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Radi estaba sentado sobre una estera, con las piernas cruzadas y el viejo libro sobre ellas. Pasó las páginas con rapidez, pero muy pronto se vio defraudado. Allí sólo había símbolos y dibujos incomprensibles para él. Algunos parecían hechos por su padre.

Se preguntaba por qué le había robado el libro a su hermano. Lo había hecho siguiendo un impulso, simplemente se había apoderado de él y luego había salido del taller. Es posible que le molestara el desmedido optimismo de Aakil, su obstinada certeza de que únicamente con esfuerzo y trabajo era posible salir de cualquier situación, por muy mala que fuera, aunque la suerte te viniera en contra. Quizá le fastidiaba su pretensión de ser tan buen artesano como su padre sólo leyéndose aquel librito, del que estaba seguro de que entendía tan poco como él.

Quería darle una lección a su hermano y ahora se arrepentía. Además, no serviría de nada, pues pasara lo que pasase, Aakil seguiría tan optimista como siempre. Así que decidió regresar al taller para devolver el libro y dejar a su hermano con sus ilusiones.

Pero fue interrumpido por ruidos y gritos que provenían del exterior. Entonces resonó un estruendo en la puerta principal de la casa, seguido de un coro de risas. Guardó el libro y se volvió hacia la ventana. A través de las cortinas de algodón, los últimos rayos de sol le daban un tono anaranjado a la habitación. La ciudad de Basora ya no era más que una silueta rojiza mientras el sol se hundía detrás de los tejados.

Sonó un estallido. Alguien había estrellado un objeto que se había hecho trizas contra la pared. Pasado el primer instante de sorpresa, se puso en pie de un salto y se dirigió hacia la puerta. Cuando estaba a punto de abrirla, Aakil le retuvo por el brazo.

—Tranquilízate, hermanito —le dijo—. En esta casa no necesitamos más problemas.

Pero los problemas parecían empeñados en buscarlos a ellos, porque los de fuera empezaron a aporrear la puerta en ese momento.

Aakil iba a abrir, pero esta vez fue su madre la que acudió para detenerle.

—Es verdad que no necesitamos más problemas —le dijo—, y si sales ahora, seguro que acabarás peleándote. Aplícate el consejo que le has dado a tu hermano y esperad los dos aquí.

—No, madre. Iré yo —insistió Aakil—. Es mi deber.

—En todo caso, sería el deber de tu padre. Pero él no está en casa —dijo ella con aplomo—. Así que quedaos los dos aquí callados mientras resuelvo esto.

Abrió la puerta para enfrentarse sola a los hombres que seguían vociferando en el exterior. Entonces se hizo el silencio y tres bárbaros se volvieron para mirarla con descaro.

Uno de ellos se adelantó. Tenía el pelo rojo, rapado en las sienes y largo por detrás, peinado en trenzas atadas con cordones. Llevaba un coleto de cuero sobre una sucia camisa abierta hasta la barriga. El vello de su pecho, rojo y espeso, brillaba empapado de sudor. Era muy alto y recio, casi un gigante. Sus brazos desnudos y musculosos estaban cruzados de cicatrices. Largos mostachos taheños caían a ambos lados de su cara.

La mujer, que nunca había visto a un hombre con el pelo rojo y la piel tan pálida, se preguntó si estaría en presencia de un demonio.

—¿Qué se te ofrece? —preguntó, intentando aparentar tranquilidad. Sabía que sus hijos estaban escuchando y no quería asustarlos.

Los extraños ojos de color azul del pelirrojo se pasearon por el cuerpo de la mujer. Hizo un gesto apreciativo y sus compañeros echaron a reír detrás de él.

—¡Vino! —dijo señalando la botella vacía que llevaba en la mano, y repitió—: ¡Vino!

—Este es un hogar decente —respondió ella—. No sabemos de sitios donde venden las bebidas prohibidas por el Profeta, ¡la paz y las bendiciones de Alá sean con él!

—¡Vino! —insistió el extranjero—. ¿Dónde hay vino?

Desde la penumbra de la calle, los otros bárbaros empezaron a gritar también pidiendo vino. Ella los ignoró y se dispuso a cerrar la puerta.

—Haced el favor de dejarnos en paz —dijo.

El extranjero interpuso el pie para impedir que ella cerrase. Sus ojos azules se clavaron en los de la mujer.

—Deja entrar —dijo.

La mujer se quedó sin aliento por el miedo y la sorpresa. De repente se había dado cuenta de que el bárbaro estaba fingiendo. En la cruel decisión de sus ojos vio que en realidad no estaba borracho, así que ¿a qué venía esa pantomima?

—¿Qué queréis de nosotros? —balbuceó.

El bárbaro la sujetó por la muñeca y tiró de ella para apartarla de la puerta.

En ese instante, Radi salió de la casa y se lanzó contra él. A pesar de la diferencia de tamaño y peso, la sorpresa hizo que el extranjero trastabillara y cayese de espaldas sobre los adoquines. El muchacho aprovechó para ponerse a horcajadas y empezar a darle golpes en la cara. El bárbaro se lo quitó de encima asestándole un sonoro bofetón con el dorso de la mano, como quien espanta una mosca. Luego se puso en pie, desenvainó la espada y le apuntó con ella. Su cara estaba congestionada por la ira y el aire brotaba de su boca en cortos y furiosos resoplidos.

Radi empezaba a levantarse, inconsciente del grave peligro en el que estaba, cuando alguien lo sujetó por el pescuezo y tiró de él hacia atrás con unas manos duras como tenazas.

Era Aakil. Su hermano lo lanzó sin miramientos contra los adoquines. Sujetaba una daga en la mano. Había salido con ella para defender también a su madre, pero con un gesto pausado, la dejó en el suelo. Luego se volvió hacia el extranjero.

—Señor —empezó a decir, alzando las manos para mostrar que ya no llevaba ningún arma—, te ruego que perdones a mi hermano. Es un muchacho que no sabe nada de…

No dijo una palabra más. El bárbaro pelirrojo avanzó un paso y con un movimiento líquido, casi casual, lo atravesó de parte a parte con su acero.

Radi lo vio desde el suelo, pues todo sucedió tan deprisa que ni tuvo tiempo de levantarse. Se quedó atónito, sin dar crédito a sus ojos. Como en un sueño febril, escuchó el grito desgarrador de su madre. De rodillas sobre los adoquines, Aakil se apretaba el pecho, con un gesto de asombro pintado en el rostro. El joven se miró la mano manchada de sangre y después se derrumbó de frente, antes de que su madre llegase para sujetarlo.

Mientras la mujer lloraba y gritaba desconsolada, acunando entre sus brazos el cadáver de su hijo mayor como si fuera el de un bebé, el extranjero miró alrededor con frialdad. Ya no quedaba ni rastro de su pretendida borrachera. La espada seguía desnuda en sus manos, reluciendo a la luz de los faroles. El último tercio de acero estaba manchado de sangre que se deslizaba hasta la punta y goteaba dejando un charco sobre los adoquines. Sin decir nada, el asesino pasó junto a ellos y entró en la casa. Sus compañeros lo siguieron en silencio.

Radi se puso en pie, recogió del suelo la daga de su hermano mayor y se abalanzó detrás de ellos. Su madre le gritó desesperada que no entrase en la casa.

Pero él no le hizo ningún caso.

* * *

La puerta del taller estaba abierta. Radi oyó el ruido de los cacharros de cobre y latón arrojados al suelo. Al parecer los extranjeros buscaban algo. ¿Esperaban encontrar allí ese vino por el que parecían tan ansiosos? Los bárbaros lo estaban revolviendo todo, empeñados en una búsqueda frenética. Arrojaban sin miramientos las cacerolas, que rebotaban contra las paredes, vaciaban los cajones en el suelo y escarbaban entre los trozos de cobre.

Uno de ellos encontró la libreta de cuentas del taller y todos se acercaron interesados. Pasaron las hojas y, cuando comprobaron que no era lo que buscaban, la echaron a un lado.

—Así que esto es lo que queréis —dijo Radi mientras levantaba el libro negro en alto.

Mientras hablaba, caminó hacia ellos con la mente enturbiada por la furia y el deseo de venganza. El asesino pelirrojo se giró. Su piel se veía aún más pálida a la luz de las velas que iluminaban el taller y sus labios parecían casi tan azules como sus ojos.

—¡Tú! —exclamó señalando al muchacho.

Radi corrió hacia él, con el libro en una mano y la daga de su hermano en la otra. El extranjero blandió la espada y cuando Radi se puso a su alcance le lanzó una estocada corta y seca, directa a los ojos. El muchacho la esquivó, pero no lo suficientemente rápido para evitar que la hoja le abriera un corte profundo en el pómulo derecho. Se agazapó como un gato para colocarse junto al bárbaro, se levantó de un salto y le asestó una puñalada en el costado.

Por desgracia, el pelirrojo estaba protegido por aquel coleto de cuero con escamas de metal cosidas y el cuchillo no penetró. Mientras tanto, sus dos esbirros ya habían desenvainado las espadas y se lanzaban a la vez contra Radi. Intentaron rodearlo pero él conocía muy bien el taller de su padre, se tiró al suelo y rodó debajo de la mesa de trabajo. Había jugado allí infinidad de veces y sabía que algunas tablas estaban sueltas. Las arrancó mientras las espadas de los bárbaros picoteaban a su alrededor buscando ensartar su cuerpo y se deslizó por el hueco.

Se arrastró por debajo de la casa y salió a la calle por la parte de atrás. Se detuvo un instante para asomarse a mirar.

Los vecinos habían empezado a salir de sus casas y habían formado un corro alrededor de su madre y del cadáver de Aakil. También había acudido un grupo de guardias del puerto, alertados por las voces y los gritos. En medio de todo aquel caos, vio a su madre alejarse en compañía de una vecina. El saber que al menos ella estaba a salvo le hizo respirar aliviado.

Los guardias no se decidían a entrar para enfrentarse con los bárbaros. En cualquier caso daba igual, porque aquellos salvajes habían roto la ventana del taller y estaban escapando también por la trasera de la casa. La cabeza pelirroja del asesino de Aakil apareció en el hueco de la ventana, y sus ojos se clavaron en él. Gritó a sus esbirros, advirtiéndoles que había visto al muchacho. Lo señaló y Radi decidió que no debía quedarse más tiempo por allí.

Echó a correr calle abajo, sin girarse para ver si lo seguían. Corrió tan rápido como pudo y se metió en las estrechas y húmedas callejuelas que llevaban al puerto. Corrió hasta que le faltó el aire y todo empezó a nublarse ante sus ojos. Hacía demasiado calor a pesar de que era de noche, pero no dejó de correr. El miedo le había dado alas a sus pies. Intentó no boquear como un pez, pero le dolía cada vez más el costado y era difícil reprimir las grandes bocanadas de aire que le exigían sus pulmones.

Por fin se detuvo, no aguantaba más y su corazón batía como un tambor contra su pecho. Estaba en uno de los muelles, un dhow con el casco pintado de azul se hallaba amarrado en él.

Se volvió temiendo ver la cara del pelirrojo justo detrás de él, pero estaba solo. Una vez más, el conocimiento que tenía de su entorno, al contrario que aquellos extranjeros, le había salvado la vida. Ahora tenía que pensar qué hacer.

Empezó a caminar hacia el dhow.


El vino en al-Ándalus