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Sindbad se detuvo en seco y se quedó contemplando la espeluznante criatura que se puso lentamente en pie frente a él. Aquel ser debía de medir tres metros de altura, por lo que tuvo que encorvarse para no chocar contra el techo.

Wewe ni nani?… Msaada! —exclamó, y su voz grave hizo retumbar las paredes.

Comparándolo con las proporciones de un hombre, era delgado para su altura. Estaba cubierto por una armadura completa de metal negro, revestida de arabescos y de intrincados ornamentos de metal rojizo. En un principio aquellos dibujos le parecieron a Sindbad un damasquinado de oro. Pero cuando aquel ser se movía, las grecas doradas fluían y discurrían como ríos sobre el metal negro, dibujando símbolos angulosos que duraban un instante, para luego disolverse y volver a formar otros diferentes. Parecían hechos de cobre fundido y reflejaban el brillo anaranjado y tembloroso de los braseros.

Contempló fascinado aquel gigante de voz de trueno y movimientos lánguidos, sin saber cómo reaccionar ante él. La criatura se erguía como un gato dispuesto a saltar sobre un ratón.

—¿Qué eres? —musitó Sindbad blandiendo su espada, que de pronto le parecía un arma patética e insignificante.

Basi kwenda! —gritó el gigante con tanta fuerza que hizo que le dolieran los oídos. Aquella voz estruendosa despertó en él sentimientos de piedad y de temor al mismo tiempo.

Sindbad retrocedió un paso y aquel ser impresionante se inclinó hacia él.

Basi kwenda! —repitió mientras intentaba mover las piernas sin lograrlo.

¡Está encadenado!, comprendió Sindbad. El gigante era en realidad un esclavo, las pesadas botas de su armadura estaban soldadas al suelo de metal de la sala. La armadura oscura que lo cubría era una especie de cepo que lo mantenía prisionero en aquel sitio.

En las paredes de babor y estribor había dos grandes ruedas con poleas, cada una de ellas de unos dos metros de diámetro, con su circunferencia forrada con un tejido escamoso y multicolor, parecido a la piel de una serpiente. Imaginó que ese era el mecanismo que hacía girar las ruedas de palas situadas en el exterior, pero no logró comprender su funcionamiento.

Aún estaba admirando aquel artefacto cuando la criatura saltó hacia él.

Sindbad retrocedió sorprendido, pero no lo bastante rápido para evitar que unos dedos gigantescos, enfundados en guanteletes de metal negro, alcanzasen su pecho y le rasgasen la camisa.

Cayó hacia atrás y reculó para situarse fuera del alcance de aquella manaza que la criatura tendía para atraparlo. Las botas metálicas seguían firmemente soldadas al suelo, pero los tobillos del gigante estaban doblados en una posición imposible para un ser humano.

Sindbad se miró el pecho. Los dedos del gigante le habían desgarrado la camisa y habían dejado cuatro marcas rojizas sobre su piel. Notaba calor y escozor, como si aquel breve contacto le hubiera producido una quemadura profunda.

Una furia salvaje se había apoderado de repente del monstruo. Golpeó con un puño una de las paredes y toda la sala tembló.

El damasquinado cambiante que cubría la armadura creó nuevos flujos de intenso color dorado, y volvió a estirarse hacia él de una forma inverosímil, como si los tendones que sujetaban su esqueleto fueran extraordinariamente elásticos. A punto estuvo de alcanzarlo de nuevo con su mano, que Sindbad logró evitarlo a duras penas apoyándose en los codos y arrastrándose hacia atrás.

Pero el gigante siguió alargando su mano, hasta que la espalda de Sindbad chocó contra el mamparo y ya no pudo retroceder más. No había escapatoria, estaba a su merced. Los dedos del gigante iban a cerrarse sobre su cuerpo cuando algo lo detuvo en seco.

Sindbad se volvió instintivamente y vio al anciano sufí de pie en el umbral. Sujetaba algo metálico en la palma de la mano y sus labios murmuraban:

Bismillah! ¡Me refugio en el poder de Alá de los susurros de los shaitanes y de su presencia maligna! Bismillah!

Cuando escuchó aquellas palabras, Sindbad no pudo evitar un estremecimiento. Sin embargo, era evidente que funcionaban, pues aquel gigante negro retrocedió ante ellas.

El anciano guardó el objeto metálico en una funda negra y volvió sus ojos opacos hacia Sindbad.

—Si me ayudas a salir de aquí —le dijo—, te haré más rico de lo que puedas soñar.