El convoy se había detenido delante de Toonderfield. La hilera de vehículos se adentraba en la espesura, y su cola serpenteaba desde el límite del bosque hasta el coche de policía que cerraba la comitiva. Sandy no pudo ver ningún vehículo al otro extremo del bosque. La imagen de la caravana, inmóvil como una serpiente descabezada, le hizo preguntarse desesperadamente qué habría ocurrido. Quizá más que un reptil descabezado parecía un ser cuya cabeza hubiera sido suplantada por el bosque, una frondosa cabeza verde y demasiado grande. Consiguió respirar lenta y regularmente, lo suficiente para mantener la calma, y siguió la carretera desierta todo lo rápido que pudo en dirección a la mancha verde teñida por las primeras luces del amanecer.
Frenó antes de tomar la última curva, antes de que apareciera delante de ella el coche de policía. No debía arriesgarse a que la detuvieran por exceso de velocidad. Aparcó en la cuneta y salió del coche sobre la hierba resbaladiza. Estaba tan nerviosa que casi olvidó cerrar la puerta. Descendió corriendo la cuesta y vio que el coche de policía y los vehículos que tenía delante estaban vacíos.
La visión de tanto abandono hizo palpitar descontroladamente su corazón. Pasó corriendo por delante del coche de policía, y de los desvencijados vehículos cubiertos por el barro y de sonrisas pintadas, iluminados por las primeras luces del día. Los vehículos parecían oler a cansancio. Cuando llegó al borde de Toonderfield respiraba entrecortada y dolorosamente. No quería apoyarse en ninguno de aquellos árboles, así que se cogió las rodillas con las manos y se inclinó ligeramente hasta recuperar el aliento; luego continuó hacia adelante. La gente no podía estar lejos. Tenían que estar bastante cerca, y no podía dejarse asustar por el bosque.
Un resplandor verdoso que olía a petróleo y a herrumbre la rodeó mientras corría entre los árboles. Sintió una tenaza retorciéndole el estómago, como si fuera a tener el periodo de nuevo, con semanas de anticipación. La fila de vehículos le ocultaba el lado izquierdo de la espesura, pero no por ello tenía que pensar que había algo agazapado esperando a que ella apareciese entre dos vehículos, y tampoco que los árboles de su derecha ocultaran nada. Cada forma alargada que no podía identificar de inmediato con un tronco de árbol le recordaba los espantapájaros que había visto en el bosque. En una ocasión creyó oír susurros por encima de su cabeza, como si hubiera algo en las ramas de los árboles a punto de saltar sobre ella, pero debió de ser el viento entre las hojas.
Al fin vio la luz del sol ante sí, más allá del primer coche de policía. Corrió cincuenta metros más entre los árboles y vio a la gente de Enoch. Estaban todos reunidos detrás del coche de policía, y miraban hacia Redfield. Aumentó el ritmo de la carrera, temblando por el esfuerzo y por el pánico ante lo que podía encontrar. Casi había llegado a la cabeza del convoy cuando vio a Roger.
Iba en el asiento del acompañante del segundo vehículo, una camioneta con nubes verdes pintadas. Por el retrovisor exterior su rostro parecía asombrado, insatisfecho, casi desesperanzado. Sandy casi había llegado junto a la ventanilla, cuando Roger reparó en ella por el espejo. Sandy lo vio abrir la boca, sonreír y adoptar un gesto de culpabilidad, como si pensara que le había fallado. Bajó el cristal y se asomó.
—Me alegro de verte —dijo.
Tenía la mano apoyada sobre la ventanilla, y Sandy la cubrió con la suya.
—Lo mismo digo, y también de comprobar que estás sano y salvo.
—Claro. ¿Por qué no iba a estarlo? Tenía una pinta tan lastimosa que esta gente se apiadó de mí, y he pasado la noche descubriendo cuántas cosas tenemos en común. Les inspiré la suficiente confianza para que me dejaran viajar en su camioneta —dijo con inesperada amargura—. Aunque juraría que me han convencido más ellos a mí que yo a ellos. Como verás, no he conseguido evitar que vinieran. Quizás en unas horas más lo hubiera conseguido, pero no me di cuenta de que estábamos tan cerca. Creo que Enoch empezaba a sospechar. Pensé que tenía que ir con cautela para que no pensaran que venía de tu parte.
—Lo sé —dijo ella presionándole la mano—. ¿Qué es lo que está pasando?
—Se ha adelantado a explorar el terreno.
Parecía tan nervioso que la inquietud de Sandy aumentó.
—Será mejor que vaya a ver qué ocurre —dijo ella, y lo detuvo cuando él hizo ademán de abrir la puerta—. Quédate aquí. Puede que todavía necesitemos que no nos relacionen.
Sandy bajó a la carrera el resto de la cuesta. Los agentes de los dos coches mantenían agrupados a los seguidores de Enoch al borde del bosque. Cuando Sandy salió de entre las sombras de los árboles, varias personas se volvieron hacia ella. Todos parecían ansiosos, sobre todo las mujeres; quizá sentían como ella la sed de la tierra en las entrañas. Nadie pareció reconocerla. Arturo y su madre estaban en el extremo opuesto del grupo, y no repararon en ella cuando se abrió camino entre el grupo para ver lo que todos miraban. Cuando pudo ver la carretera que llevaba a Redfield sintió la garganta tensa y seca.
Enoch había avanzado varios cientos de metros por la carretera, y caminaba hacia La Espiga de Trigo como si estuviera exhausto, balanceando los brazos como dos pesos muertos. Su hirsuta cabeza estaba caída hacia atrás: parecía que estuviera olfateando el aire. A una cierta distancia, alineados a ambos lados de la carretera desde La Espiga de Trigo hasta el mismo Redfield, los habitantes del pueblo aguardaban en silencio.
Quizá sólo pretendían mostrar a la caravana que no era bien recibida. Quizás así era como la policía interpretaba la situación, y contenía a la gente de Enoch en vez de escoltarla hacia el pueblo. ¿Pero es que no podían sentir la amenaza de la violencia en el aire? Tanto ellos como Enoch podían creer que lord Redfield podía controlar a los suyos, pero si uno sólo de aquellos hombres daba un simple paso hacia Enoch, su gente saldría a defenderlo. Y en ese caso iban a hacer falta mucho más que cuatro policías para contenerlos, y más aun para evitar la carnicería cuya inminencia parecía haber detenido el viento, haciendo que la tierra contuviera el aliento.
El sol se alzaba entre la bruma. Los campos se iluminaron como si el trigo se despertase hambriento. Sandy tuvo la sensación de estar presenciando un rito. Enoch, la víctima, avanzaba hacia el verdugo que iba a sacrificarlo, y las gentes del pueblo, rígidas como un ejército de espantapájaros, eran unas figuras erigidas para hacer cumplir la voluntad de la tierra. La sensación de que todas las personas que tenía a la vista servían a un poder invisible la llenó de un miedo súbito y furioso. Casi no fue consciente de haberse lanzado hacia adelante, abriendo la boca para gritar a Enoch que volviera, hasta que un policía la cogió del brazo con calma. Posiblemente se había dado cuenta de que no formaba parte de la caravana.
—Tendrá que esperar a que todo esto haya pasado —le dijo.
Sandy percibió un movimiento y un susurro en el grupo. Arturo y su madre la habían reconocido. Sandy intentó aparentar indiferencia ante lo que ocurría y se maldijo por estar robando a Enoch la atención de los suyos. ¿Cómo iba a contribuir con ello a evitar la violencia cuya inminencia parecía espesar el aire y teñir los ávidos campos?
Sandy oyó unos murmullos de inquietud entre la gente de Enoch. Parecían no saber cómo interpretar lo que estaban viendo. Fuera lo que fuese, hizo que el policía le soltara el brazo. Sandy rogó por Enoch, pero demasiado rápido para formular su petición con palabras o incluso para dirigir una plegaria a un destino específico, y se volvió para ver lo que ocurría.
Enoch se había detenido a unos cien metros de los primeros habitantes de Redfield, alzando aún más la cabeza, como si oliera algo. Varios hombres hicieron ademán de acercarse a él. El paisaje se iluminó a su alrededor; las caras expectantes parecieron tomar el color del trigo y Sandy sintió crecer la tensión de la gente de Enoch. Si los hombres del pueblo daban un paso más hacia él, barrerían sin dificultad a los policías. Sandy se dio cuenta de que los suyos estaban comprendiendo que nunca debieron dejar que llegara tan lejos por ellos.
Entonces Enoch dio un paso adelante. Alzó las manos y se dirigió a los hombres inmóviles a ambos lados de la carretera. Debía de estar intentando aplacarlos. ¿Habría olvidado cómo reaccionaba todo el mundo ante su llegada? Los del pueblo lo miraron en silencio durante tanto tiempo que Sandy perdió la cuenta de los acelerados latidos de su corazón, y por fin llamaron a los que se habían adelantado. El viento arrastraba sus voces hacia los inquietos campos. Los latidos del corazón de Sandy sonaban con tanta fuerza en sus oídos que creyó que era el latir del paisaje.
Enoch volvió a moverse, y Sandy apretó los puños. Entonces dio la espalda a la gente del pueblo y comenzó a caminar hacia el bosque. Se llevó las manos a la boca y gritó haciendo bocina con ellas, tan alto como un pregonero. Entre la inmensidad de los inquietos campos y bajo el vasto cielo, incluso su voz pareció insignificante.
—¡No nos quedaremos aquí! —gritó a los suyos—. ¡Esta tierra nos desea demasiado!
Quizá Roger lo hubiera convencido después de todo, ¿pero habría sentido Enoch la naturaleza del lugar demasiado tarde? Los habitantes del pueblo seguían mirándolo, y todavía podían salir en su persecución si su retirada los enfurecía o los impulsaba a atacar.
La gente de Enoch parecía desconcertada y, por tanto, peligrosa. Entonces Enoch les hizo un gesto, como empujando el aire hacia ellos con las manos.
—¡Volved a vuestros vehículos! —gritó—. ¡Éste no es lugar para nosotros! ¡Aquí no estamos a salvo! ¡He pensado en otro lugar!
Algo en su voz dijo a Sandy que su última afirmación no era cierta, que estaba tan ansioso por alejar a los suyos de Redfield que les estaba mintiendo. Y si ella podía notarlo, ¿no lo percibirían igualmente sus seguidores? Pero a pesar de que algunos murmuraban, empezaron a retroceder hacia el bosque con paso cansado. Aunque lo más tranquilizador era que la gente del pueblo se volvía hacia Redfield.
Sandy temió de repente que la policía se opusiera al cambio de planes, pero parecían también ansiosos por acompañar al convoy hasta los límites de su jurisdicción. Algo más tranquila, se volvió de nuevo hacia Enoch. Alguien tenía que esperarlo y hacerle ver que no estaba solo en la carretera, aunque Sandy pensó que sería mejor que él no la reconociera. Mientras su gente se retiraba hacia los vehículos, Sandy se situó bajo las sombras de los primeros árboles, desde donde podía verlo con más claridad que él a ella.
Y por ello fue Sandy la única que vio a la esquelética criatura saltar de entre el trigo y dar un zarpazo a la garganta de Enoch.