro del río. Entre ambos muelles se abría una playa de arena fina, donde algunos hombres y mujeres limpiaban pescado o reparaban redes de pesca.

Los muelles formaban un tapiz policromo y palpitante, tan abigarrado que aturdía los sentidos. Una decena de dhows estaban alineados con las velas recogidas. En el cielo volaban las gaviotas que habían seguido a las naves desde el mar. Lanzaban gritos y caían como piedras alrededor de los barcos para coger los desperdicios arrojados por las bordas.

Amarraron en el muelle de piedra. Desde allí partía una calle adoquinada que llevaba a la muralla exterior de Bagdad. Estaba cuajada de cabezas que se asomaban unas sobre otras, una multitud que acudía a curiosear las mercancías que llegaban al puerto. El lugar era un delirio de voces, ruidos, olores y colores flotando sobre la arena. Olía a pescado, a cebollas y coles, a sudor humano y de bestias, a sándalo, cúrcuma y un centenar más de especias diferentes. También a perfumes de ámbar y almáciga. Los artículos eran amontonados en pilas conforme se descargaban de los barcos. Por todas partes los pescadores pregonaban su producto en árabe y en persa. Unos mercaderes pesaban dátiles mientras otros ofrecían cestas de peces del río.

—Con todo el respeto, capitán —dijo Habib Qudama, que era a la vez el carpintero y el cocinero de El Viajero—, ¿qué hacemos aquí? Yo tengo familia en Basora. Estarán esperando que me reúna con ellos después de tantos meses en el mar.

—Tranquilo, hermano, seguro que nuestro capitán tiene una buena razón para todo esto —dijo Gafar dándole a su voz un tono de seguridad que sus ojos parecían contradecir.

Sindbad puso una mano sobre el hombro de Habib y le dijo:

—Hermanos, os pido a todos más paciencia. Ya sé que esperabais descansar en Basora y reuniros con vuestras familias, pero lo que hemos seguido hasta aquí es muy valioso. Os garantizo que hará que todo este esfuerzo valga la pena.


Bagdad, la ciudad circular