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Mientras abandonaba la sala ardiente y cerraba la sólida puerta de metal detrás de sí, Sindbad pensaba en Yahiz. Quería darse el gusto de contarle cuanto antes a aquel engreído erudito que estaba completamente equivocado: una criatura como aquella sólo podía provenir de un mundo mágico. Y era real. Las cuatro marcas en su pecho lo probaban.

—¿Qué era ese monstruo? —le preguntó al anciano mientras recorrían los pasillos.

—Te lo explicaré a su debido tiempo, hermano. Ahora lo primordial es salir de aquí. Tu irrupción no ha podido pasar desapercibida. Pronto estos corredores se llenarán de guardias.

El anciano se había cogido de su brazo y mantenía su mismo paso. Era ciego o tenía la visión muy limitada, pero se movía con una sorprendente agilidad.

—¿Por qué confías en mí? —le preguntó Sindbad.

—Porque no me queda más remedio. Esos extranjeros asesinaron a mis hombres y yo solo no puedo escapar. Al principio pensé que eras uno de ellos y que venías a matarme, pero cuando entraste en el cuarto de al-Hajjaj supe que no era así. Imagino que eres un vulgar ladrón. Por eso confío en que me creas cuando te digo que te haré rico si me ayudas.

—¿Al-Hajjaj? ¿Es así como se llama ese ser?

—Sí.

Sindbad meneó la cabeza.

—Pues yo no soy un ladrón, sino capitán de una nave mercante. En mis viajes he visto cosas asombrosas, pero nada que se compare a esa criatura.

El sufí lo condujo por otro camino, un pasillo estrecho que se dirigía hacia babor.

—¿Seguro que por aquí vamos bien?

—Sí —respondió el anciano—. Estarán vigilando la escotilla por la que entraste, esperando atraparte cuando intentes huir por ella. Tenemos que hallar otra ruta de escape.

Al doblar una esquina vieron un farol de mano caído a un lado. La mecha aún ardía en el charco de aceite que empapaba el suelo, y su luz iluminaba tres cuerpos caídos en grotescas posturas, proyectando sus sombras retorcidas contra las paredes y dándole a la escena un tono fantasmagórico.

—Son mis hombres —dijo el sufí—. Esos canallas nos descubrieron cuando intentábamos escapar y los asesinaron. A mí me perdonaron la vida, de momento.

Sindbad se acercó a los cadáveres. El primero sujetaba aún la espada en la mano derecha. Se había defendido, pero no le había servido de mucho. Tenía una cuchillada en el costado y otra en el centro del pecho. El segundo caído había recibido un tajo en la garganta y varios en el torso. Las huellas en el suelo le confirmaron que habían sido atacados por al menos seis hombres. Aquellos desdichados no debieron de tener ninguna oportunidad, pues sus atacantes los habían rodeado sin apenas darles tiempo para defenderse.

Sindbad oyó un ruido delante de él y llevó la mano a la empuñadura de su espada. Con un murmullo sibilante, la hoja de acero abandonó la funda.

Por el pasillo avanzaba un guerrero de extraño aspecto, que también blandía una espada. Sus ojos, de un azul desvaído, estaban clavados en Sindbad. Tenía el pelo rojo y un mostacho aceitado le tapaba casi por completo la boca. Vestía una capa de viaje y una larga y pesada chaqueta de cuero con escamas metálicas cosidas a ella. Aquella prenda le llegaba por debajo de los muslos y le cubría la mayor parte de los brazos.

Quis es tu? —dijo en latín, un idioma del que Sindbad conocía sólo algunas palabras. Pero eso sí lo entendió; le estaba preguntando que quién era.

—¿Y de dónde has salido tú? —le preguntó a su vez Sindbad.

Mientras hablaba, obligó al anciano ciego a colocarse detrás de él.

Sindbad se volvió, otros dos hombres de aspecto extravagante, vestidos con capas de pieles y armados con espadas negras, salieron de las sombras por el lado contrario del pasillo. Embistieron a la vez contra él, envueltos en una confusión de capas al vuelo, como cuervos ansiosos por clavarle sus picos de acero. Sindbad los contuvo con dos estocadas bajas, sacó la daga y alcanzó a uno de ellos en la parte desprotegida de la axila.

El hombre herido se apartó, sangrando, y el otro ocupó su lugar. Sindbad lo mantuvo a una distancia segura levantando la espada en ángulo recto para impedir que se acercara.

El pelirrojo atacó entonces desde el otro lado, con un movimiento fulgurante a pesar de lo aparatoso de su vestimenta. Sin embargo, su objetivo no fue Sindbad sino el anciano sufí. Le clavó una estocada en la espalda y luego retrocedió. El marino gritó como si el herido hubiera sido él. Sujetó al anciano rodeándolo con el brazo izquierdo para evitar que cayese al suelo.

Los tres extranjeros acordaron con una señal cargar a la vez, encerrándole en una confusión de estocadas estrechas y rápidas. El vertiginoso intercambio de golpes de acero sonaba como el repiqueteo de un martillo: tac, tac, tac… Parando y devolviendo estocadas a derecha y a izquierda a una velocidad cegadora.

Sindbad se defendía con su único brazo libre. Detuvo cada una de sus ofensivas mientras se protegía la espalda apoyándola contra una de las puertas del pasillo. Respondió convenientemente con su acero a cada ataque, moviendo el brazo según las evoluciones de las espadas, subiendo, bajando o flexionándolo cuando era necesario para cubrirse de las acometidas que sus enemigos se turnaban en lanzarle. Mientras tanto, el anciano se iba convirtiendo en un peso muerto que entorpecía sus movimientos. Sindbad comprendió que no podía seguir sujetándolo durante mucho rato si quería tener una oportunidad de salvarse él mismo.

Recordó a un maestro de esgrima que solía decirle que la victoria era el resultado de controlar el espacio y limitar las opciones del enemigo. Con esa intención, Sindbad dejó un amplio hueco en su defensa. Uno de los extranjeros vio allí su oportunidad de acabar con él de una estocada y se lanzó a fondo con entusiasmo. Sindbad esquivó la línea del que acometía, adelantó su brazo con rapidez y acertó a su enemigo en la base del cuello.

El hombre, herido de muerte, se derrumbó como un saco roto. Sus compañeros, asombrados por la fiereza del contraataque, retrocedieron como harían varias serpientes sorprendidas por la reacción de un gato.

Acosado, sí, pero peligroso e imprevisible.

* * *

Sindbad aprovechó su desconcierto y golpeó con el talón la puerta que estaba detrás de él. La cerradura cedió. Era una especie de despensa. Se metió rápidamente arrastrando al anciano herido. El extranjero del pelo rojo lanzó un gruñido ininteligible y su secuaz intentó impedir que cerrase la puerta. Pero Sindbad fue más rápido y consiguió asegurarla empujando una pila de cajas que cayeron y se amontonaron detrás de ella. Comprendió que eso no los detendría por mucho tiempo.

Miró alrededor, desesperado. Aparentemente no había salida.

Dejó al anciano ciego tendido en el suelo.

—Aún no sé cómo, pero te voy a sacar de aquí —le prometió.

El sufí pareció que lo miraba con sus ojos ciegos. Estaba mal herido y respiraba débilmente mientras el alma se le escapaba del cuerpo por la cuchillada. Sindbad pensó que se estaba ahogando en su propia sangre, lo levantó y apoyó su espalda contra la pared.

Entonces el viejo colocó algo en la palma de su mano. Era plano y ligero, y estaba envuelto en tela negra.

—Tienes que entregarle esto a la dama de Bagdad —dijo—. Ella te dará la recompensa que te prometí…

—¿A quién? ¿Quién es esa dama?

La puerta se estremeció ante las embestidas de los que estaban empujando desde fuera.

Sindbad guardó el objeto en el cinturón sin mirarlo e intentó arrastrar al anciano lejos de la puerta. Este se negó a que lo moviese.

—Me muero. Pero tú debes escapar y llevarle el talismán a la dama de Bagdad… Sigue la luz y no dejes que caiga en manos de los bárbaros…

—¡No podemos escapar de aquí! —exclamó Sindbad.

El anciano extendió una mano temblorosa para señalar la pared del fondo.

—¡Por allí…! —musitó con un hilo de voz casi inaudible, y dejó caer el brazo.

Después se quedó inmóvil. Sindbad se inclinó hacia él. Ya no respiraba.

Otro topetazo abrió la puerta un palmo, desplazando las cajas que se amontonaban detrás. Sindbad se puso en pie, sabía que allí estaba acorralado y no tenía ninguna posibilidad de vencer. Pero se dio la vuelta y se acercó a la pared que el desdichado anciano le había señalado.

Varias cajas de embalajes estaban apiladas contra ella. Las apartó y descubrió una pequeña escotilla que había estado oculta hasta ese momento. La abrió y se asomó al exterior. Las nubes tapaban por completo la luna, sumiendo las aguas de la bahía de Basora en la oscuridad total.

La puerta cedió por fin y los extranjeros irrumpieron en la sala. No se lo pensó más y saltó. Se hundió en el agua negra y luego flotó inmóvil y silencioso, rezando para que no se despejase el cielo y así pudiera permanecer oculto en aquella oscuridad que tan propicia le había sido. Desde abajo, él sí que podía distinguir la sombra del guerrero del pelo rojo asomándose por la escotilla.

Dejó pasar un tiempo y luego empezó a nadar lentamente hacia el muelle, intentando no hacer ningún ruido. Entonces vio que un bote se dirigía hacia él. Se puso en alerta, pues pensó que era uno de sus enemigos, pero no parecía tripularlo más que un solo remero.

—Soy yo, capitán —susurró la voz de Radi—. He venido a buscarte.

Sindbad trepó al bote y preguntó:

—¿Qué haces tú aquí?

Sin dejar de remar muy despacio para no atraer la atención, el muchacho dijo:

—Iba a llevarle la carta a mi madre. Pero entonces vi al guerrero del pelo rojo dirigiéndose hacia el muelle. Es el mismo que asesinó a mi hermano.

—Sí, creo que yo también me he encontrado con ese pelirrojo esta noche.

El muchacho frunció el ceño.

—Lo seguí con sigilo hasta aquí. Iba a subir a la nave de metal para hacerle pagar su crimen, pero entonces te vi saltar.

—No eres enemigo para ese hombre, Radi —dijo Sindbad—. Considérate afortunado de haber escapado de tu encuentro con él con una cicatriz de por vida.

—¡Tengo que vengarme! —exclamó Radi—. ¿Qué harías tú en mi caso?

Prefirió no contestar a eso.

—Volvamos a El Viajero, chaval. Tendrás que aplazar tu venganza para otro día.

Sindbad sacó el paquete envuelto en terciopelo negro que el sufí le había dado. Un «talismán», le había dicho. Lo abrió y descubrió que se trataba de una lámina de metal con forma de pentágono. Tenía el tamaño justo para caber en la palma de su mano, y al tacto descubrió que su superficie estaba labrada con un trazado complejo y anguloso.

¿Eran letras o un dibujo? No podía saberlo en esa oscuridad, pero muy pronto tendría la oportunidad de estudiarlo con detenimiento. Y eso es lo que iba a hacer apenas llegase a El Viajero.

Sabía que ya era incapaz de resistirse a un misterio semejante.


Acero de Damasco