5
Frente a la puerta del camarote de Yahiz, Sindbad oyó un correteo bajo sus pies. Era demasiado pesado para provenir de las patas de un roedor.
Entonces vio unas gotas de sangre que marcaban un rastro en el suelo.
Desenvainó su espada y abrió la trampilla que daba acceso a la obra viva del barco. Con una lámpara de aceite en la mano, bajó por una corta escalera que desembocaba en la sentina, una maloliente caverna de paredes de madera entre cuyos baos se acondicionaba parte de la carga.
Chapoteó en el agua sucia que le llegaba a los tobillos y rodeó la base del palo mayor. Allí se sujetaba la boca de descarga, una bomba de madera destinada a achicar el agua de mar que penetraba a través de las costuras del casco. Justo detrás de ella había visto escabullirse un bulto. Arrastrándose entre las tablas húmedas y las valijas entibadas, la sombra intentó escapar hacia la salida y cruzó junto a Sindbad. Él contuvo el primer impulso de ensartarlo con su acero y se limitó a darle una patada que lo lanzó contra las cuadernas.
Después se acercó con la linterna en lo alto y la espada preparada.
—¡No me mates, señor! ¡No me mates! —chilló el intruso.
Sindbad le iluminó el rostro. Era un muchacho con una gran herida en el pómulo derecho. La sangre resbalaba por su rostro y le empapaba la camisa.
—¿Quién eres? ¿Qué haces aquí?
—¡No soy nadie! —dijo el joven llevándose las manos a la espalda—. ¡Sólo un vagabundo que buscaba algo de calor! Te juro que si me tiras al agua nadaré hasta la orilla sin causarte más problemas.
Sindbad se mantuvo alerta. Nunca menospreciaba a un rival por insignificante que pareciera. Incluso un mosquito podía dañar los ojos de un león.
—No voy a hacerte ningún daño —aseguró, sin dejar de apuntar al muchacho con la espada—. Pero suelta el cuchillo que tienes escondido.
Descubierto en su artimaña, el chico descubrió la daga y la arrojó lejos de sí.
—Muy bien. —Sindbad envainó la espada, lo agarró por el brazo y tiró con fuerza de él—. ¡Vamos!
—¿Qué vas a hacer, señor? ¿Me vas a arrojar por la borda?
—No, no te voy a tirar al mar.
* * *
Salieron de la bodega y Sindbad llamó a la puerta del camarote de Yahiz. El erudito asomó la cabeza. Uno de sus ojos miraba a babor y el otro a estribor.
—¿Qué se te ofrece ahora, capitán? —preguntó. Entonces vio al muchacho con la cara manchada de sangre y exclamó—: ¿De dónde ha salido este?
—Es un polizón. —Sindbad empujó la puerta—. ¿Tienes aguja e hilo?
—Por supuesto que tengo aguja e hilo.
—Pues cósele esa herida antes de que se desangre.
Yahiz hizo que el muchacho se sentase en un taburete junto a la ventana. Luego enhebró una aguja con la hebra más fina que tenía y empezó a suturar el corte en el pómulo.
A Sindbad le admiró la entereza del chico. Aunque le lagrimeaban los ojos y apretaba los dientes, no gritó ni se quejó. Quizá por eso empezó a caerle bien en ese instante.
—¿Cómo te llamas?
—Radi, señor.
—Yo soy el capitán Sindbad…
—¿El capitán Sindbad? —El chico abrió los ojos—. ¿El famoso capitán Sindbad?
—El mismo.
—Aakil… —Radi se detuvo un instante e hizo una mueca de dolor que Sindbad atribuyó a la aguja que manejaba Yahiz—. Mi hermano Aakil me habló mucho de ti, capitán. Él hacía trabajos para los armadores del puerto, y ellos le narraron tus grandes aventuras. Dicen que una vez te enfrentaste a un pájaro roc.
Sindbad sonrió.
—No creas todo lo que cuenta la gente en los puertos.
—¡Auch! —Esta vez Radi sí dio un respingo cuando la aguja penetró demasiado hondo.
—Este hombre que te está curando es Yahiz, un sabio. Con él estás en buenas manos.
—¿Seguro, capitán? —dijo Radi con aprensión, mientras miraba de reojo a Yahiz—. Ni siquiera me está mirando.
—Te estoy mirando —replicó Yahiz de mal humor—. Tú limítate a quedarte quieto.
—¿Cómo te has hecho eso? —le preguntó Sindbad—. ¿Qué hacías en mi bodega?
—Esconderme, capitán. Los que me hirieron así querían acabar el trabajo.
—¿Por qué no fuiste a denunciarlos a la guardia del puerto? —sugirió Yahiz.
—Porque… no confío en ellos, señor. Son unos cobardes.
—¿Quiénes eran esos que te atacaron? —quiso saber Sindbad.
El muchacho estudió al marino. Parecía intentar decidir si debía confiar o no en aquel famoso marinero de rostro flaco y anguloso, la piel atezada por el sol y el pelo largo y enmarañado. Los ojos de Sindbad eran de un marrón tan claro que, por contraste, casi parecían dorados al destacar en un rostro tan moreno. Unos ojos que en aquel momento parecían sinceros y amigables. Vestía con cierto lujo: calzón blanco, un largo caftán encarnado bordado con flores y pájaros, botas de tafilete amarillo y un turbante de muselina de color ceniza.
—Creo que eran soldados extranjeros —dijo por fin Radi—. Se habían empeñado en buscar algo en el taller de mi padre. Uno de ellos tenía el pelo rojo. Fingió estar borracho para meterse en nuestra casa… ¡Y asesinó a mi hermano Aakil!
La voz de Radi se quebró por primera vez. El muchacho guardó silencio durante un instante, mientras parecía luchar contra las lágrimas.
Sindbad y Yahiz se miraron.
—¿Dices que buscaban algo en el taller de tu padre? —preguntó Yahiz, que casi había terminado de coser el pómulo—. ¿Quién es tu padre?
—Un honrado artesano. Dominaba el arte de trabajar el metal, de modelarlo, extrusionarlo y embutirlo para crear delicados adornos de Damasco. Pero hace casi un año el ejército del califa lo reclutó para llevárselo lejos, y no lo hemos vuelto a ver.
Yahiz cortó el hilo y se apartó un momento para contemplar satisfecho su obra. Al chico le quedaría una cicatriz de por vida, pero la herida se curaría bien.
—¿Y tienes idea de lo que buscaban esos extranjeros? —preguntó Sindbad.
Radi volvió a dudar. Finalmente, miró a Sindbad a los ojos y respondió:
—Sí, capitán. Buscaban esto.
El chico sacó un libro forrado con piel negra que guardaba en su fajín y se lo entregó al marino, que pasó las páginas rápidamente.
—Un libro escrito en una lengua desconocida. ¿Por qué crees que lo querían?
—Porque ahí están todos los secretos del arte de mi padre —respondió Radi—. El que posea ese libro podrá aprender a trabajar el metal como él. Eso me dijo mi hermano.
Sindbad dudó que aquello fuera tan sólo una pelea entre caldereros ansiosos por robarse los secretos de su oficio. Siguió pasando hojas y encontró algo que le hizo detenerse. Con una señal pidió a Yahiz que se acercase y le mostró aquella página del libro.
—Son los mismos símbolos que están grabados en el costado de la nave —dijo Yahiz.
—Así es —repuso Sindbad—. Creo que la llegada de esas naves extranjeras, el barco que echa humo, y el asalto que ha sufrido la casa de este chico, guardan relación.
Yahiz lo miró con una sonrisa.
—Un misterio, capitán.
—Me gustan los misterios.
Sindbad le devolvió el libro al muchacho y le preguntó:
—¿Tu madre está bien?
—Es a mí a quien buscan, capitán, porque saben que yo tengo el libro. Por eso necesito salir como sea de Basora. Si me llevas a otra ciudad, puedo pagarte con mi trabajo.
—¿Y cómo lo harás? ¿Acaso eres marino?
—No, pero aprendo rápido, señor. ¡Ponme a prueba!
El capitán sonrió. Aquel descarado que lo miraba con tanta insolencia le recordaba a él mismo y su propia actitud desafiante cuando tenía sus mismos años.
Estaba decidido: ayudaría a aquel muchacho.
—De acuerdo. Pero si te conviertes en un incordio, no dudaré en arrojarte por la borda.
—¡No lo haré, señor! Te agradezco esta oportunidad. Deja que te bese la mano.
Sindbad la apartó rápidamente cuando el muchacho estaba a punto de cogerla.
—No hagas que me arrepienta.
—Ya me vale, capitán —dijo Radi con una reverencia—. Que de pequeños principios a veces resultan grandes finales.
—Ya veremos —dijo Sindbad, intentando darle a su voz un tono de amenaza—. Lo que sí que quiero que hagas es escribirle una carta a tu madre. No puedes dejarla con la incertidumbre de saber si su hijo está vivo o muerto.
—Con gusto lo haría, capitán. Pero no sé leer ni escribir.
—Tu madre no puede quedarse sin una explicación. Yahiz escribirá la carta y tú se la llevarás esta noche. Yo intentaré averiguar qué es lo que esconde dentro esa nave mágica.
Medicina en el Islam