De modo que por fin iba a ver la película. Sintió la boca seca y se dio cuenta de que estaba a punto de llorar. Deseó que Roger, y sobre todo Graham, estuvieran allí para compartir aquel momento con ella. El proyector cobró vida con un zumbido cuyos ecos parecieron saltar tras la trinchera de trozos de yeso. Sandy apagó la linterna y la dejó entre sus pies. Cuando levantaba la vista después de comprobar que sabía dónde estaba, la pantalla se iluminó. Las estatuas romanas parecieron inclinarse y alzar sus gavillas, pero no era más que el efecto de la luz. Durante unos segundos la pantalla permaneció en blanco excepto por las abundantes manchas del principio del negativo y entonces apareció una imagen. Era una pintura de una torre.
Aunque no se parecía mucho a la torre de Redfield, su visión hizo que el corazón de Sandy latiera con incómoda celeridad. Los títulos de crédito aparecieron entre la niebla que rodeaba la torre.
UNA PRODUCCIÓN BRITISH INTERNATIONAL
KARLOFF y LUGOSI
en
LA TORRE DEL MIEDO
Apenas podía creer lo que estaba leyendo, después de tanto buscar. De nuevo sintió la boca seca, y respiraba agitadamente. Los nombres de algunos de los hombres a los que había entrevistado aparecieron bajo el de Giles Spence, y sin más preámbulo, a los acordes de una versión de estudio del Dies Irae de Verdi, comenzó la acción.
Era la escena que Toby le había descrito: Karloff miraba impasible desde lo alto de la torre a un hombre que escapaba a través de un campo iluminado por la luna. A su paso dejaba un rastro de oscuridad en el campo, al igual que lo que fuera que lo perseguía y que convergía hacia él. El hombre entraba dando traspiés en la torre y subía las escaleras. Cada ventana mostraba su lívido rostro mirando atrás contraído por el pánico. Sin duda era la misma ventana la que aparecía cada vez, pensó Sandy, sorprendida de tener que recurrir a observaciones tales para tranquilizarse, aunque a Toby la escena también le había parecido inquietante. Ni siquiera fijándose en la habilidad del montaje pudo distanciarse lo suficiente de la acción. El fugitivo irrumpía en lo alto de la torre y tendía los brazos en gesto de súplica hacia Karloff, que negaba con la cabeza y cruzaba los brazos. El hombre miraba aterrado hacia la abertura de la escalera, retrocedía hacia el parapeto y caía al vacío mientras su grito se desvanecía.
Sandy sabía lo que era sentir pánico en una torre, e imaginó que por eso le sudaban las palmas de las manos. A continuación aparecía Lugosi, con un abrigo como el de Sherlock Holmes, descendiendo de un tren en una estación desierta. Un cochero taciturno con un ojo tan blanco como la luna lo conducía a través de los susurrantes campos hasta una mansión cuya marcada asimetría la hacía parecer en ruinas a la luz de la luna. Karloff le abría las enormes puertas de la mansión y a partir de ahí los dos actores se dedicaban a robarse planos mutuamente, Karloff siniestramente untuoso, Lugosi clamorosamente cortés. A los pocos minutos estaban junto al piano cantando «John Peel» con sorprendente armonía.
—Hace falta algo más que un crítico para hacerlos callar, Stilwell —declaró, y deseó que el haberlo dicho la hubiera hecho sentirse menos nerviosa.
En el pueblo, Lugosi descubría que nadie, ni siquiera Harry Manners, siempre limpiando jarras de cerveza y bebiéndoselas, quería hablar de la muerte de su cuñado excepto para decir, como Karloff y casi con sus mismas palabras, que había sido un desgraciado accidente. Tommy Hoddle y Bingo, los tontos del pueblo, reaccionaban ante él como si fuera Drácula, temblando y balbuciendo que no había que mirarle a los ojos porque los extranjeros sabían trucos diabólicos. Y era su mirada la que conseguía que al final le hablaran de la expresión de terror de su cuñado y de la persecución que había terminado en la torre. Sandy sabía que lo lógico era reírse con la escena, pero la visión de los ojos de Tommy Hoddle, congelados por la hipnosis, le recordó demasiado su última actuación sobre un escenario. Entonces recordó que no todo el terror de la película era fingido.
A Graham le hubiera encantado saber que había una película antigua que no le hacía sentirse distanciada, pero Sandy hubiera preferido no descubrirlo en medio de un cine vacío donde las sombras parecían esconderse tras los montones de escombros cada vez que un primer plano de la pantalla iluminaba la sala. Sandy volvió a mirar la trinchera de cascotes que se alzaba a los pies de la pantalla y levantó la vista mientras cambiaba la escena. Karloff estaba solo, cruzando a grandes zancadas un inmenso salón que a Sandy no le recordó nada. Su rostro llenó la pantalla y miró con inquietud a espaldas de Sandy, como si hubiera visto algo.
—Maldita histérica —se dijo Sandy, pero miró por encima del hombro. En aquel momento la pantalla se iluminó y las sombras volvieron a ocultarse tras la docena de filas de asientos que la separaban de la puerta.
Volvió a mirar al frente. No tuvo tiempo de ver en detalle la talla colgada sobre la chimenea del salón, pero creyó haberla visto antes.
Las manchas parduzcas de la pantalla parecieron hincharse emborronando la imagen, y empezó la proyección de la segunda bobina. ¿Por qué le producía una sensación de alivio que ya hubiera pasado la mitad de la película? No había visto nada que diera a entender que había alguien detrás de ella, pero había alguien, y ya había descendido la mitad del pasillo cuando Sandy oyó cerrarse las puertas batientes.
La máscara que apareció junto a su hombro, de repente resaltada por un primer plano de la película, era el rostro de Bill Barclay, por supuesto.
—Es un poco más larga de lo que pensaba. Tengo que ir a la esquina a comprar pan para mi señora, y voy a aprovechar ahora que no está pasando nada. Volveré antes de que termine, pero si no es así, espéreme en la oficina.
Volvió a subir la pendiente del pasillo, y ella pensó en llamarlo. Si no tenía que estar en la cabina de proyección a lo largo de toda la película, podía sentarse con ella y verla allí. ¿Pero por qué estaba tan ansiosa por tener compañía? De todos modos, Barclay se había detenido al fondo de la sala, esperando ver la siguiente escena, en la que Lugosi descubría que alguien había caído de la torre en circunstancias muy similares cincuenta años antes. Sandy se estremeció y se alegró de no estar sola, aunque cuando volvió a mirar atrás Barclay ya había desaparecido.
—Pobrecita tonta —se mofó de sí misma, y volvió a dejar la linterna entre los pies para volver a mirar la proyección.
Lugosi regresaba a la mansión cruzando el pueblo. Cada vez que miraba a sus espaldas no veía más que sombras, pero parecían solidificarse adoptando formas que debieran haber permanecido en la oscuridad. A Graham le hubiera maravillado aquella escena, se dijo Sandy, mientras las sombras se alzaban a su alrededor como si contemplasen la proyección asomándose por encima de los montones de escombros, que empezaban a asemejarse a tumbas de tierra. Volvían a aparecer Hoddle y Bingo, siguiendo torpemente a Lugosi como unos conejos que quisieran ser perros de presa, hasta que descubrían que no sólo eran perseguidores, sino que los perseguían. Entonces echaban a correr en direcciones opuestas, y Sandy pensó que debió de haber sido en aquel instante cuando Bingo, al salir del escenario, había tropezado con algo, algo que se había abalanzado hacia él.
Lugosi estaba hojeando una historia de la torre y de la familia Belvedere. No podía faltar mucho para el final, pensó, y el fuerte olor a tierra no podía deberse más que a los ladrillos y los escombros. Le parecía una deslealtad hacia Graham no ver la película hasta el final. Lugosi cerraba el libro y salía en busca de Karloff.
Lo encontraba en el gran salón. Entonces aparecían la hermana de Lugosi y su nuevo protector para presenciar la confrontación final. Su marido no había sido ningún cobarde, le decía Lugosi, pero aquel hombre —señalando a Karloff— lo era doblemente por haberlo sacrificado en su lugar, sabiendo que alguien debía morir en la torre. La construcción de la torre había convocado a su alrededor fuerzas ocultas «que las usaban para subir al cielo», fuerzas que exigían un sacrificio que tenía que producirse en la familia una vez durante cada generación. Sólo la muerte del único superviviente de la actual podía acabar con la maldición.
Nada de todo esto tuvo demasiado sentido para Sandy, quizá porque su atención estaba centrada en una imagen sobre la chimenea que se alzaba a espaldas de Karloff. No debía haberle extrañado su presencia, pues la había visto en la cripta de los Redfield y en el dibujo que Charlie Miles le había garabateado: el rostro sobre el que había crecido trigo, o que se volvía de trigo; la faz hambrienta de cuyos ojos surgían espigas de trigo que tomaban la forma de los cuernos de un sátiro. Allí estaba la razón de que los Redfield hubieran suprimido la película, ¿pero por qué la ponía tan nerviosa? Cada vez que aparecían en la pantalla, las sombras agazapadas tras los montones de yeso parecían removerse como si estuvieran a punto de saltar. Sandy miró atrás, pero Barclay no estaba en la cabina de proyección. Estaba a solas con la película —con la imagen que apenas nadie más que ella había visto fuera de la cripta de los Redfield—.
—¡Llévate a los extranjeros que amenazan esta casa! —gritaba Karloff cada vez más salvajemente mientras las sombras se acercaban, no hacia Lugosi o los otros, sino hacia él. Entonces huía a lo alto de la torre, seguido por los trazos de oscuridad que dibujaban sus perseguidores en el campo, y subía hasta lo alto del parapeto. Con una mirada a la escalera y un gemido de desesperación, se precipitaba al vacío. En realidad era Leslie Tomlison quien caía. Sandy recordó que había sufrido graves heridas porque algo lo había asustado. Entonces la torre se hundía mientras Lugosi y los demás contemplaban la escena.
En la siguiente toma aparecía Lugosi en el tren, deseando buena suerte a su hermana y a su prometido, y Sandy tuvo la impresión de que Spence tenía prisa por acabar la historia, aunque quedaban varios cabos sueltos. ¿Estaría al final del rodaje tan nervioso como ella en aquel mismo momento? El tren se alejó dejando tras de sí una estela de humo y se fundió con las manchas de la pantalla. La cinta chasqueó al quedar libre de la ventanilla del proyector. La pantalla resplandeció con un brillo blanco sucio; un ejército de sombras asomó las cabezas a su alrededor y de repente se oscureció.
Bill Barclay no había apagado el proyector. No había nadie en la cabina, a no ser que estuviera agachado bajo la ventanilla para no ser visto. Empuñó la linterna con las dos manos y la dirigió hacia allí, lo que sólo sirvió para que el reflejo del proyector la deslumbrase. Presionó el botón y sacudió la linterna con todas sus fuerzas. No funcionaba.
No debía perder el tiempo con ella, pensó. Se sintió como si alguien en quien confiaba la hubiese abandonado en la oscuridad. Aunque no podía ver las puertas batientes, sabía que estaban allí, a la izquierda de la ventanilla encendida. Sólo tenía que olvidarse del olor a tierra, que no era más que olor a ladrillo, de las sombras que se adivinaban al otro lado de los montones de escombros como opacas formas grises contra las paredes. En realidad, si la pantalla estaba a oscuras, no podía crear sombras, por lo cual aquellas figuras que creía ver no existían, no podían estar mirándola por encima de los montones de escombros dispuestas a saltar en cuanto se moviera. La inquietud que percibía a su alrededor sólo era un efecto de la incapacidad de sus ojos para horadar la oscuridad. Los crujidos que pudo oír tras ella y a ambos lados al soltar el respaldo de la butaca y dar unos pasos inseguros por el pasillo no eran más que vibraciones que ella misma provocaba, una señal de que no se estaba moviendo tan silenciosamente como pretendía. No debía ceder a la tentación de caminar más rápido o correría el riego de tropezar y caer. Sentía que las tinieblas que la rodeaban estaban esperando que se desmoronara, que corriera hacia la puerta, para saltar sobre ella. Las ventanillas iluminadas le cegaron el ojo izquierdo y las sombras parecieron reagruparse a su derecha; sentía el polvo del yeso posándose sobre ella, haciendo que se sintiera como si estuviera siendo enterrada lentamente. Extendió los brazos con la linterna hacia adelante y empujó las puertas.
El batiente izquierdo se resistió como si alguien estuviera sujetándolo desde fuera, pero al final oyó ceder al montón de trozos de yeso acumulados al otro lado. Escuchó un sonido semejante a un rechinar de dientes. Abrió la puerta de par en par y salió precipitadamente al vestíbulo, pasando por delante de la taquilla. Las puertas se cerraron a sus espaldas con unos golpes tan irregulares que Sandy miró atrás para asegurarse de que nadie la había seguido.
La cabina de proyección estaba al final del pasillo, más allá de la desierta oficina. Al llegar a la cabina oyó un ruido de garras contra algo de metal. Era el ventilador de uno de los dos proyectores que ocupaban la mayor parte del espacio de la habitación. Olía a metal caliente, y Sandy se dijo que no era así como olía la sangre. Se acercó con rapidez a la caja de cartón, abrió la lata metálica, desmontó la bobina del proyector y la metió con cuidado en su interior. Cerró la lata y la metió en la caja de cartón. La levantó y un rostro borroso se alzó en el patio de butacas y la miró a través de la ventana.
Era su propia imagen reflejada en el cristal. Agarró la caja con fuerza y salió dando traspiés al pasillo, con la sensación de que su carga tiraba de ella hacia adelante obligándola casi a correr para no soltarla. El oscuro vestíbulo engulló su sombra. Al llegar junto a la taquilla se apoyó en ella un momento para agarrar la caja con más firmeza y sin perder un momento se lanzó hacia las puertas de cristal. Una sombra salió a su encuentro, elevándose sobre los viejos carteles de la puerta. Se acercó al cristal desde fuera y aparecieron unas manos que enmarcaban una cara y que al momento se apretaron contra el cristal.
—No puedo abrir la puerta —gritó Sandy.
Barclay lo hizo e insistió en llevarle la caja hasta el coche.
—Siento que haya tenido que hacer todo esto usted sola. La tienda estaba cerrada y tuve que ir más lejos. ¿Le ha gustado? ¿Me he perdido mucho?
—Nada que deba sentir haberse perdido.
Él frunció el entrecejo con cierta suspicacia; debía de pensar que Sandy intentaba consolarlo.
—¿Se acordará de mí cuando la presente en público? ¿Quizás una invitación? —sugirió con gesto esperanzado haciendo como que escribía, pero pareció decepcionado ante el murmullo evasivo de Sandy. Cuando se alejaba en el coche lo vio todavía ante la puerta del cine, agitando una mano con timidez, y se dio cuenta con asombro de cómo lo envidiaba. Estaba empezando a comprender que el haber conseguido salir del cine no la hacía sentirse fuera de peligro.