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En la cubierta de El Viajero se estaba celebrando una fiesta. Cuatro mujeres danzaban y un grupo de músicos tañía sus instrumentos: grandes tambores planos y dulzainas. Las bailarinas llevaban cinturones de monedas que agitaban al mover las caderas mientras la tripulación batía las palmas acompasando sus movimientos.

En un rincón del castillo de popa, Alí Gafar, piloto y hombre de confianza del capitán, regateaba con uno de los más ricos comerciantes de Basora. Y era evidente que todo aquel espectáculo se había montado en su honor. Además de navegar y conocer el océano Índico como la palma de su mano, Gafar sabía cómo hacer negocios. Por ello Sindbad, demasiado impulsivo y directo para las sinuosidades del regateo, siempre lo dejaba hacer a él.

—¡Por las barbas de mi padre! —exclamó Gafar en ese momento, levantando la voz—. Dime una cosa, Mustafá, ¿estás interesado en hacer un trato o no?

—Eso va a depender de la calidad de la mercancía que me ofreces, hermano. Tus precios nunca son baratos —respondió el comerciante con calma. Era un hombre gordo, de corta estatura, tocado con un gran turbante blanco y vestido con lujosas sedas y muselinas.

—Porque siempre tenemos lo mejor.

—Esa es una afirmación muy atrevida, hermano.

Ambos estaban sentados frente a frente bajo la toldilla, sobre grandes almohadones y frente a una bandeja de pastelillos de canela y miel. A pesar del tono cortante de las palabras, era evidente que los dos disfrutaban del momento.

—Compruébalo tú mismo —dijo Gafar mientras le ofrecía un cofrecito abierto.

Estaba lleno de perlas, que Mustafá cogió una a una y se metió en la boca. Cada perla tenía el tamaño de una guinda y ya no le cabían más en los carrillos. Aun así, intentó introducirse la última.

—Si te tragas alguna —le advirtió Gafar—, te la cobraré. No voy a esperar a que la…

Mustafá levantó una mano para pedirle calma. No podía hablar con la boca llena de perlas. Se inclinó sobre un cuenco y las fue escupiendo.

—Son dulces —dijo cuando pudo volver a hablar.

—Dulces como la miel de azahar —afirmó Gafar con una sonrisa que mostraba una gran separación entre sus incisivos.

Para un comerciante experto como Mustafá, el sabor de las perlas era una gran fuente de información. Las más saladas provenían del Mar Rojo y eran de calidad inferior, merecedoras de ser desterradas a un oscuro rincón de la tienda. Las dulces, en cambio, venían de las islas del océano Índico, donde eran más difíciles y más peligrosas de conseguir, pero el alto precio que se podía cobrar por ellas hacía que valiese la pena el riesgo.

Gafar se acercó al comerciante y le susurró una cifra al oído. Este abrió mucho los ojos. Parecía asombrado e indignado a la vez.

—¡Es abusivo! —exclamó—. Estaría condenando a mi familia a pasar hambre si te pago semejante disparate por estas perlas.

Alí Gafar sonrió de nuevo. Contaba los cuarenta años, un marino de toda la vida que había pasado más tiempo en alta mar que pisando tierra firme. Corpulento y de cuerpo ancho, lucía una calva brillante y curvilínea. Tenía las cejas tupidas, y unos mostachos largos y retorcidos que hacían juego con las punteras de sus babuchas. Vestía un chaleco de gamuza verde con flores rojas bordadas, que dejaba al aire su torso curtido por el sol.

—No tienes que hacerlo, ni yo te lo pediría —dijo—. Estoy seguro de que en la ciudad de Bagdad, a la que iremos pronto, sabrán apreciar el verdadero valor de nuestro producto. Quizá tanta belleza no está al alcance de todos.

—Me ofendes, Gafar. Sabes que mi tienda es la más prestigiosa de Basora.

—Por eso te las he ofrecido en primer lugar, amigo mío. Pero yo también soy de Basora, y mi conciencia no puede consentir que la familia de un paisano pase hambre. En cambio los niños de Bagdad no me quitarán el sueño, que Alá en su infinita sabiduría cuide de ellos. En la capital podré obtener el precio que merece un producto de semejante calidad.

Gafar iba a levantarse, pero Mustafá lo sujetó por el brazo.

—Espera, podría ofrecerte algo más. Pero no tanto como solicitas.

El piloto sonrió satisfecho. Su gesto fue como el de un gato que se relame al comprobar que la presa está ya a su alcance. Que Alá permita siempre que haya incertidumbre entre el vendedor y el comprador, pensó. Y sin dejar de sonreír, cruzando los brazos, dijo:

—Hablemos entonces.

* * *

Su conversación se vio interrumpida de repente cuando Sindbad y el muchacho subieron a la cubierta de El Viajero. El capitán cruzó entre sus hombres y se dirigió hacia la proa, dejando un rastro líquido a su paso. Se quitó la camisa empapada y la arrojó a un lado. Luego trepó a la amura de babor y desde allí vio cómo las palas de la nave metálica comenzaban a girar y su chimenea arrojaba un humo negro y espeso. ¡Se estaba preparando para zarpar!

—¡Por las barbas de mi padre…! ¿Qué te ha pasado, capitán? —le preguntó Gafar acercándose a él—. ¿Es que te has caído al agua?

Sin dejar de mirar hacia el barco de metal que ya empezaba a ponerse en movimiento, Sindbad le ordenó a su piloto:

—¡Bota de inmediato la lancha y que maniobre para sacar a El Viajero del puerto!

—¿Qué? —Gafar miró atónito a su capitán.

Sindbad saltó junto a él y le puso una mano sobre el hombro.

—Nos vamos ahora mismo, amigo mío —le dijo—. Ocúpate tú de todo.

—Pero, capitán, tenemos negocios en marcha. Nos han pagado señales y…

Mustafá se acercó entonces a ellos. Saludó al capitán llevándose la mano al pecho, a los labios y a la frente, y dijo con voz engolada:

—El famoso capitán Sindbad, supongo. Me es muy grato conocer por fin a un marino tan famoso. El relato de tus viajes anda en la boca de todos.

—No creas todo lo que se cuenta —le replicó mirándolo de refilón—. Mis disculpas, hermano, pero debo pedirte que abandones mi nave inmediatamente. Vamos a zarpar.

Una expresión de asombro se dibujó en el ancho rostro del comerciante.

—¡No puede ser! —exclamó. Sus tres papadas temblaron a la vez—. He adquirido mercancías que aún están en tu bodega. Ahora mismo estaba negociando con mi buen amigo Alí Gafar la compra de estas perlas.

Mustafá levantó el cuenco lleno de esferas nacaradas para que Sindbad pudiera verlo.

—Lo siento. —Le quitó las perlas al mercader y, dándole la espalda, se volvió hacia Gafar—: Amigo mío, tenemos que seguir a esa nave antes de que desaparezca en el horizonte.

—No va a ser fácil, capitán —dijo el piloto.

Sindbad suspiró y se llevó la mano a los riñones. Se había lastimado al salir apresuradamente por la escotilla de la nave de metal.

—Gafar, quien quiere hacer algo encuentra un medio; quien no quiere hacerlo encuentra una excusa. Tenemos que ir ya detrás de ese barco, amigo mío.

Mientras la tripulación se recuperaba del desconcierto y se iba incorporando a la complicada tarea de preparar el dhow para volver a navegar, Sindbad se acercó a los músicos y las bailarinas, que estaban inmóviles y expectantes.

—¿Quién está al mando? —preguntó.

—Yo, capitán —dijo el que tocaba las charanas, una especie de castañuelas.

Sindbad le dio al músico unas monedas para que las repartiera con su gente.

—Tenemos prisa. Debes bajar a tierra ahora. Pero antes…

Le entregó la carta que Yahiz había escrito para la madre de Radi.

—Quiero que busques a la mujer a la que va dirigida esta carta y se la des. Con discreción. Si lo haces bien, a mi vuelta habrá más monedas para que tú las repartas.

Sindbad le hizo memorizar las señas que Radi le había dado, y luego dejó que los músicos abandonasen el barco por la estrecha pasarela.

Mustafá ya estaba en el muelle, y la ira había enrojecido aún más su rostro mofletudo.

—¡Te arrepentirás de esto, Alí Gafar! —gritó.

El piloto lo miró con consternación desde la proa, pero no dijo nada. El bote ya estaba amarrado delante de El Viajero, y los hombres a los remos esperaban su señal.

—¡Adelante!

Gafar sabía que muy pronto lamentaría haber dado esa orden.


Música persa