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La superficie del río Tigris relucía como una larga cimitarra que se curvase suavemente hacia el horizonte. Las orillas se fundían con la oscuridad y sólo se adivinaba la silueta de la vegetación recortando las estrellas. La luna dominaba un cielo de color violeta oscuro, que ahora estaba limpio de nubes. Su reflejo y el de las estrellas, en la plácida superficie del río, creaban la extraordinaria ilusión de que navegaban en silencio por el cielo.

El Viajero era una nave algo mayor y con mejor aparejo que el dhow árabe común de un palo y proa baja. Podía navegar por el océano y luego remontar el curso de un río. Ahora llevaba una buena velocidad. Una brisa franca que soplaba del través hinchaba las velas y hacía vibrar los cordajes y las jarcias. A pesar de ello, la nave de metal era demasiado rápida y pronto se había perdido en la distancia.

No tiene importancia, pensó Sindbad. Un barco tan impresionante remontando el Tigris sólo podía tener un destino: los muelles de Bagdad.

Los tripulantes cumplían con su trabajo, pero no estaban muy contentos con él. Podía entenderlo. A su llegada a Basora, después de tantos meses de viaje, esperaban disfrutar de algunos días con sus familias antes de reanudar el viaje hasta Bagdad.

Gafar era quien más molesto parecía.

—Había iniciado tratos, capitán —le dijo—, y los comerciantes me habían dejado dinero a cuenta. Ahora pensarán que les hemos robado.

—A la vuelta lo devolveremos todo y abonaremos los intereses de rigor.

—¡Pero hasta entonces nuestra honestidad quedará en entredicho!

Sindbad apoyó las manos en los hombros de Gafar.

—Amigo mío, te prometo que lo que estamos siguiendo vale la pena. Sabes que en otras ocasiones me he dejado llevar por mi instinto y que los resultados siempre han sido provechosos para todos. Por favor, confía ahora en mí y transmítele esa confianza a la tripulación.

Gafar se alejó no muy convencido y dejó a Sindbad solo en la proa, mirando ensimismado hacia un punto situado frente a ellos, allí donde el barco de metal había desaparecido en la oscuridad.

Sabía que esa noche no conseguiría dormir. Ni siquiera iba a intentarlo; tenía demasiadas preguntas y emociones revoloteando en la cabeza.

Alzó la vista y vio a Radi encaramado a una jarcia. El muchacho aprendía rápido y ya se estaba convirtiendo en un miembro útil de su tripulación. Sin embargo, Sindbad no olvidaba que su principal motivación para seguirle en aquella aventura era su deseo de vengarse del extranjero pelirrojo. Él, que había cruzado su espada con aquel hombre, sabía que Radi tuvo mucha suerte de salir con vida de su encuentro. El muchacho tenía motivos sobrados para buscar venganza, pero a la vez le preocupaba que esto se convirtiese en un problema más en aquel viaje.

Un confuso Yahiz salió de su camarote y se acercó a él. Las huellas de almohada en su mejilla izquierda revelaban que había estado durmiendo hasta un instante antes.

—Capitán —dijo—, ¡nos estamos moviendo!

—¡Por las rojas barbas del Profeta, por fin te has dado cuenta! —exclamó Sindbad—. Tienes el sueño pesado, erudito. Si no te despertaron la fiesta de anoche ni las maniobras para salir del puerto, no lo lograría ni un terremoto.

—Pero, pero… —Parecía que a Yahiz se le amontonaban las palabras y era incapaz de decir nada—. Esto no es posible, capitán. Yo tenía que desembarcar por la mañana. A primera hora tengo prevista una reunión con el círculo mutazilí de Basora para exponer las conclusiones de mi viaje. ¡No puedo llegar tarde a esa reunión!

—Puedes incluso no llegar en ningún momento. Porque lo que no puede hacer un hombre es saltar fuera de su sombra.

—¡Pero esto es inadmisible!

—Créeme, estamos navegando por el Tigris rumbo a Bagdad. Basora y tu círculo mutazilí ya han quedado a varias horas a nuestra espalda.

Los ojos de camaleón de Yahiz se esforzaron en concentrarse en Sindbad.

—¿Por qué no se me informó de esto, capitán? Nuestro acuerdo terminaba en el instante en el que regresáramos a Basora. No tienes derecho a retenerme en tu nave. ¿Por qué no fui despertado y se me dio la oportunidad de desembarcar con mi equipaje?

—No hubo tiempo —dijo Sindbad. La verdad era que, entre el ajetreo y las prisas por no perder el rastro de la Nave Mágica, se había olvidado por completo de su pasajero.

La ira hizo que el flaco rostro de Yahiz enrojeciese.

—Esto es… ¡inadmisible! —repitió.

Sindbad, que nunca lo había visto tan enfadado, aprovechó ese momento para decir:

—Estuve en el interior del barco de metal, como te dije que haría.

Yahiz parpadeó desconcertado.

—¿Qué?

—Estuve en el interior de esa nave extraña —repitió Sindbad más lentamente—. Quería ver la máquina de vapor de la que me hablaste. Así que me introduje en las entrañas de esa nave para comprobar si tu teoría era cierta…

—¿Y la viste? —le interrumpió Yahiz, olvidando al instante su enfado—. Dime, capitán, ¿viste la máquina de vapor?

—No la vi porque no había tal. En lugar de un artefacto mecánico me encontré, en cambio, con una criatura extraordinaria, un ser que debe de tener un origen mágico… —Y Sindbad añadió con satisfacción—: Por lo tanto, estabas en un error, Yahiz.

—Cuéntame lo que viste, capitán, por favor —le rogó el mutazilí.

Sindbad lo hizo con todo lujo de detalles, y le describió el cuarto de paredes de metal rojizo, los braseros caldeando el aire y la asombrosa criatura de tres metros de altura que estaba prisionera en el corazón de la nave.

—Un anciano sufí me entregó esto —explicó, mostrando el talismán pentagonal—, y me dijo que debía llevárselo a una dama de Bagdad. Se parece a los símbolos grabados en el casco de la nave. Los mismos caracteres angulosos del libro de Radi.

Yahiz lo observó durante un rato y dijo:

—Los del libro son caracteres hebraicos, lo comprobé hace unas horas. Como nosotros, los antiguos hebreos también le daban mucha importancia a la geometría de la letra, el sentido trascendente de la escritura y sus valores ocultos.

—¿Puedes entender lo que dice?

—Hay que interpretarlo, capitán. Para los hebreos, como para nosotros, el misterio de la escritura proviene de Dios. El cuerpo de la escritura son las consonantes, las vocales constituyen el espíritu, lo que insufla vida a la palabra y permite su interpretación. Muchas veces, las claves vienen dadas a través de curiosas formas visuales. Aquí los caracteres han sido deformados para que se ajusten al espacio pentagonal, pero… —Yahiz giró el talismán y por fin encontró la posición correcta—. Se lee de derecha a izquierda, en círculo hacia el centro, y lo que dice es: «Abro para ti una puerta en la oscuridad».

Sindbad alzó las cejas.

—¿Y eso qué significa?

—No lo sé, pero es lo que dice y… ¡Un momento! —Yahiz se propinó una sonora palmada en la frente—. ¡Sí, claro, tiene que ser eso! Djinn viene del verbo árabe djinna, «oculto», o también «cubierto de oscuridad». Así que el texto podría traducirse también como: «Abro para ti una puerta al país de los djinns».

—¿Me estás diciendo que eso que vi en la bodega era un djinn?

—No hay otra explicación. Capitán, ¡esto es fascinante! —exclamó lleno de entusiasmo—. Mientras viajaba contigo, he intentado catalogar todas las especies animales y las razas humanas que encontrábamos en nuestro camino. ¡Pero no encontré ni rastro de los djinns!

—¿Y no consideras que los djinns son criaturas mágicas? Algo que tú mismo afirmaste que no era posible que existiese.

—Oh, no, no, capitán —negó con un firme gesto de la cabeza—. Los djinns son reales, su existencia en nuestro mundo está probada por varias citas del Sagrado Corán, cuyo capítulo setenta y dos está enteramente dedicado a ellos: «He creado al hombre de barro, de esa arcilla a la que se da forma fácilmente. Antes de él, había creado ya a los djinns de un fuego sutil». Los djinns fueron hechos por Alá de fuego, del mismo modo que los hombres fuimos hechos de barro. Son muy poderosos, mucho. Algunos como Shaitán o Iblis se negaron a obedecer a Alá.

—¡Lo que vi era una criatura asombrosa! Nunca me he encontrado con nada igual.

—En este mundo hay muchas criaturas desconocidas, capitán, y los djinns forman parte de él, nos guste o no. Son tan materiales como esta nave o cualquier otra cosa que podamos ver a nuestro alrededor. Comen, tienen hijos, mueren… Alá los creó antes que a los hombres y después que a los ángeles, pero de alguna forma están ligados al género humano. En el Sagrado Corán se usa varias veces la expresión común «los djinns y los hombres», para referirse a las criaturas con alma que gozan del libre albedrío.

—¿Libre albedrío?

—Así es, capitán. Los ángeles están protegidos del pecado y obligados a obedecer a Alá. Pero entre todas sus criaturas, a los hombres y a los djinns nos otorgó la capacidad para elegir entre el Bien y el Mal. Por eso unos djinns son malvados y otros son fieles devotos del Señor. Igual que pasa con los hombres.

—Y algunos son esclavos, por lo que parece —dijo Sindbad—. El que estaba en el interior de esa nave se encontraba encadenado, y creo que me pidió ayuda… O algo así.

—¿Te habló en árabe?

—No, usó una lengua extraña de la que no pude entender ni una palabra.

—¡El idioma de los djinns!

—Eso debía de ser —asintió Sindbad.

De repente, Yahiz se acercó a él y lo abrazó efusivamente.

—Amigo mío —dijo—, ¿cómo podré agradecerte esto? ¡Ahora tengo la oportunidad de conocer a un individuo de la otra raza inteligente con la que compartimos el mundo! ¡Los djinns! Jamás se ha hecho un estudio verdaderamente riguroso sobre ellos.

—¿Y qué interés tendría eso? Son seres extraños.

—Este es un mundo extraño, capitán —afirmó el erudito—. Nuestros reinos se enzarzan en guerras a causa de pequeñas diferencias en la interpretación de nuestra fe, y existen razas y culturas tan extrañas que no alcanzamos ni a imaginar. Creo que sólo a través del estudio y el conocimiento de toda la Creación, incluso de lo más ajeno, podemos entendernos a nosotros mismos y alcanzar algún día la paz. Quiero estudiar a los djinns, su historia, su cultura, sus costumbres… Es una oportunidad maravillosa, capitán, y te la debo. ¡Gracias, gracias, hermano!

—Muy bien —dijo Sindbad, apartándose un poco. No estaba seguro de que le agradase la nueva familiaridad con la que Yahiz le trataba—. Ahora hay que intentar alcanzar esa nave movida por un djinn, lo que no va a ser fácil.

—Sí, por supuesto, capitán. Haz tu trabajo, que yo regresaré a mi camarote para buscar cualquier referencia de interés sobre los djinns que encuentre en mis libros.

* * *

El Viajero siguió su curso. El sol se elevaba en un cielo de un asombroso color lavanda. Su luz perfilaba las generosas curvas del velamen desplegado. Navegaban trazando amplios zigzags para remontar la corriente, aprovechando las suaves bocanadas del viento. En torno a ellos se dilataba el Tigris, con sus aguas sonrosadas por el reflejo de la aurora. Las orillas palpitaban de vida. Palmerales y arbustos resecos desfilaban ante sus ojos. Patos, grullas y golondrinas habitaban entre sus juncos.

Poco a poco, el río se fue llenando de naves de todas las formas y tamaños, como si una gran ciudad flotante hubiera emergido de repente. Bagdad estaba cada vez más cerca, y todos navegaban hacia ella siguiendo aquel camino líquido. Sindbad preguntó a otros capitanes por el barco de metal sin velas. Nadie le dio una respuesta clara. Algunos creían haber visto algo remontando el río a gran velocidad en mitad de la noche, pero era demasiado extraño, estaba oscuro y dudaban de sus propios ojos.

Sindbad llegó a pensar si él no lo habría soñado también. Recordó el fuego y la impresionante presencia del djinn, y las emociones de aquella noche volvieron a él.

Deseaba y temía a la vez encontrarse de nuevo con aquel ser fantástico.


El río Tigris