Estaba en las afueras de Lincoln pensando en si debía volver al centro para cenar, cuando encendió la radio en busca de compañía. Entre las emisoras de rock, cuyos golpes de batería emergían del zumbido estático antes que sus melodías, sonó de repente una voz de Lincolnshire leyendo las noticias. Los pescadores estaban en huelga; un camión había volcado en Erskine Street, la calzada romana que sale de Lincoln hacia el norte. El ejército de Enoch estaría viajando toda la noche y llegaría a Redfield a primera hora de la mañana siguiente.
Sandy había supuesto que se detendrían a pasar la noche, como seguramente había hecho su informador de la Asociación de Automovilistas. O la policía les impedía detenerse, o Enoch y los suyos estaban ansiosos por llegar a donde pensaban que serían bien recibidos. ¿Querría aquello decir que Roger había fallado en su intento de advertirlos del peligro? Todavía tenía más de la mitad de la noche para hacerlo, y quizá todavía estuviera intentándolo. Todo lo que Sandy sabía era que tenía que estar en Toonderfield antes del amanecer.
No podía hacer nada si primero no comía. Los dos primeros pubs que pasó en la cada vez más solitaria carretera ya habían dejado de servir comidas, pero varios kilómetros más adelante encontró uno que no, El Cazador Furtivo. Comió liebre estofada mientras contemplaba el local de roble pulido y latón. De una viga sobre su cabeza colgaba perezosamente un cuerno de caza. La cerveza oscura y el descanso del volante aflojaron sus pensamientos y los dejó vagar, pero no muy lejos. ¿Habría habido alguna vez cazadores furtivos en Redfield? Y en tiempos antiguos, ¿los habrían ejecutado al ser sorprendidos? Aquel tipo de matanza había sido muy habitual. Y si hubiera ocurrido algo así en Redfield durante uno de los años de sacrificio, ¿hubiera quedado satisfecha la tierra?
Hizo durar la jarra de cerveza hasta casi la hora del cierre, y se dirigía a la salida cuando vio una desgastada escalera de piedra que conducía a las habitaciones. La idea de descansar en una cama, en una habitación caliente durante unas horas era casi irresistible. Pero si quería llegar a Toonderfield antes que el convoy, tendría que levantarse antes que el personal del pub. Además, ¿cómo podía pensar en tomar una habitación cuando Roger estaba allí fuera por ella? Salió del local con paso decidido y respiró con fuerza el aire helado de la noche, como esperando que la mantuviese más despierta.
Otros coches también se ponían en marcha. Uno la siguió unos cuantos kilómetros hacia el nordeste, pero sus luces se desviaron a un lado con tanta rapidez que Sandy pensó que había tenido un accidente hasta que las vio reaparecer en el retrovisor. Luego desaparecieron de nuevo y, a sus espaldas, ya no quedó nada más que las tinieblas y las latas de celuloide en el maletero.
Los faros del coche batían la oscuridad iluminando vallas de piedra, señales con flechas que indicaban las curvas, y esporádicamente algún árbol. Muy de vez en cuando pasaba junto a un puñado de casas de campo, siempre a oscuras. Al principio apenas podía distinguir la tierra llana del cielo, excepto por la leve franja de niebla que los separaba. Cerca de la medianoche apareció en el cielo un gajo de luna. Parecía un corte en medio del firmamento de hielo negro que pesaba sobre el paisaje. Convirtió los campos en un monótono mosaico que hizo que se sintiera inmersa en el blanco y negro de la película. Los faros parecían ahora tan valiosos por los fragmentos de color que arrancaban a la oscuridad como por iluminar su camino. Hubiera preferido que la carretera que dejaba atrás estuviera completamente a oscuras; no le gustaba la forma en que los árboles y las vallas se adivinaban por el espejo retrovisor. Con demasiada frecuencia parecían ocultar otras formas.
Pisó el freno y una valla se iluminó de rojo tras el coche.
—¡No hay nada ahí fuera! ¿De acuerdo? —gritó enfurecida, y salió del coche impulsivamente para mirar a su alrededor. La tierra vacía y silenciosa parecía paralizada por el peso del cielo, excepto la parte de la cerca que las luces del freno habían teñido de rojo y el arbusto que había parecido escabullirse a un lado en la oscuridad. No pudo identificar qué tipo de planta era; incluso parecía que ya no estuviera allí. Se metió de nuevo en el coche y cerró la puerta con desafiante violencia. Antes de arrancar, subió por completo las ventanillas.
—No empieces a mirar el retrovisor —se ordenó.
Por mucho que intentaba concentrarse en la carretera, sus pensamientos vagaban libremente. De vez en cuando un bache hacía entrechocar las latas. Estaban seguras con ella, se dijo. Además, ¿dónde habría podido esconderlas? Aunque hubiera decidido guardarlas en su banco, tendría que haber hecho la entrega personalmente, y no hubiera tenido tiempo. Nadie que pudiera traicionarla sabía que estaban en su poder, y el maletero de su coche sería el último lugar donde los Redfield irían a buscarlas. ¿Por qué aquel pensamiento la hacía sentirse más vulnerable? Se sintió como si prefiriera no saberlo hasta estar en un lugar menos solitario, menos tenebroso.
El horizonte se estaba elevando. Había seguramente una carretera principal en las tierras altas, pero debía de haber pasado ya la desviación correspondiente. La carretera que seguía parecía avanzar y retroceder sin querer llegar a su destino. Al menos tenía suficiente gasolina y varias horas para llegar a Redfield. Pero tenía que pasar todavía varias horas en campo abierto hasta que amaneciera.
Por fin la carretera comenzó a ascender, tan gradualmente que Sandy apenas tenía la sensación de subir. La tierra se extendía a sus pies bajo la luz de la luna como un mar de hielo con manchas de niebla que parecían estar fundiéndose. Mirara donde mirara, no se veían más luces que las suyas. Desde una cresta de la meseta divisó una soledad aún más vasta, y se estremeció involuntariamente. Era lógico, allá arriba hacía frío, y el olor a tierra procedía de los campos o de las zanjas excavadas a ambos lados de la carretera. Ya no podía cerrar más las ventanillas para intentar mantener el olor fuera del coche.
Un bache de la carretera hizo sonar las latas de película. El sonido la hizo mirar por el retrovisor. La carretera parecía vacía a la tenue luz que dejaba el coche al pasar. No había a sus espaldas nada que temer, nada más que la película. Incluso aunque la hubiera inquietado mientras la veía, ahora estaba encerrada. No eran más que dos rollos de celuloide dentro de unas latas, nada más que una sucesión de imágenes muertas en la oscuridad. Sin luz ni maquinaria que les dieran vida, no significaban ninguna amenaza.
Pero no podía dejar de pensar que la imagen que había visto en la cripta de los Redfield estaba encerrada en el maletero de su coche —la única reproducción fiel de la imagen que nunca había sido contemplada fuera de Redfield—. ¿Tenía alguna importancia que el relieve hubiera sido añadido al arco de entrada de la cripta? Debía de ser tan antiguo como parecía, cientos de años anterior a la cripta; podía haber sido labrado en los tiempos en que la tierra había comenzado a ser alimentada con sangre. ¿Pero qué tenía aquello que ver con las latas de la película?
La carretera descendió y la luna se perdió de vista. Las latas volvieron a entrechocar como si la fugaz sombra las hubiera despertado, aunque, desde luego, no había sido más que un agujero en la irregular superficie de la carretera. Spence debió de haber penetrado en la cripta en busca de secretos que pudiera usar contra los Redfield, o de nombres que pudiera incluir en su película como venganza. Allí había visto el relieve y había encargado a Charlie Miles que diseñara un nuevo escenario en el que apareciera la imagen. Y después de hacerlo, el miedo se había desatado entre el equipo de rodaje.
Después Spence había muerto en Redfield, por causas naturales o no. Las causas naturales difícilmente podían explicar toda la violencia descrita en el cementerio; los responsables de las sepulturas al menos no lo habían considerado así. Y tampoco se podía decir que a lo largo del tiempo no se hubiera producido ningún derramamiento de sangre en el ordinario curso de la vida, y quizás en algunos casos habría coincidido con el ciclo que ella había descubierto. Quizá la tierra de Redfield sólo enviaba a sus sirvientes en busca de sangre cuando la naturaleza humana no era suficiente para alimentarla.
Sandy se maldijo por haber tenido aquel pensamiento que hacía que se sintiera perseguida, más aun de lo que quería admitir. Si imaginaba que la tierra era capaz de enviar algo en busca de víctimas, bien podía creer que la inclusión del relieve en la película hubiera hecho a los guardianes de Redfield salir de los límites de su tierra para asegurarse de que el secreto de Redfield no fuera revelado. Y en ese caso, quienquiera que viese aquella imagen en la película estaba en peligro, así como cualquiera que pretendiese sacarla a la luz. ¿Y si Graham había caído porque huía aterrado al ver a la criatura que había estado persiguiendo? ¿Y si no habían sido los gatos los que habían destrozado el cuaderno?
—¡Venga, no seas estúpida! —La noche estaba pensando por ella, intentó decirse. Eran los típicos pensamientos que surgen al despertarse en plena noche y que luego te impiden volver a dormir, pero el hecho de no poder expulsarlos de su mente en aquel momento era peor. Cuanto más lo pensaba, más convincentes le parecían. La oscuridad a ambos lados de la carretera era tan espesa que Sandy imaginó que había en ella masas sólidas que avanzaban a la misma velocidad que el coche.
La carretera descendió hacia las tierras bajas y Sandy dejó escapar un tembloroso suspiro. Varios cientos de metros más adelante volvía a verse el resplandor de la luna. Si no podía contener el aliento hasta salir de las sombras, sí podía detener sus pensamientos. Apretó el acelerador, y deseó no sentirse como si intentara escapar de la oscuridad.
Se estremeció al filtrarse en el coche un intenso olor a tierra y moho. La oscuridad que flanqueaba al vehículo se movía; Sandy detectó movimiento a ambos lados, casi fuera de su campo de visión. Debía de soplar un viento helado que introducía el olor en el coche. La luz de la luna estaba a menos de trescientos metros. Aspiró una bocanada de aire que se prometió no soltar hasta que entrara en la zona iluminada por la luna. ¡Qué insignificante, y a la vez qué esperanzador! Pisó con fuerza el acelerador mientras el aire le apretaba la garganta; se sentía como si fuera incapaz de tragar saliva. Por fin apareció la claridad extendiéndose sobre el capó del coche. El vehículo salió a la luz a toda velocidad, y lo mismo hicieron las dos figuras que habían estado corriendo a su lado en la oscuridad.
Aunque corrían a cuatro patas, no eran animales. Sandy lo vio claramente mientras sus manos se crispaban sobre el volante y hundía el pie en el acelerador. Sus cabezas parecían hinchadas, demasiado grandes en comparación con sus esqueléticos cuerpos de espantapájaros. Unas melenas que podían ser crines o una maraña de hojas caían sobre sus cuellos secos como palos y sobre sus costillas, entre las que se incrustaba la tierra o la oscuridad. Mientras Sandy apretaba desesperadamente el acelerador las dos figuras adelantaron sin dificultad al coche, flexionando los músculos como ramas de árbol movidas por el viento, y volvieron la cara hacia ella. Entonces vio que las melenas grisáceas nacían en las cuencas de sus ojos, y de una de ellas colgaba una flor como un ojo fuera de su órbita. La visión hizo que Sandy se olvidase de respirar y se le paralizó la mente; su pánico era tan grande que no podía pensar. Cuando una larga línea curva apareció delante de los faros, no reconoció el peligro de inmediato.
Pisó el freno en el momento en que los haces de los faros desaparecían en la oscuridad sin seguir la curva. El coche patinó y las ruedas chirriaron al acercarse al borde de la carretera, comenzando a zigzaguear sin control. Sin saber cómo, Sandy consiguió evitar que las ruedas se hundieran en la cuneta. Debió de haber gritado de rabia y terror, porque de nuevo estaba respirando. El coche se detuvo antes de que pudiera pensar en reducir la marcha. Se aferró al volante y apretó la espalda contra el asiento; todo su cuerpo temblaba y jadeaba ronca y desesperadamente. Mientras luchaba por recuperar el control de sí misma lo suficiente para poder arrancar, una figura apareció delante del coche a cuatro patas y se irguió a la luz de los faros.
Sus ennegrecidos miembros parecían flexibles y eran horriblemente delgados. Su torso estaba hundido bajo las costillas; su pene verdoso se había marchitado como una raíz muerta. Y lo peor de todo, Sandy reconoció su rostro. Quizás era porque los ojos estaban tan separados que hacían que su frente pareciera más estrecha, pero la vegetación que cubría su cráneo era un tosco remedo del rostro que alguna vez había ocupado su lugar —el rostro de los Redfield—.
Apartó la vista al percibir un movimiento en el espejo retrovisor. La otra criatura estaba detrás del coche; a la luz roja de los pilotos traseros, su máscara con el ojo colgante parecía aún más enmarañada. Estaba atrapada. Si intentaba atropellarlos esquivarían el coche sin dificultad, y ya sabía que no podía dejarlos atrás. Debían de ser capaces de hacer cualquier cosa que su tierra les exigiera. Sintió que su cuerpo se preparaba para el final, para salir al frío y la oscuridad y ser destrozado por sus largas y afiladas garras. Al menos, no sería como Graham, ya que ella sabría por qué moría. Igual que él, iba a morir por la película.
Los abigarrados rostros se acercaron ligeramente hacia ella, como si percibieran su desesperación, y Sandy dejó escapar un siseo de rabia entre dientes. No había llegado tan lejos para morir sola en aquel lugar. ¿Qué les ocurriría a Roger y a los demás en Redfield si no seguía adelante?
—¡Al infierno vosotros y vuestra maldita película! —gritó a las caras musgosas. Temblando de furia y pánico, sollozando ante la idea de abandonar lo que había conseguido en nombre de Graham, buscó torpemente bajo el salpicadero el tirador que abría el maletero. Si les daba lo que buscaban, ¿no la dejarían en paz?
Tiró con rabia de la palanca y el maletero se abrió. La criatura que tenía delante adelantó la cabeza hacia Sandy y se encogió ligeramente como si fuera a saltar. El coche se movió como si algo lo hubiera golpeado por detrás. Sandy oyó el furioso entrechocar de las latas, pero la tapa del maletero le obstruía la visión. Acercó la mano lentamente a la llave de contacto, rezando porque aquellos seres no pudieran leer sus pensamientos.
De repente oyó que las latas de celuloide se estrellaban en la carretera detrás del coche. Los golpes metálicos la hicieron inhalar una dolorosa bocanada de aire que pareció no poder exhalar mientras el horrendo espantapájaros seguía cerrándole el paso sin dejar de mover la cabeza lentamente de lado a lado, con la frondosa melena agitándose al viento, con las mejillas y un ojo cubiertas de temblorosos jirones de hierba. Entonces saltó, y Sandy se hundió en el asiento, a pesar de saber que saltaba por encima del coche.
Mientras agarraba la llave de contacto vio por los retrovisores exteriores a las dos criaturas intentando abrir las latas, arañando las tapas con las garras, aproximando a ella sus horribles caras. Una de las tapaderas sonó con estrépito al rodar por el asfalto, y las dos figuras convergieron sobre la lata abierta como si fuera comida para perros. Sandy pensó que en cualquier momento se pelearían por ella como tales, y una risa temblorosa e incontrolable brotó de su garganta. Accionó la llave en el contacto y las dos caras se alzaron hacia ella.
El motor pareció arrancar, se detuvo y tosió varias veces bocanadas de humo sobre las dos figuras, impidiéndole verlas bien. El humo se desvaneció mientras el coche saltaba hacia delante. Las dos figuras permanecieron junto a la lata, mientras el resplandor de las luces traseras las devolvía a la oscuridad, Sandy vio cómo sacaban la bobina y rasgaban la película con sus garras sobre el asfalto.
La otra lata podría entretenerlas unos pocos minutos más. ¿Reanudarían entonces la persecución? Quizá no pretendieran matarla por conocer el secreto de Redfield, ¿pero no lo harían por intentar detener la carnicería que se avecinaba? El coche descendió a la llanura y Sandy intentó poner la mente en blanco, obligándose a centrar toda su atención en la carretera. Más de una vez se equivocó de camino por carreteras solitarias. Se sentía como una muñeca que sólo sabía conducir y que sería presa del pánico en cuanto dejara en libertad sus pensamientos aunque fuera por un instante. Temía mirar por los retrovisores exteriores, y sentía el miedo cristalizarse lentamente en la nuca.
Los bordes del paisaje se tiñeron de gris mientras la proximidad del día hacía brotar la niebla en los campos. El mismo amanecer parecía contenerse, pero al menos le permitía mirar a su alrededor. Por lo que podía ver, nadie parecía seguirla, pero entre los campos de trigo podía ocultarse cualquier cosa. La cabeza le palpitaba a causa de todo lo que había ocurrido, y los latidos que retumbaban en todo su cuerpo le impedían relajarse. No podía, no había tiempo. El sol emergió entre la niebla y tino los campos de rojo. Debía de estar muy cerca de Toonderfield. Rezó para que la caravana se acercase por otro camino, para que apareciera sana y salva en el horizonte. Al coronar el ascenso a una loma, Toonderfield apareció ante sus ojos entre un mar de campos que parecían bañados en sangre, y vio que había llegado demasiado tarde.