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Al-Yahiz apareció en cubierta. Vestía una túnica negra sin adornos, como siempre, y llevaba su gran turbante blanco algo ladeado y deshilachado.
—¿Sucede algo, capitán? Estaba trabajando cuando uno de tus hombres ha entrado para interrumpirme. Me ha dicho que suba a cubierta por orden tuya, sin darme más explicación.
Sindbad lo miró; su verdadero nombre era Abú Uthman Amr Ibn al-Bahr al-Fukaymi Basri. Lo de «al-Yahiz» (el Bizco) se debía a una malformación de sus ojos que hacía difícil saber hacia dónde miraba en cada momento. Era muy flaco y alto como una pértiga, y contemplaba el mundo desde arriba con sus ojos estrábicos. Siempre iba algo encorvado, y los rizos negros y desordenados siempre le asomaban por debajo del turbante. A pesar de su aspecto vulgar y de las bromas crueles que solía gastarle la tripulación, Yahiz era un hombre muy sabio. Pertenecía a la escuela de los mutazilíes de Basora, que creían que la voluntad de Alá no era arbitraria y que era posible llegar a interpretarla a través del estudio de la ciencia y la naturaleza.
Como respuesta, Sindbad señaló el barco de metal atracado en el muelle.
—¿Qué es eso? —le preguntó Yahiz—. No tiene velas, ni espacio para los remos…
—Esperaba que me lo aclarases tú. A fin de cuentas, eres un erudito.
Yahiz abrió aún más sus grandes y estrábicos ojos y se pasó una mano por la frente.
—Nunca había visto un barco así, capitán —dijo.
—¿Ves esos símbolos angulosos grabados en el casco? ¿Qué crees que significan?
—Sólo puedo especular, capitán. Si esa nave proviene de alguna región remota y desconocida del mundo, quizá esa sea la forma de escritura en ese lejano país.
—Deberías haberla visto moverse —Sindbad señaló con el dedo—, entró por la bocana y atravesó suavemente la bahía. ¡Ffffssssssssh! Como bien dices, no tiene velas ni remos, pero esas ruedas que lleva a los lados giran y giran levantando espuma, a la vez que echa humo por la chimenea. Los hombres piensan que es cosa de magia, y estoy por darles la razón.
Yahiz negó con un gesto.
—Dudo de la magia realizada por los hombres. La naturaleza organizada por Alá es infinitamente más poderosa y sabia que el ingenuo deseo de los brujos por dominarla.
—Entonces, ¿qué explicación le da tu ciencia a ese prodigio?
Yahiz miró a Sindbad con sus ojos de camaleón.
—Debe de ser un ingenio mecánico, capitán. Y creo saber de lo que se trata.
—¿Quieres decir que tienes una explicación al movimiento mágico de esa nave?
Yahiz se frotó la barbilla. Sus ojos brillaban con una idea.
—Acompáñame a mi camarote y te lo mostraré.
* * *
El camarote de Yahiz era más estrecho que el de Sindbad y además estaba abarrotado. Para tapar el techo de madera, el erudito había extendido una lona de color azul oscuro sobre la que había pintado puntos blancos que representaban las principales estrellas del firmamento. Por todas partes se amontonaban extravagantes utensilios de muy diversa índole, además de pilas de cajas llenas de insectos disecados. Yahiz los mataba con un preparado de su invención y luego los atravesaba con alfileres de oro.
El erudito los había acompañado durante su último viaje, había pagado con generosidad su camarote y se había dedicado a reunir todo tipo de utensilios en cada puerto que visitaban, además de recolectar plantas y bichos que cazaba con una red. Cuando Sindbad le preguntó por qué hacía eso, el erudito respondió que desde su edad más temprana seguía fielmente uno de los preceptos fundamentales del profeta Mahoma: «Buscad la Ciencia desde la cuna hasta la tumba». Observando su aspecto tan poco agraciado, el capitán no pudo evitar recordar aquel otro que decía: «Aceptad la sabiduría y no miréis el recipiente que la encierra».
Aunque eran muy distintos, los dos poseían la misma pasión por lo desconocido. Yahiz prefería investigar en silencio y a la luz de un candil, sin salir de su camarote. Sindbad, en cambio, siempre había anhelado la emoción del contacto con lo maravilloso. Necesitaba ver con sus propios ojos, tocar, oler y sentir la fascinante extrañeza de un mundo plagado de cosas asombrosas que desbordaban la mente.
Recordó una escena de su niñez. Acompañado por su tío visitó el puerto de la ciudad en la que había nacido. Bajo un rojizo crepúsculo, cinco dhows de triangulares velas blancas remontaban pausadamente el río Sind. La visita de los comerciantes era siempre un acontecimiento esperado porque traían objetos exóticos para vender, además de noticias del resto del mundo. Pero en esa ocasión, los viajeros traían algo aún más asombroso, una pluma de ave roc. Tan enorme que tuvieron que descargarla entre dos hombres para mostrársela a los vecinos a cambio de unas monedas. Según los comerciantes, el roc levantaba elefantes adultos con sus garras y los llevaba volando hasta el nido para alimentar a sus crías. Sindbad contempló aquella pluma gigantesca e intentó imaginar el tamaño del ave que la llevó. Y fue entonces cuando supo que iba a dedicar su vida a recorrer el mundo en busca de maravillas.
Yahiz abrió un baúl y extrajo de él una esfera de cobre.
—¿Qué es eso? —preguntó el capitán.
—Hace muchos años, leí un antiguo manuscrito griego, el manual de Herón de Alejandría para construir juguetes mecánicos y engranajes movidos a vapor. —Mientras hablaba, Yahiz colocó la esfera sobre una mesa, desenroscó un tapón situado en su ecuador y vertió dentro agua de una jarra—. En el texto se describía un ingenioso artefacto llamado «eolípila» que inmediatamente decidí construir. Es este que tienes aquí.
—¿Es una especie de clepsidra?
—Ahora lo verás, capitán. Fíjate bien, porque en esto no hay magia ninguna.
Yahiz cerró el tapón con fuerza. En sus polos, la esfera tenía incrustados dos tubos de cobre doblados en forma de «L» en direcciones opuestas. Yahiz apoyó los tubos en una horquilla de bronce. Acercó un candil encendido a la esfera y dejó que la llama calentase lentamente su superficie. Pasado un rato, Sindbad empezó a impacientarse.
—¿Eso es todo? ¿Un recipiente para calentar el agua?
—Espera un poco, capitán. No tardará.
Por los tubos empezó a escapar poco a poco el vapor, cada vez con más fuerza. Entonces sucedió el milagro: la esfera se puso a girar a toda velocidad mientras el vapor emitía un silbido agudo al salir a presión en direcciones opuestas.
—¡Ahí lo tienes, capitán! —exclamó el erudito con entusiasmo—. Está girando igual que hacían las ruedas de esa embarcación, y no es magia. Al calentarse, el agua se convierte en vapor. Como puedes observar, es posible usar el poder de ese vapor para mover una máquina.
—Entonces ese barco usa la fuerza del vapor.
—Eso creo, capitán —dijo Yahiz mientras apartaba la llama de la esfera, que se fue deteniendo lentamente—. Que yo sepa, Herón nunca pasó de construir ingeniosos juguetes como este. Pero es evidente que los mismos principios que descubrió podrían aplicarse a máquinas de gran tamaño, capaces de impulsar un barco sin el concurso del viento o la fuerza de los remos. Averigua de dónde proviene ese barco de metal y sabrás de un lugar en el que el hombre ha desarrollado esa técnica más allá de nuestros sueños.
Sindbad se tocó el arete de oro de su oreja izquierda y respiró hondo. Tener noticias de la existencia de un pueblo tan avanzado resultaba emocionante. Como era habitual en él, de repente necesitaba saberlo todo sobre aquellos hombres capaces de construir barcos que se impulsaban sólo con vapor. Quería conocer su país y sus costumbres, sus valores, su forma de vivir. Mientras la excitación ante lo maravilloso se apoderaba de nuevo de su espíritu, una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. Pocas cosas le producían una sensación tan intensa como encontrarse de repente ante lo asombroso e inesperado.
Pero esta vez había algo que despertó su preocupación. Como soñador incorregible que era, solía olvidarse a menudo la parte de su mente que se ocupaba de valorar las cosas prácticas. Pero en ese momento comprendió que su forma de vida podía estar en peligro. La supremacía en el Índico que los dhows y los baghlahs poseían, gracias al conocimiento que tenían de los monzones los marinos árabes, se vería amenazada por naves sin velas como aquella.
Sin embargo, si descubría su secreto, eso le abriría las puertas a una fortuna incomparable.
—Tengo que saber más de ese barco —decidió Sindbad al cabo de un instante.
—¿Y qué piensas hacer, capitán? ¿Irás a bordo para preguntar a su tripulación?
—Iré, pero prefiero ver las cosas con mis ojos antes que escucharlas de la boca de otro.
Al-Yahiz