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Trabajaba cerca del puerto de la ciudad de Basora un artesano de gran talento llamado Hussein. Afamado orfebre, fabricaba hermosos utensilios y adornos de metal, y en sus composiciones combinaba sabiamente los siete metales básicos: oro, plata, níquel, cobre, cinc, antimonio y hierro. Dominaba también la antigua técnica del damasquinado, labraba dibujos minuciosos embutiendo finos hilos de oro y plata en acero o hierro pavonado.
Su buen oficio era reconocido en toda la provincia y se ganaba bien la vida, de modo que podía mantener a su esposa y a sus dos hijos, e incluso proporcionarles algunos lujos.
Pero un día llegó a la ciudad una leva del ejército del califa y reclutaron a Hussein para trabajar a las órdenes de algún desconocido general, en alguna lejana frontera. A partir de entonces fue su hijo mayor quien tuvo que hacerse cargo del negocio. Su nombre era Aakil, había sido el ayudante de su padre y ahora se veía obligado a aprender rápidamente el oficio para sacar adelante a toda la familia. Pero las cosas no iban del todo bien; el talento de Aakil aún no podía compararse con el de Hussein, y su hermano Radi se negaba a ayudarle en el taller.
Se decía que Radi había escogido el mal camino, que pasaba los días sin hacer nada de provecho, zanganeando por las calles de Basora, jugando a los dados, o enzarzándose en peleas. Aakil siempre lo disculpaba en público por este comportamiento, a la vez que pensaba que su hermano aún estaba sufriendo por la desaparición de su padre, al que había adorado. Sin duda, era ese dolor en su corazón lo que lo hacía actuar de ese modo.
—Pero ¿qué quieres, hermano? —le dijo—. Reacciona de una vez, ¿no ves que es precisamente ahora cuando la familia más te necesita?
—No hay nada que yo pueda hacer, Aakil. La fortuna o la desdicha, todo ya es igual para mí.
—No digas eso. Cada hombre se labra su propio destino con su esfuerzo y su perseverancia, de acuerdo por supuesto con la voluntad de Alá.
—¿Como nuestro padre? —preguntó Radi con amargura a la vez que se ponía de pie.
Ya era casi tan alto como su hermano, y aunque todos decían que estaba demasiado flaco, era más fuerte de lo que parecía. Y también ágil, capaz de trepar por una pared como una lagartija. Vestía una camisa blanca, limpia pero descosida, con los codos rotos y maltratados, calzones de algodón parcheados y babuchas de fieltro. Tenía quince años recién cumplidos y se parecía cada vez más a Aakil, la misma barbilla hendida y los pómulos altos; rasgos que ambos habían heredado de su padre. Sus ojos castaños asomaban por debajo de los mechones de pelo negro que le caían sobre la frente y miraban desafiantes.
—Sé cómo te sientes por su ausencia, pero te aseguro que volverá muy pronto.
—Eso no lo sabes, no hemos tenido noticias de él desde que se marchó.
—A veces parece que la fortuna nos levanta y nos hace caer por puro capricho, pero nuestro padre nos enseñó a tener fe y a escoger siempre el camino recto.
—Nos enseñó esas y muchas otras cosas, y luego desapareció casi sin despedirse.
—No se fue de nuestro lado por su voluntad, eso lo sabes muy bien, hermano.
—Pero nos dejó solos, esa es la única verdad.
Aakil no contestó y volvió a concentrarse en su trabajo. Era un muchacho tranquilo, que odiaba los enfrentamientos y las discusiones, el silencio solía ser su reacción frente a la rabia de su hermano menor. Estaban rodeados de herramientas y utensilios de metal a medio elaborar, cuidadosamente dispuestos sobre un gran banco de trabajo. El olor ácido de la viruta de cobre llenaba el taller. Aakil se inclinó sobre un libro de pequeño tamaño y tapas de viejo cuero negro. Por un momento pareció haberse olvidado de Radi y su enfado.
—Pues tú tampoco pareces estar trabajando mucho —le reprochó Radi a su hermano mayor, no cejando en su pretensión de tener una pelea con él.
—Lo estoy haciendo, créeme —dijo Aakil mientras pasaba lentamente las hojas de pergamino—. Encontré este libro entre las cosas de nuestro padre. Está muy manoseado y me parece que aquí aprendió muchos de los secretos de su oficio. Ahora podrá enseñármelos a mí.
—¿Y crees que así te convertirás de la noche a la mañana en un gran artesano? Eres un ingenuo, hermano. Sólo son símbolos trazados con tinta.
—Son palabras —le explicó Aakil—, y cuando conoces su significado es como escuchar en tu cabeza la voz del hombre que las escribió. No importa si murió hace mil años: una parte de él sigue viva en estos símbolos, te habla y te cuenta historias, y también te enseña como si un maestro viviera encerrado entre estas hojas.
—¿Y tú puedes leer ese libro?
—No del todo. Algunas partes están escritas en un idioma desconocido para mí, pero nuestro padre hizo anotaciones en los márgenes, mira…
Aakil le mostró el libro abierto por una página y Radi reconoció la letra de Hussein.
—Y también tiene dibujos suyos —observó.
—Sí, y son de gran ayuda para entender el significado de todo.
Radi frunció el ceño y miró a su hermano con escepticismo. Dudaba que pudiera entender de aquellos símbolos extraños ni la mitad de lo que pretendía. Sin embargo, se había sentido fascinado por el libro. Es cierto que parecía muy antiguo, y si provenía de algún lejano país quizá contuviera también historias y asombrosos dibujos sobre sus habitantes. Radi nunca se cansaba de escuchar relatos sobre tierras ignotas y los monstruos que las habitaban.
Aakil terminó de estudiar el libro y lo dejó a un lado, sobre el banco de trabajo.
Cogió una lámina de brillante metal rojizo y empezó a golpearla con un pequeño martillo. El cobre se fue curvando dócilmente mientras él martilleaba aquí y allá, para así transformar aquel disco metálico en un caldero o una sartén para las gachas. Luego frotaría la superficie curvada del recipiente con esmeril hasta que brillase casi como si estuviera hecha de oro. Era cierto que su técnica aún no podía compararse con la de su padre, pero cada vez lo hacía mejor y seguiría esforzándose hasta alcanzar la perfección. Por el bien de la familia.
Aprovechando que su hermano estaba ocupado, Radi se acercó al banco en el que Aakil había dejado el libro y se apoderó de él. Mirando a su hermano de reojo, con un movimiento rápido, lo ocultó entre los pliegues de su fajín.
Técnica del damasquinado